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martes, 4 de diciembre de 2007

Un año después | Granados Chapa


Calderón no se mueve con entera libertad como lo hicieron todos los presidentes que lo antecedieron.
Son muy diversos, y hasta encontrados, los pareceres sobre el primer año de la administración encabezada por Felipe Calderón. Aun los datos resultantes de la indagación de la opinión pública difieren. Mientras que Reforma halló que el nivel de aprobación se mantiene por encima del 60%, y que el 64% registrado en el cuarto trimestre de su gobierno está sólo un punto por debajo de su nivel máximo, alcanzado a mediados del 2007, Roy Campos encuentra que bajó de ese nivel de 65% (casi 66 en junio-agosto) a 58.9%. Como inevitable dato complementario, en la investigación de Reforma se mantiene uniforme el nivel de desaprobación, en torno a 23%, mientras que para Consulta el desacuerdo ha crecido desde 31.5% hasta 38.5%, lo que deja un promedio de 33.8% para todo el año.

La evaluación del tramo inicial de este gobierno tiene que partir, y eso sugieren las cifras anteriores, del estado de ánimo de la sociedad en relación al modo en que concluyó el proceso electoral del 2006. Es decir, el transcurso de un año no ha bastado para que se borre y quizá ni siquiera para que se atenúe el profundo resquemor de alrededor de un tercio de la población sobre el modo en que se manejó la elección presidencial y su resultado, el ungimiento de Calderón como Presidente.

Por más que de modo formal se le asignó la titularidad del Poder Ejecutivo, una importante porción del público lo ha cuestionado como ilegítimo, tal como con menos vigor y menores consecuencias hizo el PAN en 1958 con Adolfo López Mateos y en 1988 con Carlos Salinas de Gortari. A diferencia de entonces, la posición panista careció de trascendencia respecto del ejercicio gubernamental, y ni siquiera fue necesaria una declaración explícita del partido blanquiazul en que reconociera que la ilegitimidad de origen de Salinas se había curado con su desempeño.

En cambio, Calderón boga en cierto modo contra la corriente. Es fácil, pero sería en cierto modo erróneo, reconocer que su administración utiliza los instrumentos de que lo provee la ley para gobernar y que por ello integra un gobierno en plena normalidad. Razonar así supondría dejar de lado un trozo importante de la realidad, donde se expresa el malestar de un segmento de la sociedad ante el cual hay una temerosa respuesta del entorno presidencial. Calderón no se mueve con entera libertad como lo hicieron todos los presidentes que lo antecedieron. No ha cesado ni disminuido la adopción de precauciones para impedir que padezca un mal rato. Mantener cerradas las puertas de la Feria Internacional del Libro el día de su inauguración, para que el Presidente se desplazara sin contratiempos (aun que no pudieron ser evitados del todo los gritos en su contra) es indicativo de que aun los espacios físicos en que transita el Poder Ejecutivo han sido acotados.

La Presidencia misma se mostró envarada a la hora de marcar y festejar su primer aniversario. En las vísperas del 1 de diciembre practicó la más eficaz autocrítica sobre el contenido de su primer año, pues si presentó apenas los programas sectoriales, ello significa que se perdió el año en acciones desconectadas o que francamente ese periodo se caracterizó por las omisiones o por una dificultad de tomar el paso, causada por la inexperiencia o por la desidia. La celebración en Palacio Nacional, el día 1 por la mañana prolongó o enseñó esa suerte de desgano inicial. A Germán Dehesa le dio flojera “madrugar en sábado y surcar las heladas calles a las 8:00 de la mañana” y se abstuvo de aceptar la invitación para el desayuno conmemorativo. Quizá la misma reacción provocó otras ausencias. Los gobernadores prefirieron quedarse en sus estados (y no porque tengan urgencias que atender, ya que de lo contrario el tabasqueño Andrés Granier no habría viajado a la Ciudad de México) y de los 32 sólo estuvieron presentes ocho, la cuarta parte: cuatro priistas, tres panistas y sólo uno de entre quienes fueron postulados por el PRD: se trata del previsible, por zalamero Juan Sabines. Aparte Manuel Espino, de los líderes partidarios sólo se presentó el de menor tamaño, Alberto Begne. Sólo estuvo uno de los cuatro líderes parlamentarios, Santiago Creel. Fueron tantos los invitados que tuvieron algo mejor qué hacer, que 10 de las 130 mesas dispuestas en el patio central del Palacio Nacional fueron ocupadas de última hora por empleados y por miembros del Estado Mayor Presidencial. No cabía siquiera la posibilidad de que, para paliar las expresiones del ausentismo se hiciera lo que en la desairada boda narrada en el Evangelio, salir a invitar a todo transeúnte, porque los que estaban en el Zócalo no entrarían a Palacio a festejar.

Pocos motivos de júbilo tenían aún los invitados que se afanaron por asistir a la celebración. Aunque tuvo efectos propagandísticos indiscutibles, el combate a las mafias de la delincuencia organizada es tan ineficaz como generador de buena imagen. Las balaceras contra ciudadanos inermes (Alberto Capella en Tijuana, José Antonio Guajardo en Río Bravo) dan cuenta de la imposibilidad de contener la violencia. Y es también pobrísimo el desempeño de la economía (acaso porque los programas sectoriales demoraron un poco en ser organizados). El consumo familiar mantiene los niveles de vida a costa de un endeudamiento creciente, que se paga con intereses usurarios. El fantasma de la insolvencia nos asusta con su sombría presencia.

Kikka Roja

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