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sábado, 20 de septiembre de 2008

Tijuana: ¿restauración del orden o masacre de presos? editorial de La Jornada

Tijuana: ¿restauración del orden o masacre de presos?

En días pasados el Centro de Readaptación Social de La Mesa, en Tijuana, Baja California, fue escenario de dos motines que dejaron un saldo de más de una veintena de reclusos muertos, alrededor de 60 lesionados, la mayoría por arma de fuego, y un número indeterminado de presos fugados. El domingo 14 una primera rebelión se originó, al parecer, por el asesinato a golpes de un interno por parte de custodios, y la segunda, que tuvo lugar el miércoles 17, comenzó con una riña en la sección de mujeres, degeneró en enfrentamientos en los que participaron familiares de los detenidos y concluyó con un violento asalto de fuerzas federales y estatales de seguridad en el que se dio muerte, según la Procuraduría General de Justicia del estado, a 17 prisioneros, aunque versiones extraoficiales sugieren que esa cifra pudiera ser mayor.

Cabe señalar, por principio de cuentas, que ante las circunstancias del sistema carcelario del país, lo extraño no es que ocurran confrontaciones cruentas en los penales, sino que éstas no sucedan con mayor frecuencia: el hacinamiento –el reclusorio de La Mesa alberga a más de 8 mil reos, cuando su capacidad es de menos de 3 mil–, la corrupción, la venalidad de las autoridades, las condiciones infrahumanas de alimentación y salud, así como la permisividad ante la operación de mafias, conforman espacios supuestamente concebidos para dar solidez al estado de derecho y que, en la práctica, constituyen negaciones rotundas de la legalidad y crean un caldo de cultivo para la comisión de toda clase de delitos.

Por lo que respecta a lo sucedido en Tijuana, la información disponible –las ráfagas que se escucharon en el interior del establecimiento tras el ingreso de efectivos de la Policía Federal Preventiva, los testimonios de que éstos “se engolosinaron” al disparar directamente a los internos, los impactos de armas reglamentarias en la cabeza y el tórax que tenían varios de los presos fallecidos– indica que, más que la restitución del orden penitenciario, en La Mesa se perpetró una masacre. Esta sospecha es tan grave que amerita el inicio de una averiguación que permita establecer la verdad en torno a lo ocurrido y determinar las responsabilidades penales y políticas que pudieran derivarse de esas muertes.

En la circunstancia nacional actual, en la que el gobierno pretende recortar las garantías individuales de los ciudadanos en general, resulta tentadora la simple supresión de las que corresponden a los presuntos delincuentes y a los infractores sentenciados. El clima de zozobra social por el embate de la criminalidad y la exasperación de las víctimas de actos delictivos abona el terreno que requieren los sectores autoritarios y adeptos de la “mano dura” para justificar, en aras del restablecimiento del estado de derecho, la comisión de toda suerte de atropellos por parte de las autoridades. Si a ello se agrega un discurso oficial belicista, que califica a los infractores de la ley como “enemigos” y “traidores al país”, y las acciones gubernamentales, más orientadas al aniquilamiento que a la procuración de justicia, se vuelve inevitable la distorsión de consideraciones básicas derivadas del sistema legal mexicano: los delincuentes no son un enemigo militar; las acciones que cometieron, por cruentas que hayan sido, no constituyen una amenaza a la seguridad nacional sino un severo quebranto de la seguridad pública, y el deber del Estado frente a la criminalidad no es declarar una “guerra”, sino identificar a los presuntos culpables, capturarlos, formularles imputaciones y presentarlos ante las autoridades jurisdiccionales competentes para que éstas determinen su inocencia o su culpabilidad.

Sin embargo, la reciente iniciativa de reformas penales enviadas por el Ejecutivo federal al Congreso de la Unión dejó meridianamente claro –por si hubiera hecho falta– que desde el poder público se pretende nada menos que sustituir el principio de presunción de inocencia por la presunción de culpabilidad y la sospecha por la sentencia condenatoria.

El entorno es particularmente adverso para recordar que la recuperación de la legalidad exige la observancia de los derechos humanos y que la tarea del Estado para con los presos, sentenciados o no, consiste no en cobrar venganza sino en buscar la impartición de justicia en el caso del detenido y la readaptación social del convicto. Las tergiversaciones del discurso gubernamental y la agitación de la opinión pública por el amarillismo mediático dejan un margen por demás estrecho para señalar que en las prisiones del país debe imperar la más estricta legalidad y no el presente caos, del que las autoridades son principalmente responsables.

Tales señalamientos son, sin embargo, obligados, porque un poder público que quebranta las normas legales en que se funda no conduce al país al estado de derecho, sino a la ley de la selva.

Kikka Roja

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