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jueves, 15 de marzo de 2007

Lorenzo Meyer

Grandes encuentros que nunca fueron

Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA

“Ante lo anodino de la realidad de los encuentros presidenciales México-Estados Unidos, resulta atractivo imaginar los que no se dieron”

La Historia Contractual. De entrada hay que admitirlo: La lógica no admite afirmar que las entrevistas más interesantes entre los presidentes de los dos países que comparten al río Bravo por frontera serían justamente aquellas que nunca tuvieron lugar. Sin embargo, ante la poca sustancia de la mayoría de las entrevistas entre los presidentes de México y Estados Unidos, incluida la que acaban de tener Felipe Calderón y George W. Bush, nada se pierde con dejar correr la imaginación y suponer la agenda y las posibles consecuencias de reuniones que jamás se materializaron. Al final, la comparación entre lo que ha sido y lo que pudo haber sido arroja cierta luz sobre la naturaleza de las cumbres presidenciales.

Lo que Efectivamente Ocurrió. Puede decirse que las entrevistas entre los mandatarios de las dos países que empezaron a compartir la parte norte de América a inicios del siglo XIX, se iniciaron con el pie equivocado (¿sería aquel que poco después perdería Antonio López de Santa Anna?), pues la primera fue resultado de la violencia generada por una mala vecindad. En efecto, una vez capturado por los texanos en San Jacinto, Santa Anna -que para entonces ya había completado su cuarto paso por la presidencia mexicana- fue llevado a Estados Unidos donde no tuvo más remedio que entrevistarse en enero de 1837 con el presidente de esa nación, Andrew Jackson, él sí, un general y político realmente exitoso. Fue necesario que transcurrieran 72 años para que tuviera lugar la segunda entrevista entre los líderes políticos de México y Estados Unidos. En esa ocasión -octubre de 1909- las circunstancias personales para el mexicano -Porfirio Díaz- no fueron humillantes pero sí la asimetría de poder entre los dos estados que para entonces ya era la marca principal de su relación bilateral. Plutarco Elías Calles, en su calidad de presidente electo se entrevistó con Calvin Coolidge en 1924 pero sólo hasta abril de 1943 -cuando México y Estados Unidos eran aliados en la guerra contra el Eje-, se volvieron a encontrar dos presidentes en funciones de México y Estados Unidos. A partir de ahí lo que había sido excepción se transformó en rutina. Desde entonces, este tipo de encuentros, sean bilaterales o en foros multilaterales, ya suman 67, a los que hay que añadir el puñado de visitas donde la parte mexicana se ha trasladado a Estados Unidos en calidad de presidente electo. Lo contrario nunca ha ocurrido, lo que es un indicador más de la falta de balance en la relación. La mayoría de las reuniones entre los mandatarios de México y Estados Unidos no han pasado a la historia. En el grueso de las entrevistas lo importante ha sido el encuentro mismo. Es verdad que los acuerdos firmados en esas circunstancias han servido de marco a las burocracias de ambas naciones para afianzar y regular las relaciones rutinarias. Sin embargo, los comunicados finales sólo han despertado el interés de quienes están obligados a mostrarlo y poco o nada sustantivo le han dicho a los ciudadanos comunes y corrientes, que apenas si han reparado en ellos.

Encuentros que, de Haber Tenido Lugar, Hubieran Resultado Realmente Interesantes. Ante la falta de miga de las últimas reuniones entre los jefes del Poder Ejecutivo de México y Estados Unidos, se antoja especular sobre lo que hubieran podido ser encuentros de ese tipo pero en otras épocas y con otras personalidades. Para empezar, está aquella que se hubiera podido concertar entre Abraham Lincoln y Benito Juárez al término de las guerras civiles de sus respectivas países. Sin embargo, para cuando en 1867 Juárez restauró en México la República, Lincoln ya había sido asesinado. De todas maneras, de haberse encontrado los dos personajes de carácter y convicciones fuertes, absolutamente probados por las crisis políticas de sus respectivas guerras civiles -en el caso mexicano, mezclada con una internacional- quizá hubieran llegado a acuerdos de fondo sobre lo que entonces preocupaba: la creación del Estado y de la nación mexicanos -Lincoln no había simpatizado con la declaración de guerra a México en 1846-, la naturaleza de la Doctrina Monroe -Lincoln había presionado para que la expedición francesa abandonara México-, la cooperación en situaciones límite -como cuando Juárez autorizó el paso de tropas de la Unión en su guerra contra las de la Confederación- y la seguridad de la frontera. Posiblemente esa reunión que nunca se dio hubiera evitado o disminuido las tensiones que en los años siguientes llevaron al Departamento de Guerra norteamericano a considerar la ocupación de los estados mexicanos fronterizos como la única manera de poner orden en la zona.

