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viernes, 18 de diciembre de 2009

Los saldos de Calderón: Epigmenio Carlos Ibarra

Los saldos de Calderón
Epigmenio Carlos Ibarra

2009-12-18•Acentos

Conveniente y apenas oportuna resultó para Felipe Calderón la caída de Arturo Beltrán Leyva en un enfrentamiento en la ciudad de Cuernavaca. Con la cabeza del Jefe de jefes en la mano, Calderón se pasea con la frente en alto en Copenhague, donde, aprovechando los reflectores, apenas unas horas antes había puesto sobre el tapete, con la iniciativa de reforma política, su última y más radical apuesta antes de que, tras “tres largos años”, termine su mandato.

Aunque no se puede desestimar la importancia del golpe que la Armada de México dio al narcotráfico, lo cierto es que en las filas del crimen organizado, no bien ha muerto el capo mayor, se lanzan ya vivas a su sucesor. Y es que los liderazgos, en ese mundo, duran poco y se renuevan de inmediato.

A sangre y fuego se ganan, de igual manera se pierden: a veces debido a la acción de los cuerpos de seguridad, otras a manos de narcotraficantes rivales que o ejecutan ellos mismos las operaciones o bien filtran información al Estado, que resulta, paradójicamente, defensor de sus intereses criminales.

El hecho de que El Chapo Guzmán, enemigo declarado de los Beltrán, quien se fugara en el sexenio de Fox del penal de alta seguridad de Puente Grande, se mantenga libre e impune y se vea beneficiado directamente por la desaparición de su rival, siembra para muchos la sombra de la sospecha sobre el éxito más grande obtenido en tres años de guerra.

¿Habremos vuelto a los tiempos en que el gobierno se aliaba con un cártel para perseguir a otros? ¿Habrá sido El Chapo quien entregó a Beltrán Leyva? Éstas son las preguntas que muchos mexicanos —y no sin razón—comienzan a hacerse.

Mientras las críticas a la guerra declarada por Calderón arrecian y desde distintos flancos se exige revisar la estrategia o, incluso, ante lo que se considera su fracaso rotundo, de modificarla sustancialmente, la caída de uno de los capos más sanguinarios, la irrupción exitosa de la Marina como nuevo protagonista estelar, parece dar un respiro a un hombre urgido por conseguir una legitimidad que, de origen, no tiene y sobre la cual tendría que construir su legado.

Un hombre que se precipita a la segunda mitad de su sexenio con las manos vacías y que, de no producirse un milagro, habrá de ser de alguna manera el artífice de la restauración del antiguo régimen.

Con un saldo negativo de reformas frustradas, desempleo creciente, victorias parciales en su guerra contra el narco y la nación sumida en una crisis económica estructural y profunda que no puede ya atribuirse a causas externas, Calderón y su gobierno están destinados a dar por concluido el breve, frustrante y desangelado paso del PAN por la Presidencia de la República.

No podía Felipe Calderón, so pena de entregar el país al crimen organizado, como lo hizo en un acto de flagrante traición a la patria Vicente Fox, menos que dar la batalla frontal contra los capos.

En las actuales circunstancias, y frente a la tolerancia de Estados Unidos ante el consumo creciente de drogas en su territorio y su criminal ineficiencia en el combate a sus cárteles locales, es ésta una lucha por la sobrevivencia del Estado. O se libra sin cuartel o lo perdemos todo.

El problema es, sin embargo, el cariz político y propagandístico, que como a todos sus actos, imprime Calderón a esta lucha y cómo, además, debido a su cada vez más evidente perfil autoritario, la ha convertido en una guerra parcial que se libra sólo a balazos y cuyas victorias, por tanto, están condenadas a ser de muy poco calado.

Una guerra así, en la que se atacan sólo los efectos y no las causas, está destinada a perpetuarse, a volverse una forma de vida.

Olvidándose de combatir las razones que hacen que miles de jóvenes se sumen al narco, sin una política de salud pública coherente e integral que atienda el creciente consumo local, sin instrumentos eficientes para desmontar el poder económico y financiero de los capos, Calderón ha terminado por hacer de la exhibición de la fuerza pública en las calles el instrumento fundamental de su estrategia de legitimación.

La guerra para Felipe Calderón y los suyos, parafraseando a Claussewitz, es la lucha político-electoral por otros medios.

Porque aun en este quehacer sustantivo, en el que está en juego la viabilidad de la nación, cargan los dados. El combate al narco es utilizado como arma con la que se beneficia, por omisión incluso, como en el caso del gobernador panista de Morelos, a los aliados y se perjudica a los adversarios políticos.

Además, claro, de la utilización del miedo, el factor de la inseguridad y la mano dura del gobernante, a la usanza de los regímenes fascistas, como herramienta propagandística primordial; la reedición pues, en verde olivo, del “peligro para México” que es preciso conjurar.

Así enfrentó Felipe Calderón en 2006 a López Obrador. Así, al parecer, se prepara para enfrentar en 2012 al hombre, que con la bendición papal, intentará ganar las elecciones y llevarnos de nuevo al pasado.

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