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miércoles, 8 de abril de 2009

Echeverría: impunidad pasada y presente: José Antonio Crespo

Horizonte político
José A. Crespo
Echeverría: impunidad pasada y presente

El ex presidente Luis Echeverría hace unos días fue exonerado del cargo de genocidio que se le quiso imputar por la matanza de estudiantes de 1968. Dicha exoneración nos dice que el 2 de octubre “sí se olvida”, al menos judicialmente, aunque no lo haga en la conciencia cívica, que tiene claro que México ha sido, históricamente, y lo sigue siendo tras la alternancia, el país de la impunidad (desigualdad, desorganización, despilfarro corrupción, agandaye, simulación y autoobstrucción, entre muchas otras virtudes cívicas). Pero había pocas bases jurídicas para consignar a Echeverría. Por un lado, los delitos cometidos durante la represión estudiantil de 68 (y de la que Gustavo Díaz Ordaz asumió la responsabilidad histórica) tenían una fecha de prescripción. Recordemos que entre los hechos y el intento de llamar penalmente a cuentas a Echeverría pasaron más de 30 años. Por eso se buscó una figura que no tuviera prescripción, como el genocidio u otros crímenes de lesa humanidad. Pero era más difícil justificar que la masacre pasara como genocidio, lo cual exige sistematicidad y prolongación en el tiempo, para configurarse como tal. Curiosamente, no fue esa la razón para exonerarlo esta vez, pues el Tribunal Colegiado que eso dictaminó sí consideró los hechos del 2 de octubre como un crimen de lesa humanidad. ¿Entonces, por qué la exoneración? Es que Echeverría no tuvo nada que ver con tal suceso, según esos egregios jueces. “En realidad, todo lo manejó el presidente”, dijo Echeverría en reciente entrevista, y asegura haberse limitado “a hacer llamados a la concordia” (Rogelio Cárdenas, Entre lo personal y lo político, 2008). Eso, que se lo crean los jueces, porque la opinión pública difícilmente lo hará. El alegato del V Tribunal Colegiado en materia penal recuerda la opinión de la Suprema Corte acerca de Atenco: hubo abusos, pero no responsables. Y si los hubo, a saber quiénes fueron. Con razón nadie en el resto del mundo (ni aquí, desde luego) confía en la justicia mexicana. Constituye una burla permanente. Hasta Perú resulta ser más democrático (y, si no, que pregunten a Alberto Fujimori).

Vicente Fox ofreció durante su campaña formar una comisión de la verdad que esclareciera ése y otros crímenes cometidos bajo el régimen priista. Fox escribió, ya concluido su mandato: “Influido por la manera en que el gobierno de Nelson Mandela averiguó los abusos cometidos durante el apartheid, mi gobierno abriría los archivos (de 1968)”. Y reconoce, “el vasto encubrimiento de la matanza de 1968 dificultó recabar pruebas, (pero) en México pocos creen hoy que Echeverría sea inocente” (La revolución de la esperanza, 2007). Llegado el momento, no sabía Fox cómo eludir su promesa. Había cambiado la ruta de su gobierno: no haría cambios en el régimen político según había ofrecido, pues eso implicaba confrontarse con el PRI, lo que le obstaculizaría la consolidación y profundización del régimen económico, que constituía su verdadero interés y el de los empresarios que lo apoyaron en su conquista del poder. Con la anuencia de Fox, Adolfo Aguilar Zinser convocó a un grupo de ciudadanos para elaborar y presentar a Fox un proyecto de comisión de la verdad: Sergio Aguayo, Clara Jusidman y yo mismo. Al presentarse ese proyecto a Fox, lo recibió muy bien. La idea esencial, en el caso de los crímenes políticos del pasado, era hacer una reconstrucción histórica, con reparaciones a las víctimas o a sus familiares y, una vez concluida la investigación, hacer un deslinde oficial respecto del pasado, a través de un perdón público del Estado, como ha sucedido en muchas otras democratizaciones.

El proyecto dejaba abierta la posibilidad de que pudieran derivarse responsabilidades jurídicas, pero ese no era el objetivo central, dada la improbabilidad de que llegaran a buen puerto, tanto por el tiempo transcurrido desde que se cometieron los crímenes (la prescripción) como por la enorme corrupción del Poder Judicial. De presentar como la principal meta el llamado penal a cuentas de los responsables, el saldo terminaría siendo negativo (como lo fue) y quedaría la impresión —quizá correcta— de que el objetivo real era montar una simulación. Quien desvirtuó ese proyecto, sustituyéndolo por la fiscalía especial del pasado (con rasgos más jurídicos que históricos), fue Santiago Creel, pues temía el enojo de los priistas que en tal caso no colaborarían en empujar la agenda económica del foxismo. Jorge Castañeda y Rubén Aguilar revelan el dilema sobre la comisión de la verdad: “Varios de sus colaboradores (de Fox) le transmitieron la certidumbre, desde el principio, de que se abrían grandes probabilidades de convencer (a los priistas, de apoyar la reforma fiscal), sobre todo si, como sugirió Beatriz Paredes a Creel… no se desataba una cacería de brujas contra ‘el pasado’; nada de comisiones de la verdad, persecuciones, investigaciones, etcétera” (La diferencia, 2007). A partir de lo cual se decidió mandar la revisión del pasado a un laberinto jurídico, para así neutralizarla. Al final, se terminó fortaleciendo la tradicional impunidad, sin que el PRI diera a Fox nada a cambio.

Muestrario: Josefina Vázquez no pudo con Elba Esther Gordillo y se ha tenido que conformar con una diputación. Sobre las razones de su salida, el lenguaje corporal es más elocuente que la retórica presidencial. La sustituye en el cargo Alonso Lujambio, hombre de linaje blanquiazul, inteligente y políticamente hábil. Deberá enfrentar el mismo reto que no superó Vázquez Mota: la educación pública está sofocada por el caciquismo de la maestra —como el BID lo reconoce—, pero enfrentarla no es nada sencillo en tanto siga siendo una aliada de primer nivel de Calderón. Como sea, Felipe sigue ampliando su baraja sucesoria (pero que por favor no se diga que el IFE es un trampolín político-partidista ni que el IFAI podría ir por ese mismo camino).

Esta exoneración nos dice que el 2 de octubre “sí se olvida”, al menos judicialmente.

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