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martes, 16 de junio de 2009

Entre la peste y el cólera: Marcelino Perelló

Entre la peste y el cólera
Marcelino Perelló
16-Jun-2009
Todo buen chiste habla de la realidad, de la verdad. Meister Freud dice eso precisamente: el chiste hace reír porque habla de la verdad. Sólo que lo hace de manera sintética, condensada, lapidaria.


Los dos compañeros de trabajo, bañaditos y con ojeras, se encuentran en la mañana al llegar a la oficina. Uno de ellos lleva bajo el brazo una gallinácea viva, con las patas amarradas con mecate. “¿A dónde vas con eso?”, pregunta el otro, divertido. “Pos me dijeron que el mitin de hoy era de a pollo”. “Ah chingaos —replica desconcertado el amigo—, yo escuché que era de a huevo”, mientras se saca un blanquillo de la bolsa del saco.

Ríase, ríase, jocoso lector, sin perder de vista que así suceden las cosas en sectores muy amplios de nuestra sociedad. De hecho todo buen chiste habla de la realidad, de la verdad. Meister Freud dice eso precisamente: el chiste hace reír porque habla de la verdad. Sólo que lo hace de manera sintética, condensada, lapidaria. Y porque esa verdad no se expresa con tanta transparencia —o simplemente no se expresa— en otros dominios. El inconsciente, y yo diría la poesía, hacen exactamente lo mismo.

En efecto, muchos de nuestros conciudadanos el próximo 5 de julio acudirán a votar de a pollo y de a huevo. Más les vale. No les conviene hacer olas. Quién quita y cerca de la casilla hay gente del delegado sindical o del cura del pueblo nomás checando quién llega y quién no. Ya dentro de la cabina podrán “en teoría” hacer lo que les venga en gana. A lo mejor su fuero interno se rebela y en un acto heroico no siguen la consigna. Pero, aquí entre nos, “en la práctica” serán muy pocos.

Los fueros internos son cada vez más escuálidos y, por otra parte, los buenos votantes creen que les conviene que gane el gallo del delegado o del cura. “Así tendré una palanca”, se dicen a modo de coartada que les permita no pensar demasiado, en un ejemplo de candidez que mueve a la ternura.

La distancia entre la teoría y la práctica es mucho mayor de lo que podría parecer. A menudo insalvable. Ya lo decía el gran Georg Lukács a propósito del marxismo y del socialismo: En la teoría somos los más fregones, no hay quien nos haga sombra. Es la práctica la que nos mata.

Llega el pequeño Buitráguez con su papá: “Papá, hay una pregunta en la tarea que no entiendo. ¿Cuál es la diferencia entre la teoría y la práctica?” El padre deja el periódico y con aire fastidiado le dice al vástago: “A ver, Buitras, fíjate bien. Vete orita mismo con tu mamá y pregúntale si estaría dispuesta a coger con mi jefe a cambio de un millón de pesos. Ve y me dices qué te dijo”. “¡Ay, papá! —se exclama el niño—, te estoy hablando en serio. Ayúdame con la tarea”. “Pos eso estoy haciendo. Te me vas en este momento con tu mamá y le preguntas lo que te dije”.

El escuincle obediente y rezongando va con su mamá. Al rato regresa y con aire de letanía informa: “Que sí. Que por supuesto. Que cuándo y dónde. Que si viene él aquí o si voy yo a donde me diga”. “Perfecto —responde el progenitor, satisfecho—; ahora vas a ir con tu hermana y le preguntas si quiere coger con su maestro de gimnasia por cien mil pesos”. “¡Ya papá, chole! —se irrita hasta las lágrimas el chiquillo— ¡Tengo que terminar mi tarea! ¿Me vas a ayudar o no?” “¡Haz lo que te digo, sin chistar!”, replica el padre, enérgico.

Al poco rato regresa la criatura, cabizbaja, arrastrando el cuaderno por el suelo. También arrastra las palabras: “Que no sabía que lo conocías. Que por qué no le habías dicho antes. Que no hubiera estado dándolas gratis como hasta ahora. Que le pases el teléfono ahora mismo”.

