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lunes, 23 de febrero de 2009

Irlanda: Agustín Basave

Irlanda
Agustín Basave
23-Feb-2009

Para Orla, que siente a México como yo siento a Irlanda

La semana pasada estuvo en nuestro país el canciller de Irlanda, Michéail Martin. Lo conocí hace siete años, cuando él era ministro de Salud y yo tenía el privilegio de ser embajador de México en esa maravillosa isla extraviada, que según yo debería estar en el Mediterráneo. Su visita pasó casi desapercibida en los medios, a excepción de las imágenes donde aparece junto a la secretaria de Relaciones Exteriores en la nota que dio sobre la violencia. Es una lástima, porque tenemos varias cosas que aprenderle a los irlandeses. Mucho se habla aquí del “Tigre Celta”, por ejemplo, pero muy poco se sabe sobre su concepción, su parto y su crecimiento, que fue el de un milagro económico sustentado primordialmente en la educación. En fin. El hecho es que, a invitación de Dermot Brangan, embajador de Irlanda en nuestro país, asistí a una recepción que me llenó de evocaciones.

Se ha vuelto un lugar común decir que hay una afinidad intuitiva entre irlandeses y mexicanos. Se cita la gesta del Batallón de San Patricio, se hace el recuento de nuestras similitudes históricas, religiosas, culturales. Es cierto. A pesar de que no nos conocemos bien, subyace entre ellos y nosotros una ignota predisposición a la amistad. Llegar a Irlanda procedente de México es, como rezaba la tesis de su exitosa campaña turística, una experiencia emocional. Prácticamente no hay manera en que un mexicano se sienta mal entre esa gente que es tan distinta a su clima, en esa cultura popular para la cual la humildad es cuestión de orgullo y la cortesía una convicción obligada.

México se nos aparece, así, en un lugar inesperado. Porque allá también se burlan de la pomposidad, bailan al son de una algarabía melancólica y embellecen el lenguaje a golpes de florituras elusivas. No en balde se trata de la nación con el PIB literario per cápita más alto del mundo, la que ha hecho que la palabra, en su afán por evitar una colisión con la realidad que pueda lastimar a alguien, deje una inescrutable estela de belleza. Yo, que a pesar de los excesos cometidos en aras de las caracterizaciones nacionales sigo creyendo en ellas, creo distinguir las huellas idiosincráticas del irlandés, que ha tenido que pelear por cada centímetro de su territorio y por cada segundo de su devenir y que por eso tardó muchos siglos en asumir lo que su realidad le negaba: que hay historia más allá de la tragedia.

La irlandesidad es sociabilidad en guardia, inexpresividad cariñosa. Es la manifestación de un matriarcado inmerso en la cultura del esfuerzo que ha gestado una suerte de tiranía de la amabilidad. Su producto es un estoico de sangre liviana, una persona de buenas entrañas que abraza sin dejarse abrazar. Ni siquiera la generación de la opulencia ha podido sacudirse del todo esos rasgos de su personalidad. Y vigilándolo todo está una mente profunda, una psiqué alambicada que sólo emerge de su escondite de la mano de sus genios de la literatura. Así, contra todos los pronósticos, la suma de una emocionalidad reprimida, un estoicismo sonriente y una inteligencia compleja da como resultado un ser que está a gusto en su propia y gruesa piel.

No conozco ensayos sobre sociedades contentas o enojadas. Los testimonios de viajeros ilustrados e ilustradores que he leído suelen quedarse en los estereotipos de gente trabajadora o perezosa, próspera o atrasada, arrogante o sencilla. Rara vez dicen algo sobre su estado de ánimo. Y sin embargo, es evidente que hay países donde en ciertos momentos uno percibe que la mayoría de la gente está de buen o de mal humor. Yo he encontrado muy pocos irlandeses que me hayan dado la impresión de estar enojados con la vida. Y la más obvia explicación es la que he pergeñado antes: casi todos ellos aprenden que las únicas almas atormentadas son aquellas que se toman demasiado en serio.

Dejé Irlanda con sentimientos encontrados, y como lo hago periódicamente, ahora que volví a su Embajada reviví algunos de ellos. Crucé el Atlántico con el fin de estar cerca de mi hijo y me regresé porque padezco una enfermedad incurable llamada patriotismo de campanario, cuyo principal síntoma es la dificultad para vivir mucho tiempo fuera de la Patria. Llevaba ya tres años fuera y me urgía regresar a México. Pero me sentí triste al abandonar esa fascinante república hereditaria formada por aldeas cosmopolitas, esa isla errante que alberga una secular carga de talento y que por razones misteriosas ancló en los mares del norte. En ella dejé grandes amigos y de ella me traje a una mujer excepcional que hoy es mi esposa. Y es que los irlandeses, que no sólo en su diáspora se parecen a los judíos, siempre se las ingenian para estar presentes. Como Israel, Irlanda tiene algo de tierra santa y la religación de sus hijos y de sus adictos les permite vagar por todas partes sin perderse. Y sin decir adiós.

Hasta pronto, José Gutiérrez Vivó. Hablando de adioses imposibles, quiero expresar mi pesar por la salida de Gutiérrez Vivó de la radio y de la prensa en México. Muy por encima de cualquier error que haya cometido es imperativo decir, si hemos de conjurar la mezquindad, que su desventura proviene de una injusticia y que su partida es una lamentabilísima pérdida para nuestro periodismo. Pero yo sé que va a regresar. No sé dónde ni cómo, pero va a regresar y va a triunfar otra vez. Por eso no te digo adiós, Pepe, sino hasta pronto.

abasave@prodigy.net.mx

Dejé Irlanda con sentimientos encontrados, padezco una enfermedad incurable llamada patriotismo de campanario y me urgía regresar a México. Pero me sentí triste al abandonar esa fascinante isla errante que alberga una secular carga de talento y que por razones misteriosas ancló en los mares del norte.

kikka-roja.blogspot.com/

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