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martes, 24 de abril de 2007

Miguel Ángel Granados Chapa

Los Papas contra leyes mexicanas
Plaza Pública

Decidida su oposición a las nuevas normas sobre aborto que hoy serán abordadas en la Asamblea legislativa del DF, los obispos mexicanos trajeron en su auxilio al Papa. El viernes pasado, cuando concluía su 83 asamblea, recibieron de Benedicto XVI, por conducto del secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, un mensaje de aliento contra la despenalización aludida y de esperanza de que los propios legisladores se abstengan de aprobarla. Dice la carta que el Sumo Pontífice “se une a la Iglesia de México y a tantas personas de buena voluntad preocupadas ante un proyecto de Ley, en el Distrito Federal, que amenaza la vida del niño por nacer. “En este tiempo pascual, estamos celebrando el triunfo de la vida sobre la muerte. Este gran don nos impulsa a proteger y defender con firme decisión el derecho a la vida de todo ser humano desde el primer instante de su concepción, frente a cualquier manifestación de la cultura de la muerte”. El mensaje pontificio trajo a los memoriosos el recuerdo de al menos tres intervenciones papales en torno a legislación mexicana. A las primeras leyes de reforma, y a la Constitución de 1857, aun antes de su promulgación, se opuso el Papa Pio IX (hoy beatificado). La de 1917 mereció la descalificación del Episcopado mexicano, al que apoyó el Papa Benedicto XV. Y poco después, cuando se emitió la reglamentación al Artículo 130, conocida como Ley calles, el Papa Pío XI condenó acerbamente esa actitud del Estado mexicano.

Tras el triunfo de la revolución de Ayutla de 1854, los liberales supieron llegado el momento de reiniciar la reforma contra los fueros (los poderes fácticos, diríamos hoy) que dos décadas atrás había sido frustrada por asonadas militares. En 1856 se expidieron, una tras otra, normas que suprimieron la coacción civil ante el incumplimiento de votos religiosos; desamortizaron los bienes raíces que la Iglesia mantenía sin uso, y eliminaron los fueros eclesiástico y militar, para que los tribunales practicaran una justicia pareja para todos. Al mismo tiempo, se reunió en ese año el Congreso constituyente que el 5 de febrero siguiente emitiría la Constitución modernizadora que imaginaban los vencedores de la última dictadura de Santa Anna. Antes de que se llegara a ese extremo, el Papa Pío IX, a instancias del episcopado se manifestó contra las nuevas leyes y la inminente Carta Magna: “Levantamos nuestra voz pontificia con libertad apostólica en esta vuestra plena asamblea para condenar, reprobar y declarar írritos y sin ningún valor los mencionados decretos”. Era comprensible que el Papa asumiera una actitud de esa índole, que llegaba al extremo de declarar nulos (eso quiere decir írritos) textos legales expedidos por autoridades con poderes, aunque éstos hubieran surgido de una revolución. Su postura antiliberal era ejercida desde el comienzo de su Pontificado en 1846, y se condensaría en 1864 (al tiempo en que bendecía la aventura imperial de Maximiliano) con la encíclica Quanta Cura, que incluía el Syllabus errorum, un catálogo de infracciones a los presuntos derechos de la Iglesia en que incurrían, en Europa y en América, gobiernos de países antaño sometidos al dominio eclesiástico.

Sesenta años después, al ser promulgada la Constitución de 1917, los obispos mexicanos (como antes habían hecho sus predecesores con la de 57) la condenaron y excluyeron de la comunión a quienes la aceptaran mediante juramento. El 15 de junio de 1917, el Papa Benedicto XV respondió al Episcopado mexicano, que le pidió su parecer sobre tal posición. El Pontífice romano opinó que era “una cosa muy conforme al oficio pastoral y dignísima de Nuestra alabanza”. Con semejante aprobación, el arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, cargó de nuevo contra la Carta de Querétaro, contra su “tendencia destructora de la religión, de la cultura y de las tradiciones”. El 4 de febrero de 1926, el Arzobispo de México, José Mora y del Río, dijo que “la protesta que los prelados mexicanos formulamos contra la Constitución de 1917, en los artículos que se oponen a la libertad y el dogma religioso, se mantiene firme”. En junio siguiente fue promulgada la Ley reglamentaria del Artículo 130, y las reformas respectivas en el Código Penal, para punir las infracciones a aquella, todo lo cual se llamó Ley Calles. Instados a manifestarse conforme a la Ley, los obispos demandaron del Congreso, el siete de septiembre la reforma constitucional, petición que, en círculo vicioso, fue denegada por diputados y senadores, alegando que los prelados carecían de la facultad ciudadana de pedir lo que demandaban.

Así, el 18 de noviembre el Papa emitió la encíclica Iniquis Aflictisque sobre la persecución a la Iglesia. La carta pontificia contenía un diagnóstico severísimo de la situación:

“Es cierto que en los primeros tiempos de la Iglesia y en tiempos posteriores se ha tratado atrozmente a los cristianos, pero quizá no ha acaecido en lugar ni tiempo alguno que un pequeño número de hombres, conculcando y violando los derechos de Dios y de la Iglesia, sin ningún miramiento a las glorias pasadas, sin ningún sentimiento de piedad para con sus conciudadanos encadenaran totalmente la libertad de la mayoría en tan premeditadas astucias enmascaradas con apariencia de leyes”. Eso que llaman “la Constitución política de los Estados Unidos Mexicanos” fue obra de quienes “poseídos de un furor ciego” quisieron “dañar de todas las maneras posibles a la Iglesia”.


Kikka Roja

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