“De poca m’hijo, de poca. Ahora, atento. Entiéndelo bien. En teoría ya tenemos un millón cien mil pesos en la casa. Pero en la práctica lo único que tenemos es un par de putas”.

Pues sí. Como por ahí van los tiros. Desde hace algunos meses se inicia una campaña inédita en nuestro país, a favor del voto nulo o del no voto, en las próximas elecciones intermedias. Entre los iniciadores de tal iniciativa se encuentra mi entrañable amigo Joel Ortega, que desde su columna en Milenio, fustiga desde mucho antes lo que él llama la “partidocracia”. La campaña, y el neologismo en cuestión, han hecho fortuna, y hoy un número creciente y sorprendente de personajes públicos se han pronunciado a favor.

En la campaña se habla de votos nulos, es decir, en blanco, o que propongan a un candidato independiente o que contengan leyendas o signos no admitidos. Incluso admite la abstención. Es decir, la de aquellos empadronados que no acudan a las urnas. Pero olvida la “no participación”, es decir, la de los ciudadanos que ni siquiera están —estamos— empadronados, y que son, créame, muchísimos. Por una razón u otra.

A pesar de que, de manera tramposa, se está utilizando la credencial para votar a modo de cédula de identidad, no sólo no prevista, sino explícitamente prohibida por nuestra Constitución en su artículo 11. Los añadidos recientes al artículo 36 son, por lo tanto, e indiscutiblemente, inconstitucionales. He ahí una bella paradoja.

Los que no poseemos tal credencial nos las arreglamos como podemos. No sin ciertas dificultades, admito. Pero qué quiere que le diga, desde buen tiempo atrás, mal que bien, la libramos. Nada del otro mundo.

Sean linces enanos o gatos gigantes, el asunto es que el debate está planteado. Y los reflectores están sobre él. Lo más curioso, sin embargo, es que el tal debate no es tanto sobre si hay que votar o no, sino sobre la mejor manera de no votar. Hasta aquí hemos llegado. Hay quienes afirman, por ejemplo, como el mismísimo director editorial de nuestro periódico, Pascal Beltrán del Río, que la abstención tiene el problema de que el gesto político y meditado de los que no asistirán al llamado de las urnas se disolverá en medio de los millones y millones de los que no irán por simple desidia. Es verdad, Pascal, pero no mencionas que los votos conscientes por tal o cual opción también se disolverán en la masa corrosiva de los que votan por desidia, inercia o acarreo.

Es cierto que, ya de por sí, las elecciones legislativas convocan a muchos menos participantes que las de gobernador o Presidente. Así ha sido siempre. Nadie sabe —empezando por mí— quiénes son los candidatos. Conozco (es un decir) a una docena de ellos. Y para esa docena sería mejor que no los conociera. Se nos pide que elijamos entre colores. Entre camisetas anónimas.

Y ese es el problema central. La multicitada Constitución estipula en su artículo 35, textual: “Son prerrogativas del ciudadano: (...) II. Poder ser votado para todos los cargos de elección popular (...)”. Sin ningún matiz ni restricción. Pero el Cofipe anula la disposición constitucional al establecer que sólo serán considerados los votos de los candidatos de los partidos registrados. Es una enormidad. Que sería intolerable si no fuera porque la toleramos. Es lo que Joel Ortega llama la partidocracia. Vergonzosa. Aberrante.

Yo no sé para qué existe en las boletas un recuadro para “candidatos independientes” si sus votos no van a ser contabilizados. Es decir, no son votos. Ridículo. No se puede pedir a la ciudadanía que participe en una payasada, de a pollo y de a huevo. Y en la que, en la práctica, lo único que tenemos es un buen de putas en la casa. No se puede exigir a nadie que escoja entre la peste y el cólera.

bruixa@prodigy.net.mx
kikka-roja.blogspot.com/

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