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sábado, 25 de febrero de 2012

José Emilio Pacheco: Charles Dickens en el invierno de nuestro descontento

Dickens en el invierno de nuestro descontento
Proceso  José Emilio Pacheco
Con absoluta y total solidaridad para el juez Baltasar Garzón

Dickens o el Narrador


El vapor de Inglaterra se acerca a tierra norteamericana. La isla de Manhattan aparece entre los dos ríos. Una multitud se ha congregado en el muelle. Mientras el barco atraca hay gritos de ansiedad: “¿Va a morir Provis? ¿Pip se casará con Estella?” Aun antes de llegar a los puntos de venta en todo el país, el fascículo final de Grandes esperanzas se vende al pie de la nave como si fuera pescado. Muchos lo compran, cientos de miles lo conocerán gracias a la lectura en voz alta. Dickens es el Narrador, el hombre que cumple la función ancestral e inmortal de contar el cuento de la tribu. Además tiene la virtud de relatarlo como si lo hiciera al oído de cada persona. Por eso la gente lo sigue como si el novelista fuera parte íntima de su existencia y le contara historias más reales que la realidad.

2012, melodrama y tragedia

Ningún escritor pasado o presente ha recibido un homenaje semejante al que acaba de celebrar a Dickens (1812-1870) al cumplirse dos siglos de su nacimiento. Los medios cambian día con día, la fascinación por la narrativa no muere porque la llevamos inscrita en nuestros genes. Para fortuna suya y desgracia nuestra, Dickens es actualísimo. La vida se ha vuelto el melodrama de los melodramas pero, a diferencia de ellos, en este mundo los malos llevan todas las de ganar. En la misma semana pasada de su bicentenario el Coneval señala que hay en México 52 millones de pobres. El porcentaje aumentó a 46.2% del total del país. En la nación más rica del mundo la brecha entre los más ricos y los más pobres se ahondó y entre ambos extremos hay una diferencia de casi 300%. En Europa el estado de bienestar dejó su sitio a la catástrofe de un malestar que se extiende por todas partes. Los jóvenes no pueden conseguir trabajo y sus padres lo pierden para siempre. En la edad más productiva y cuando más compromisos económicos tienen, de pronto se ven arrojados a la angustia sin paliativos por obra de los ajustes y los recortes que son los eufemismos para el brutal despido. El desastre de Grecia es el resumen del nuevo mundo creado por la globalización y el capitalismo salvaje. Todo lo que hace más cómoda la vida de quienes nos beneficiamos con esta nueva realidad se sustenta en el horror: matanzas en África por obra del coltrán, gulags en que niños esclavos montan los aparatos electrónicos, neoplantaciones en que los nuevos sometidos hacen en condiciones predickensianas las prendas de vestir que llevarán las marcas de prestigio, niñas víctimas del pavoroso tráfico de mujeres que entre nosotros ha combatido con admirable valor Lydia Cacho. Ni el más demagogo y melodramático de los autores decimonónicos o vigesímicos hubiera imaginado, para tener el aplauso de la galería, la escena que hoy se repite por todas partes: el director de una gran empresa, en aras del ahorro que dará aun más beneficios a sus accionistas, liquida de un plumazo a 3,000 empleados. A partir de hoy no hallarán otro empleo formal. El futuro que se abre ante sus hijos se llama narcotráfico y ante sus hijas se despliega el infierno de la prostitución. Una vez consumada su hazaña, el villano de esta novela populista se aumenta su salario anual de 300 a 600 millones de dólares. Gracias a personas como él Dickens está más vivo que nunca.

Las dos naciones

Entre los comienzos célebres de una novela, el principio de Historia de dos ciudades compite por los primeros puestos: “Fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos, fue la edad de la sabiduría, fue la edad de la locura, fue la época de las creencias, fue la época de la incredulidad, fue la era de la Luz, fue la estación de las Tinieblas, fue la primavera de la esperanza, fue el invierno de la desesperación, teníamos todo ante nosotros, teníamos nada ante nosotros, íbamos directamente hacia el cielo, íbamos directamente por el camino opuesto –en suma aquel periodo fue muy parecido al periodo presente…” Londres se constituyó en la primera gran ciudad en el sentido moderno. En ella se dio lo que Walter Benjamin ha llamado el “shock de la multitud”. Ríos de gente inundaron las calles. La respuesta de Dickens al verse rodeado por la muchedumbre fue escribir sobre ella y para ella. Con la reina Victoria en el trono y sucesivos primeros ministros en el poder, el Reino Unido, que se había anexado a la siempre heroica Irlanda, alcanzó su mayor prestigio y prosperidad. La base de su riqueza era la esclavitud de los negros, productores del algodón sin el cual no existiría la gran industria textil. La bonanza estaba alimentada por las cíclicas depresiones, los grandes depósitos de hulla (el carbón mineral que fue lo que después sería el petróleo), pero sobre todo por su inventiva, su disciplina, su industriosidad.

