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jueves, 22 de noviembre de 2007

Catedral cerrada, doble provocación : Miguel Angel Granados Chapa

Catedral cerrada, doble provocación
Plaza Pública

Más aún que el Cardenal, los fieles que acuden a la liturgia dominical deben ser respetados porque ejercen una libertad conectada a lo elevado de su espíritu.
Al cerrar la Catedral Metropolitana , la Arquidiócesis de México afectó antes que nadie a su propia feligresía. Así se infiere de la definición de iglesia contenida en el canon 1214 del Código respectivo, que además de su apreciación material señala su razón de ser: “Por iglesia se entiende un edificio sagrado destinado al culto divino al que los fieles tienen derecho a entrar para la celebración, sobre todo pública, del culto divino”. Y el canon 1221 refuerza esta idea al establecer que “la entrada a la iglesia debe ser libre y gratuita”. Durante esta semana la Iglesia infringió esas normas.

Aunque se anunció ya la reapertura del principal templo de la Ciudad de México, quizá para hoy jueves y con seguridad para ofrecer a tiempo los servicios dominicales, eso no priva a la decisión del Consejo Episcopal de la Arquidiócesis de México del carácter de una segunda provocación, luego de la inicial tomada por quien ordenó el repique de las campanas catedralicias fuera de toda norma mientras una multitud se reunía en el Zócalo. El padre José de Jesús Aguilar explicó anteanoche a Joaquín López Dóriga que las campanas doblan durante tres periodos de 10 minutos cada uno, a las 11:30, 11:45 y 12:00. Pero no explicó que eso es propio de los días de fiesta y el 18 de noviembre no lo es en el ritual católico. Debió aclararlo porque esa especificación consta en el Manual de Procedimientos para Campanario del propio Aguilar. Por lo demás, no es verdad que a las 11:30 hubiera comenzado un repique de tal naturaleza.

Nadie en su sano juicio puede cohonestar la reacción de quienes, asistentes o no a la tercera asamblea de la Convención Nacional Democrática, entraron por la fuerza a la Catedral y causaron temor y molestia a quienes se hallaban en su interior. Ya antes, con motivo de reiteradas agresiones de este género, me he permitido señalar que más aún que el cardenal Norberto Rivera Carrera, o tanto como él, los fieles que acuden a la liturgia dominical deben ser respetados porque ejercen una libertad conectada a lo más profundo y elevado de su espíritu. De modo que no ha de disminuirse la gravedad del asalto ni dejar de exigirse a los responsables de la organización, partidaria o civil, del mitin del domingo, no sólo un deslinde sino una condena a prácticas que redondean la provocación sonora que partió del campanario.

Es más grave, sin embargo, que en una evidente desproporción la autoridad arzobispal dispusiera cerrar la Catedral como si un ataque aun de mayores dimensiones fuera esperable durante el asueto del lunes o en los siguientes días de la semana. El que se recordara que en 1926 se ordenó una clausura semejante permite medir a cabalidad la exageración de la medida. El 25 de julio de aquel año el Episcopado Mexicano emitió una carta pastoral en que se anunció la suspensión del culto público a partir del 31 siguiente, en que los templos quedarían al cuidado de los vecinos para que el público pudiera acudir a ellos sin la presencia sacerdotal. La decisión de los obispos se inscribía en un clima de tensión creciente, suscitado por la emisión de leyes y disposiciones reglamentarias del artículo 130 de la Constitución que constreñían la libertad religiosa.

La Secretaría de Gobernación dispuso que los ayuntamientos y no los vecinos recibieran los templos y, en la Catedral y el templo del Sagrario se procedió así el 31 de julio. No se realizó el inventario ordenado por la circular oficial, pero fueron selladas las puertas y el mobiliario para evitar un uso impropio de bienes nacionales afectos a una instalación religiosa. Entonces la Iglesia Católica tenía que vérselas con un gobierno hostil. Ni pensar en que, como ocurrió en los días siguientes, se buscara desde la administración capitalina un arreglo basado en seguridades a que tiene derecho la feligresía y todos cuantos busquen entrar en ese templo magno.

El uso propagandístico del inadmisible episodio dominical, en el que se irresponsablemente se solaza la arquidiócesis, recuerda la legendaria Batalla del Jueves Santo del 9 de abril de 1856 en cuyo centro se colocó al gobernador del DF, Juan José Baz. Para afirmar el patronato que el Estado tenía sobre la Iglesia , el jacobino tapatío acudió a la Catedral a recibir la llave del sagrario que él debía conservar hasta el Sábado de Gloria. Pero un canónigo anunció al gobernador que por orden del arzobispo Lázaro de la Garza no sería recibido. Era una insolente respuesta a la emisión de las primeras leyes de reforma, cuyo desacato fue castigado en esa oportunidad con el arresto de varios sacerdotes. Ignacio Aguilar y Marocho, un periodista y poeta conservador imaginó al gobernador jinete dentro del templo y le dedicó estas décimas satíricas:

“En este sistema ruin/ en que no impera la ley/ ¿qué es Comonfort? Es el rey./ ¿Y Juan Baz? Es el delfín”, a quien el decimista llama Duque del Jueves Santo y al que se dirige sarcástico:

“De tu casa en el blasón/ es bueno que se registre/ con escudo, lanza en ristre/ manopla y yelmo un campeón/ que al correr de su trotón/ entre aplauso general/ lleno de furia infernal/ se vea con estudio y arte/ pasando de parte a parte/ a la iglesia Catedral./ Moribundas dos navetas,/desangrándose un telliz,/ manca una sobrepelliz,/ una estola con muletas,/ un alba huyendo en chancletas,/ prisioneros dos manteos,/ dispersos seis solideos,/ contuso un bonete adulto/ y un misal pidiendo indulto:/ esos serán tus trofeos”.

Kikka Roja

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