Desde luego que otra reunión interesante hubiera sido la del presidente Madero con el presidente Woodrow Wilson. Sin embargo, cuando en 1913 llegó a la presidencia norteamericana el antiguo profesor de la Universidad de Princeton -muy interesado en la implantación de la democracia política en naciones periféricas como México o China- hacía poco que Madero había sido asesinado. Pese a todo, y tomando como punto de partida las ideas políticas del ejecutivo norteamericano -para entonces bien desarrolladas-, es posible que si Wilson y Madero se hubieran encontrado en 1913 o 1914 aquél hubiera respaldado al autor del Plan de San Luis y hubiera visto en el empeño del líder mexicano -el audaz intento de dar vida a la democracia política en un Estado sin tradición en ese tipo- lo que finalmente sostuvo cuando debió justificar su oposición a la dictadura militar de Victoriano Huerta: que la única manera de lograr la estabilidad mexicana de largo plazo -lo que realmente servía al interés norteamericano- no era mediante la “mano militar” sino a través de la institucionalización de la democracia. Un Madero con la simpatía de un Wilson reformista -no hay que olvidar que la propuesta de Wilson para Estados Unidos era “la nueva libertad”, que ponía el interés del “hombre común” por encima del de los grandes negocios- hubiera tenido que tratar con un embajador norteamericano que no hubiera sido su enemigo como lo fue Henry Lane Wilson y hubiera podido tener mayores posibilidades frente a los porfiristas y militares resentidos, que la hubieran pensado dos veces antes de actuar contra el símbolo de la democracia mexicana. En tales condiciones, quizá el reformismo maderista hubiera sido viable, con lo cual la historia política del México del siglo XX hubiera sido muy otra.

También podemos imaginar una reunión entre Wilson por un lado y Venustiano Carranza por otro. El encuentro ideal hubiera debido tener lugar antes de que Estados Unidos entrara en la I Guerra Mundial y Wilson se olvidara por completo del “experimento mexicano”. En la realidad y casi desde el principio, Wilson apoyó a Carranza aunque más por default que por voluntad propia. El apoyo fundamental consistió en no reconocer a la dictadura de Huerta y obligar a las potencias europeas -especialmente a Gran Bretaña- a no continuar apoyando al golpista y asesino de Madero. Sin embargo, cuando finalmente Wilson aceptó reconocer al gobierno de Carranza -primero de facto y luego de jure-, lo hizo sin entusiasmo y cada vez más irritado por la actitud independiente del “Primer Jefe del Ejército Constitucionalista”. Así pues, un encuentro Carranza-Wilson hubiera sido un desastre o hubiera llevado a un acuerdo mínimo entre ambos políticos -los dos caracterizados por su terquedad y apego a principios-, y le hubiera ahorrado a México momentos de tensión y conflictos con su poderoso vecino -como el del famoso “Telegrama Zimmermann” de 1917 en virtud del cual Alemania le propuso una alianza a Carranza- aunque posiblemente ya no hubiera cambiado mucho el desarrollo político mexicano. Obviamente un encuentro entre los presidentes Lázaro Cárdenas y Franklin D. Roosevelt tenía posibilidades de ser la mar de fructífero. Claro que la ausencia de relación directa entre quienes encabezaban en los 1930 dos grandes proyectos políticos con puntos similares -el Plan Sexenal del lado mexicano y el New Deal en el norteamericano- fue suplida por un embajador norteamericano con una enorme simpatía por el proyecto cardenista: Josephus Daniels. Cárdenas entabló muy buenas relaciones con norteamericanos progresistas -un ejemplo fue el historiador radical Frank Tannenbaum- y nada indica que no lo hubiera podido hacer con Roosevelt, el aristócrata identificado con las causas populares en el momento en que la economía norteamericana sufría una enorme crisis.

En Suma. Las reuniones potencialmente más interesantes entre los jefes de Estado de México y Estados Unidos fueron precisamente las que nunca tuvieron lugar.


Kikka Roja

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