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jueves, 19 de octubre de 2006

Lorenzo Meyer

La última gran crisis de México
Una historia de espías

Lorenzo Meyer
Incidente. Por salud mental, conviene de tarde en tarde alejarse del presente y analizar momentos significativos y positivos del pasado. El Fideicomiso Archivos Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca (FAPECFT) acaba de cumplir 20 años y está catalogando los documentos —varios cientos— que en 1927 agentes secretos mexicanos sacaron de la oficina del Agregado Militar de la embajada norteamericana en México por órdenes del secretario de Industria, Comercio y Trabajo, Luis Napoleón Morones. El objetivo era que tales escritos sirvieran al presidente Calles como un elemento más para negociar una salida pacífica a la que sería, hasta ahora, la última gran crisis entre México y su vecino del norte.
Los documentos. Los papeles en cuestión son básicamente copias de informes que la agregaduría militar norteamericana elaboró sobre la situación política y militar de México entre el final de su guerra revolucionaria y de los gobiernos de la “dinastía sonorense” —Adolfo de la Huerta, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles—. También están órdenes recibidas por el agregado de sus superiores, memoranda intercambiada entre los embajadores norteamericanos y el Departamento de Estado, informes sobre la situación de la industria petrolera y otras cosas relacionadas. La Secretaría de Guerra norteamericana tenía entonces —como los tuvo antes y supongo los tiene hasta ahora— planes de contingencia por si era necesario intervenir en México. Al final, la mayoría de esos planes resultan un ejercicio puramente teórico, pero es un hecho que en vísperas de que los espías mexicanos sustrajeran los documentos de la embajada norteamericana, la posibilidad de un choque armado entre México y Estados Unidos era alta, muy alta. La idea del uso de la fuerza la apoyaban el embajador norteamericano, James Rockwell Sheffield —antiguo abogado de empresas como General Electric—, y las compañías petroleras con intereses en México que consideraban que el nacionalismo revolucionario mexicano era una amenaza a sus inversiones dentro del país pero, sobre todo, fuera, pues el ejemplo podía cundir en otros lugares de Latinoamérica y fuera del continente.
La litis. Desde que la Constitución de 1917 decretó en su artículo 27 párrafo IV que todo el combustible en el subsuelo era propiedad de la nación, las empresas extranjeras —básicamente norteamericanas y británicas— señalaron que la medida valía para el futuro pero no para quienes habían adquirido sus derechos bajo el antiguo régimen que explícitamente daba la propiedad de los hidrocarburos en el subsuelo al superficiario. Negarles esa propiedad era un acto retroactivo, contrario a lo expresado por el artículo 14 de la propia Constitución y a la práctica internacional. Recién llegados al poder, el presidente Calles y Morones —a la vez miembro del gabinete y el líder sindical más importante— impulsaron una ley orgánica del petróleo que un congreso obediente aprobó en diciembre de 1925. Esa ley señalaba que sólo se reconocerían los derechos adquiridos antes de 1917, y nada más por cincuenta años, en los casos donde las empresas pudieran demostrar que habían realmente ejercido ese derecho mediante un “acto positivo” —es decir, que habían perforado y extraído petróleo—, pero no en terrenos mantenidos como reserva donde la propiedad del combustible no extraído retornaría a la nación. Finalmente, en todos los casos las empresas deberían de cambiar sus títulos originales por “confirmatorios”. En 1926 el petróleo mexicano ya no era tan importante para el mercado mundial, pues en cinco años la producción había caído más del 50%. De todas formas, dejar a México salirse con la suya sentaría un precedente internacional muy negativo. Por ello, concluido el plazo de un año dado por la ley, las empresas, apoyadas por sus gobiernos y sesenta amparos, no acataron lo dispuesto por el gobierno mexicano. En abril de 1927 y por la fuerza, las autoridades mexicanas detuvieron trabajos de exploración de ciertas empresas, aunque no se atrevieron a suspender la producción misma. Los que apoyaban una reacción dura contra la impertinencia nacionalista mexicana consideraron llegado el momento de responder con la fuerza.
