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viernes, 26 de febrero de 2010

Perdidos: Juan Villoro

Perdidos
Juan Villoro
26 Feb. 10

Hay países en los que se necesita ir lejos para perderse. México es una potencia de la desorientación donde el extravío no depende del desplazamiento. El mexicano se pierde donde ya está.

Resulta extraño que alguien domine las calles del barrio donde vive o trabaja. Somos refractarios a la toponimia, como si conocerla nos responsabilizara de algo atroz. En México las direcciones no se dan: se confiesan. Custodiamos con celo ese secreto, valiéndonos del mejor método posible: la ignorancia.

Los mexicanos somos desinformados pero amables. Para salir del paso, perfeccio- namos un ademán de inspiración náutica. Si alguien nos pregunta por Municipio Libre, movemos la mano hacia un rumbo que en la rosa de los vientos califica como "nor-noroeste".

La verdad sea dicha, sólo deberían preguntarnos por la Calzada de los Misterios, única a la altura de nuestro desconcierto.

Los taxistas del DF desconocen el nombre de las calles y se niegan a usar la Guía Roji. Esperan que el pasajero encuentre la salida del laberinto donde están perdidos.

He visto a personas que alzan las manos cuando les preguntan una dirección. "A mí que me esculquen", parecen decir, para no ser culpables de conocer un sitio (o de ocultarlo en un pliegue de la ropa).

En una ocasión escuché este comentario en la barra de una cantina: "Es un tipo de cuidado: ¡se sabe los nombres de las calles!" Hablaban de un maniático sospechoso, un devorador serial de nomenclaturas. Para protegernos de ese defecto de carácter silbamos en Isabel la Católica sin saber que estamos ahí.

Hace un par de años participé en un congreso al que asistió un antipático geógrafo francés. Nos reunimos para hablar de la ciudad y le molestó que los mexicanos usáramos la palabra "caos". "Ningún ecosistema es caótico", dijo con suficiencia: "La realidad no debe ser calificada; los científicos la aceptamos como es". En su ponencia comparó los carteles de propaganda de la Ciudad de México con las camisetas que se venden como souvenirs de Los Ángeles. Mientras que aquí la publicidad se refiere a las principales avenidas (Paseo de la Reforma, Insurgentes, etcétera), en las camisetas de Los Ángeles aparecen calles desconocidas. Le preguntamos por qué pasaba eso y contestó que la realidad simplemente es. Durante la comida, se ufanó de no haberse perdido nunca en el DF. Esto acabó por desacreditarlo. El geógrafo francés entendió las calles pero no a la gente. No nos quejábamos del caos; describíamos un hobby: nos perdemos porque nos da la gana.

El verdadero desafío intelectual consiste en averiguar por qué nos fascina el extravío. Conozco a mexicanos que dominan ciudades extranjeras pero no saben que viven a tres cuadras del Callejón del Aguacate. Nuestro sentido de pertenencia depende del secreto. Esto nos vuelve poco eficaces, pero nos hace sentirnos misteriosos.

El GPS ya llegó al país. ¿Servirá de algo este sistema de navegación? Por supuesto que no. Para comprar un GPS hay que superar nuestra natural molestia a estar orientados. Además, una vez en servicio, el sistema se encuentra con que no hay rutas estables. De nada sirve saber que debes tomar Eje Central porque ahí se celebra una carrera ciclista. Cuando el copiloto electrónico indica que vayas por Ángel Urraza, descubres que a esa hora cambian el sentido de la calle.

Para ajustarse a la realidad, es decir, al caos, el GPS debería saber en qué momento se celebran la Feria del Tamal, el Festival del Juguete, las fiestas de la Virgen del Carmen, la manifestación del SME, la procesión de coheteros a la Basílica de Guadalupe, el desfile del Santo Niño de Xochimilco o el operativo para que pase el Presidente.

La serie Lost llega a su última temporada. Los mexicanos la hemos visto con la empatía de quienes están tan perdidos como ellos y la superioridad de quienes no llegaremos a un fin de temporada.

Un título del poeta Antonio Deltoro resume las perplejidades de nuestro espíritu: ¿Hacia dónde es aquí? Los expedicionarios, los grandes gurús y los exploradores de la conciencia han buscado la otredad que sólo concede el extravío. Maestros del vértigo inmóvil, nosotros nos norteamos sin movernos. Una sección de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, lleva este título naturalista: "Mexicanos perdidos en México".

Quizá lo que apreciamos como una virtud, o al menos como una costumbre, sea un defecto horrible. Por ahora, preferimos ignorarlo. En la iglesia de la Virgen del Tránsito encontré este ex voto: "Gracias, Virgencita, por permitirme vivir desorientado".

Dicho esto, surge una pregunta: ¿cómo llegamos a los lugares? Por medio de la fe. Si conociéramos el territorio no apreciaríamos su condición de enigma inagotable. Muchas veces nos retrasamos, pero no por impuntuales, sino porque estamos esperando que nuestras creencias coincidan con el siguiente microbús.

Lo decisivo es que, una vez en la meta, alguien nos pregunta dónde queda Tláhuac y descubrimos con satisfacción que no sabemos. Hemos llegado ahí como los dioses, sin pasar por la geografía.

kikka-roja.blogspot.com/

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