El adjetivo victoriano por excelencia fue el intraducible earnest –“formal, respetable, serio, eficaz, sincero, virtuoso, enérgico, diligente, de buena fe”: todo a la vez. Oscar Wilde se burla de él en la mejor comedia de la lengua inglesa: The Importance of being Earnest. Esta cualidad y la riqueza engendrada por sus colonias y sus fábricas hicieron de Inglaterra, “taller del mundo”, la superpotencia que con la fuerza de su armada dominó imperialmente mares y tierras y dividió el mercado mundial entre países industriales y tierras proveedoras de materias primas, lugares que a la vez consumían los productos europeos y alojaban a la población excedente de Europa para mantener a raya toda amenaza revolucionaria. Es una exageración juzgar la era victoriana, y el siglo XIX en general, como un tiempo sólo dominado por el optimismo y la fe en el progreso. Muy pronto algunos escritores expresaron sus dudas sobre el sentido y el precio humano de un desarrollo a toda costa que acumulaba inmensos capitales a cambio de engendrar miserias y sufrimientos nunca vistos. Quince años antes de que Darwin estremeciera todas las creencias con El origen de las especies, el joven Engels describió en 1844 La situación de la clase obrera en Inglaterra. Las ciudades industriales –Manchester, Birmigham, Leeds y en primer término la propia Londres, “the queen city of the world”– presenciaban el triunfo del más fuerte (el reducido grupo de capitalistas) sobre los débiles (la inmensa mayoría), la guerra de todos contra todos librada a la intemperie y dondequiera. El futuro primer ministro Benjamin Disraeli habló en su novela Sybil de las dos naciones: la Inglaterra de la abundancia y la Inglaterra de la miseria.

La épica de los desposeídos 
y la república del amor

Los esclavos del algodón forjaron la riqueza de Engels. Empleó una pequeña parte de su fortuna para que Marx escribiera El Capital en la biblioteca del Museo Británico. Mientras tanto la novela, el libro de los pobres y la crónica de la actualidad, se erigió en la épica de los desposeídos, intentó defenderlos, darles modelos de conducta, transmitirles conocimientos y divertirlos en un tiempo sin radio, cine, televisión ni internet. Ningún libro representa mejor estos propósitos que Hard Times (1854). Por medio de la imaginación novelística Dickens denuncia el dolor y la miseria plurales en que descansa la prosperidad de unos cuantos. Dickens se identifica con los oprimidos y ellos le corresponden venerándolo. Marx y Engels que despreciaron Los misterios de París y los folletines de Eugenio Sue, admiraron a Dickens pero, a diferencia de ellos el gran novelista creyó en lo que hoy llamamos “la república del amor.” No propuso como solución la violencia revolucionaria sino la bondad y la caridad cristianas. En Coketown, la ciudad de la hulla, el infierno de gas, amoniaco y alquitrán que aparece en esta novela, combaten “las dos naciones”: los malos –empresarios sin límite en su codicia, políticos y líderes corruptos– y los buenos: una muchacha, Louise, y un obrero, Blackpul.”

La miseria tiene remedio

No hay en Dickens gradaciones entre el bien y el mal porque tampoco existían entre su público y ningún novelista había estado ni ha vuelto a estar tan cerca de él. Sus novelas se publicaron por entregas, cuadernos o fascículos individuales –no como el folletín, parte desprendible de un periódico– que abarcaban cuatro capítulos mensuales y se vendían por un chelín durante un año y medio. Este procedimiento amplió hasta cifras nunca vistas el número de lectores e hizo considerable y paradójicamente rico a Dickens, tan hábil que fue a la vez autor, editor, empresario y publicista con sus prodigiosas lecturas en teatros. Dickens logró con sus libros reformas efectivas –sobre la mejoría de las cárceles y de las indescriptibles condiciones de trabajo que destrozaban a mujeres y niños– y pintó magistralmente la pobreza como producto no de la voluntad de Dios sino de la organización social y el implacable afán de lucro. Demostró que si la miseria tiene causa debe tener también remedio.
Sus argumentos son melodramáticos porque, en términos de procedimientos literarios, nuestra existencia es inescapablemente un melodrama. En ella alternan escenas trágicas y cómicas, si bien aquí todo termina siempre mal, a diferencia de lo que ocurre en los melodramas.

La hoja de parra

Pocos han transformado como él la vida en palabras. Durante un cuarto de siglo, entre 1836 y 1870, y mediante el humor, el suspenso, el sentimentalismo Dickens mantuvo creciente el interés de quienes, en todo el mundo (Dostoiewski y Galdós figuran entre sus traductores) consumían primero sus entregas y enseguida sus libros. Fue por excelencia el novelista familiar leído en la sala de la casa y se ajustó al dogma del siglo XIX: “No entra en este hogar ninguna novela que escandalice a nuestra hija de l4 años”. Por tanto, sus personajes no tienen sexo como los santos de las iglesias y sus genitales están cubiertos por una hoja de parra como los genitales de las estatuas. Nadie encarna como Dickens la versión moderna del primitivo cuentero oral. La oralidad es fundamental en él. En su obra están todos los acentos ingleses y él mismo fue un extraordinario lector que fundó la costumbre, casi siempre decepcionante, de escuchar a los autores. Tan íntima e interactiva era la unión entre el narrador, sus lectoras y sus lectores, que muchas veces se vio obligado a cambiar la trama en proceso para que el público no sufriera con el destino de sus protagonistas.

Como “guardianes del buen gusto” los críticos reaccionaron contra Dickens. Dijeron que un autor tan popular no podía ser serio. Durante mucho tiempo fue visto nada más como un inmenso entertainer, no un gran artista sino un hábil proveedor de diversión. Su contemporáneo y competidor Anthony Trollope dio en el blanco al decir: “Es inútil condenar a Dickens como deficiente en arte si ha poseído el arte de cautivar a todos los hombres.” Al cumplirse su bicentenario en 2012 Dickens está plenamente establecido como un clásico universal y el más grande novelista inglés de todos los tiempos.

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