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jueves, 19 de abril de 2007

Lorenzo Meyer

A veces, todo tiempo pasado parece mejor

Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA

Hay de cambios a cambios. Desde luego que el mero sentido común nos dice que es falsa esa afirmación nostálgica de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Y sin embargo, en relación con ciertos periodos históricos, temas y personajes, no se necesita ser reaccionario para sostener que cierto pasado se ofrece a nuestros ojos como algo superior al presente. Un periodo y una temática muy a propósito para ilustrar esta posibilidad es la que aborda el último libro de Raquel Tibol: Diego Rivera, luces y sombras, (México: Lumen, 2007). México cambió violentamente al inicio del siglo XX (1910-1916) como resultado de la destrucción de una dictadura oligárquica. Terminada la era de destrucción del viejo orden, se abrieron y se aprovecharon las grandes viabilidades para el cambio constructivo, para la transformación social, cultural y la creación artística. Se supone que al final de ese mismo siglo, México volvió a transformarse políticamente, aunque la caída de la “dictadura perfecta” del PRI se llevó a cabo sin necesidad de una nueva revolución, de manera casi pacífica. Ahora bien, el contraste entre ambos cambios claramente favorece al primero. Hasta la fecha la supuesta transformación del 2000 no se ha reflejado en ninguna mudanza positiva y notable en materia social o económica y desde luego, no se ha visto ninguna explosión de energía creativa en el campo de las artes, como sí fue el caso en los decenios de 1920 y 1930.

Una feliz coincidencia. Lo que Raquel Tibol busca subrayar en su Diego Rivera, es lo afortunado de una coyuntura histórica: la coincidencia del arribo a la madurez de un gran artista plástico mexicano –Diego Rivera- con una gran época de transformaciones reales en México: la etapa constructiva de la Revolución Mexicana, esa que años más, o años menos, abarca de la elaboración de la actual constitución al final del cardenismo. Desde luego que si Rivera hubiera nacido en otro tiempo y lugar, sus cualidades como artista hubieran podido ser igualmente desarrolladas, apreciadas y retribuidas. Sin embargo, a nuestro personaje le ayudó mucho el haber nacido mexicano y precisamente en un momento en que el país parecía haber recobrado la confianza en sí mismo y en su futuro que había perdido un siglo atrás, al cambiar su estatus de colonia española a sociedad independiente. Los 1920 fueron para la nueva élite política y cultural mexicana y, en cierta medida, para el mexicano común, la etapa constructiva de la revolución abrió una verdadera oportunidad para encarar las inercias impuestas desde la época colonial y tomar nuevos caminos, unos que condujeran al grueso de los mexicanos a encontrarse con la justicia sustantiva. Al final, la realidad dejó mucho que desear, pero mientras la revolución se mantuvo como una realidad viva, México fue un buen sitio para que pudieran desarrollar sus potencialidades creadoras, espíritus como el de Rivera y el círculo de artistas, militantes e intelectuales que lo rodearon -no todos mexicanos, por cierto-, casi todos con sus conocimientos y técnicas al día, llenos de energía vital y de confianza en el futuro del país y de la humanidad.

Espacio modesto y ambición ilimitada. La Revolución triunfó en su modalidad carrancista precisamente cuando Europa, aún el centro del sistema internacional, estaba empeñada en llevar hasta su límite sus viejas tendencias suicidas. La Gran Guerra (1914-1918) aceleró la decadencia del imperio británico y empezó a trasladar al otro lado del Atlántico, a Estados Unidos, el eje del sistema internacional. La brutalidad y destrucción de la Gran Guerra –37.4 millones de muertos y heridos- y el inicio del esfuerzo constructivo de la Revolución Mexicana y de su nacionalismo coincidieron. En los 1920 y 1930, mientras Europa digería su tragedia, México trabajaba en formular una interpretación nueva y positiva de su civilización antigua, explotada y humillada por la Europa que en ese momento estaba en crisis material pero, sobre todo, moral. Esa situación llevó a que un grupo pequeño pero interesante e influyente de artistas y académicos mexicanos y extranjeros, se entusiasmara por lo que vieron cómo un renacimiento no sólo artístico sino también moral de México, (un buen desarrollo de esta idea, se encuentra en: Alicia Azuela, Arte y poder: renacimiento artístico y revolución social, México, 1910-1945, [Michoacán, 2005]). Así, nuestro país, rural, pobre y puesto bajo observación por las grandes potencias imperiales, apareció en el mapa cultural mundial como una sociedad mestiza, orgullosa de su pasado y presente indígenas –aunque más en teoría que en la práctica-, y no obstante su pobreza material y su marginalidad internacional, se proponía hacer una contribución original y significativa a la cultura universal. Es aquí donde Rivera y la nueva clase política mexicana se acoplaron a la perfección, como el guante y la mano.