El entorno. Tras los cambios producidos por la I Guerra, Estados Unidos era la única gran potencia con capacidad y voluntad para intervenir en América Latina. En los 1920, el presidente Calvin Coolidge y el Partido Republicano se habían manifestado dispuestos a intervenir “en cualquier parte del globo en donde el desorden y la violencia amenacen los pacíficos derechos de nuestro pueblo”. El ambiente dominante en Washington era francamente conservador, intervencionista y contrarrevolucionario. Estos dos últimos puntos eran importantes porque justo entonces el Departamento de Estado publicó un “Libro Blanco” titulado “Los objetivos y las políticas bolcheviques en México y América Latina” y dos mil marines apoyaban a los conservadores en Nicaragua. México parecía ser el siguiente destino de las tropas norteamericanas para asegurar el imperio de la ley y el orden, aunque había un problema: la fuerza invasora tendría que ser 50 ó 100 veces superior a la enviada a Nicaragua. Desde el 12 de junio de 1925, Washington había advertido que dejaría de apoyar al gobierno de México si éste no protegía la vida e intereses de los norteamericanos en su territorio. En noviembre de ese año, el embajador Sheffield, en carta personal al rector de la Universidad de Columbia, le confió que, en su opinión, “al final de cuentas (los mexicanos) no reconocen más argumentos que la fuerza”. A nadie extraña que el 31 de marzo de 1927, el embajador advirtiera a sus superiores que Calles sólo detendría su política “radical” cuando Estados Unidos le pusiera un alto, y que la interferencia en los pozos de exploración marcaba la coyuntura apropiada para ponérselo.
La invasión que no se dio. En 1927 México vivía la guerra cristera y el liderazgo revolucionario estaba dividido, pues los generales Arnulfo R. Gómez y Francisco Serrano se preparaban para actuar contra el dueto sonorense de Obregón y Calles. Si en condiciones normales el gobierno mexicano no podía resistir un ataque norteamericano, en las de 1927 menos. Sin embargo, para los “halcones” como Sheffield la situación tampoco era fácil. Una nueva “expedición punitiva” contra México requeriría muchos recursos y enfrentar la posibilidad de una guerra de guerrillas prolongada. En el congreso de Estados Unidos, los demócratas declararon que no estaban dispuestos a apoyar otra aventura militar más en América Latina. En esta coyuntura, Calles propuso someter la controversia petrolera a un arbitraje internacional. Pero también advirtió que tenía en su poder esos documentos que hoy están en el FAPECFT, y que si los norteamericanos desembarcaban en México, las tropas mexicanas incendiarían los pozos petroleros antes de retirarse y los documentos se harían públicos en el exterior para que el mundo se diera cuenta de que esa invasión se había planeado de tiempo atrás y con propósitos claramente imperialistas: para apoyar a empresas abusivas y contra los justos reclamos mexicanos. Las documentaciones extraídas de la embajada norteamericana por el “agente 10-B”, y que hoy se pueden consultar lo mismo en el FAPECFT que en los Archivos Nacionales de Washington, son comunicaciones internas del gobierno norteamericano que revelan claramente dureza y prepotencia, en particular del embajador Sheffield. Por sí mismos, no explican el cambio tan grande que entonces tuvo lugar en la política de Washington hacia México, pero sí arrojan luz sobre este cambio si se les mezcla con la falta de apoyo de los demócratas y el costo de la invasión. En el momento crítico, Coolidge cambió a su embajador por otro que dio un giro político de 180 grados. En efecto, Dwight Morrow, un banquero más interesado en que México pagara su deuda y menos en defender el petróleo, decidió que el mejor camino a seguir era cooptar a la Revolución Mexicana, ceder algo para conservar mucho. Así, aceptó que las empresas petroleras tuvieran que cambiar sus títulos originales por confirmatorios a cambio de que fueran a perpetuidad y se definiera de manera más ligera lo de “acto positivo”. Morrow se ganó la voluntad de Calles, al punto que la propia embajada redactó el proyecto de una nueva ley petrolera, misma que el obediente congreso mexicano pasó cuando Calles lo ordenó.

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