El personaje. Si a la nueva clase política mexicana le faltaba mundo, a Diego Rivera le sobraba. Además, en su caso el famoso complejo de inferioridad mexicano brillaba pero por su ausencia. Sin embargo, la confianza en las propias capacidades, aunque elemento básico, no era suficiente para la gran creación; se requería además imaginación, destreza artística, sensibilidad, preparación y, sobre todo, apoyo económico y político. Es aquí donde hay que reconocerle un elemento positivo a la élite porfirista, pues Rivera –un miembro de la muy pequeña clase media- desarrolló sus habilidades como artista primero en las instituciones públicas del viejo régimen y después, gracias a una beca del gobernador de Veracruz, en el centro generador de la innovación artística: la Europa de inicios del siglo XX. La Revolución misma sorprendió a Rivera en su primer regreso de Europa. El domingo 20 de noviembre de 1910, nos dice Tibol, Rivera estaba en México cumpliendo con uno de los requisitos de su beca: exponer los resultados de sus estudios. Cumplida la formalidad, en junio de 1911 se regresó a Europa. Así, durante la parte más dura de la guerra civil mexicana, siguió entregado a su trabajo y a sus pasiones en una geografía y problemáticas muy distantes. Volvió al país en 1921 y se encontró con José Vasconcelos. El pintor guanajuatense cada vez más politizado y el intelectual oaxaqueño hecho ministro formaron una mancuerna estupenda, pues combinaron el nuevo ambiente de gran libertad y creatividad artística con recursos y un ambicioso proyecto de futuro, que incluía plasmar en grandes murales el no muy coherente discurso de una revolución social y antiimperialista. Para entonces estaba en marcha una revolución más radical, ambiciosa y mucho más brutal: la soviética. Rivera la visitó y el resultado fue una síntesis de ambas en el plano plástico.

Raquel Tibol acepta que Rivera fue monumental en todo, hasta en sus incongruencias políticas, pues sucesivamente se ubicó como zapatista, leninista, nacionalista, antiimperialista, comunista, trotskista, almazanista, panamericanista, lombardista, stalinista, pacifista y hasta informante de la embajada norteamericana (pp. 87 y 126). No importa, el México que desarrollaba una revolución sin ortodoxias ideológicas –y ella misma, una contradicción viva- se pudo permitir esa mezcolanza y darle un cauce positivo. Tibol resume a Rivera y a la Revolución Mexicana así: “…por primera vez en la historia de la pintura del mundo entero se llevó a esos muros (a los mexicanos) la epopeya del pueblo, no alrededor de héroes mitológicos o políticos sino de las masas en acción” (p. 161).

Un presente que hace ver bien al pasado. En el 2000 México volvió a cambiar políticamente, pero esta vez el cambio no ha sido acompañado de una explosión de creatividad. Ahora el optimismo es sólo oficial, sin enjundia, burocrático. Obviamente entre nosotros debe haber más de un equivalente a Diego Rivera, pero lo que faltan son las condiciones que permitieron hacer de la creatividad y la inconformidad una gran obra. Hasta hoy, el discurso de la nueva élite del poder a lo más que ha llegado en materia de creación e innovación cultural y artística es a una mega biblioteca que cerró casi inmediatamente después de ser inaugurada y al vestido “cristero” diseñado por la arquitecta María del Rayo Macías para que lo luzca la representante mexicana en el siguiente concurso Miss Universo 2007. Y por lo que al proyecto de cambio social, su falta de concreción se expresa en la segunda fortuna privada del mundo.

En estas condiciones, no puede ser reaccionario, sino todo lo contrario, afirmar que el pasado luce mucho mejor que el presente.


Kikka Roja

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