Miguel Ángel Granados Chapa
PLAZA PÚBLICA
Al mediodía del lunes 18 de agosto pasado, el tianguis que se sitúa al lado del templo parroquial en el San Pedro Limón, un poblado en el municipio de Tlatlaya, distrito de Sultepec, Estado de México, fue interrumpido de manera brutal. Llegados a bordo de tres vehículos, una veintena de individuos con el rostro cubierto y con vestimenta de tipo militar disparó sus armas, AR-15 y AK-47 contra la pequeña multitud que trajinaba en el lugar. Murieron por lo menos 23 personas, niños y adultos, y decenas más resultaron heridas. No pareció que buscaran a alguien en particular, contra el que dirigieran su ataque. Su blanco era gente común y corriente, desconocida de los agresores. Se cree que no todos se marcharon al concluir su estúpida y sangrienta acción, sino que algunos de ellos se quedaron en la zona para tener control sobre lo que allí ocurriría.
Con ser excesivo, no fue eso lo peor. Rato después de la inesperada embestida, que dejó pasmados a los sobrevivientes, quienes no acertaban a decidir qué hacer, llegaron al lugar otros vehículos, esta vez ocupados por miembros del Ejército. Éstos retiraron los cadáveres, recogieron los casquillos y limpiaron la escena. Despojaron de sus teléfonos celulares a los espantados vecinos y visitantes y se las arreglaron para hacerles saber que era preferible que no se supiera nada de lo ocurrido. Quizá disuadieron también al personal de la agencia del Ministerio Público, incluidos agentes ministeriales, que supieron de los hechos, pero no cumplieron sus funciones, pues no se inició averiguación previa alguna.
He tenido acceso a esta información por fuentes cuya identidad no revelo, pero que merecen mi confianza. Por ese motivo doy por ciertos los hechos cuya gravedad resulta evidente de su sola exposición. Se trata del primer ataque a la población civil, como el que un mes más tarde acontecería en Morelia, la noche del Grito. Si cabe compararlas, la matanza de San Pedro Limón es aún más estremecedora no sólo porque es mucho mayor el número de víctimas (tres veces más que las habidas en la capital michoacana) sino por las acciones y omisiones de las autoridades, encaminadas a ocultar lo sucedido en vez de investigar los hechos y perseguir a los responsables.
En otros espacios periodísticos (las columnas de Ciro Gómez Leyva en Milenio y Jorge Fernández Menéndez en Excélsior) aparecieron ayer informaciones sobre otra grave expresión de violencia. Se trata de la desaparición de siete comerciantes en joyería de oro. Procedentes de Pajacuarán, Michoacán, iban camino a Oaxaca y se detuvieron en Atoyac de Álvarez, Guerrero. En un burdel de esta última ciudad se les vio por última vez. Puesto que llevaban consigo unos cuatrocientos mil pesos, se presume que fueron asaltados, pero el vehículo en que viajaban apareció quemado en un paraje remoto y sin indicio alguno sobre su paradero. La desaparición ocurrió el 29 de agosto y desde entonces nada se sabe de ellos, a pesar de que sus familiares han recorrido oficinas de tres estados en busca de información sobre los suyos.
Todo lo más que llegaron a saber los parientes de los desaparecidos es que probablemente fueron víctimas de Los Pelones, “la temible banda local parte narco, parte guerrilla, parte secuestradores, parte alborotadores”, según la define Gómez Leyva. Esa misma banda –u otra homónima, o extensión de la primera— actúa en otro extremo de Guerrero, en los límites con el Estado de México. En la madrugada del seis de septiembre Los Pelones se enfrentaron con Los Zetas en Arcelia. Los Pelones de este caso merodean en Tlatlaya, por lo que quizá la matanza del 18 de agosto se debe a esta pandilla. La actuación de los militares, en obvio beneficio de la banda homicida, revelaría un contubernio entre delincuentes y mandos militares, encargados de proveerles impunidad.
Tengan o no vinculación estos sucesos, son una nueva evidencia de que la delincuencia organizada está derrotando al Estado mexicano en su función de garantizar la seguridad de los ciudadanos. En la zona de Sultepec es verdad sabida que los agentes ministeriales se cuidan de realizar tareas de investigación o captura de presuntos delincuentes sin antes recabar una suerte de autorización de Los Zetas, sin la cual no es posible que hagan sus labores. Ese es un escalón superior en el trato de la banda criminal con los policías, con quienes mantienen una fluida relación después de haber roto una práctica común no sólo en esa comarca sino en muchos lugares del país. Los Zetas sentaron las bases de su trato con los jefes policiacos rehusando pagar “ayudas” a los agentes ministeriales, cuotas de protección cuya cobertura permite el narcomenudeo y la comisión de otros delitos menores. Alterada así la relación de poder, ahora son los agentes policiacos los que dependen del poder criminal.
El silencio que hasta este momento, en que lo rompemos, ha rodeado a la gran matanza de San Pedro Limón ha sido posible por la profundidad de la intimidación lograda por el atentado mismo y por la presencia militar complicitaria. Se comprende que los pobladores se sientan inermes, presos en la tijera de esos dos factores, y accedan a no hablar de lo ocurrido, temerosos de que la crueldad que mató sin causa a 23 personas agregue a su cuenta nuevas víctimas. La Procuraduría General de la República, la Secretaría de la Defensa, el Gobierno mexiquense poseen, en cambio, capacidades al menos formales para indagar lo sucedido. Al menos es su deber intentarlo.
Con ser excesivo, no fue eso lo peor. Rato después de la inesperada embestida, que dejó pasmados a los sobrevivientes, quienes no acertaban a decidir qué hacer, llegaron al lugar otros vehículos, esta vez ocupados por miembros del Ejército. Éstos retiraron los cadáveres, recogieron los casquillos y limpiaron la escena. Despojaron de sus teléfonos celulares a los espantados vecinos y visitantes y se las arreglaron para hacerles saber que era preferible que no se supiera nada de lo ocurrido. Quizá disuadieron también al personal de la agencia del Ministerio Público, incluidos agentes ministeriales, que supieron de los hechos, pero no cumplieron sus funciones, pues no se inició averiguación previa alguna.
He tenido acceso a esta información por fuentes cuya identidad no revelo, pero que merecen mi confianza. Por ese motivo doy por ciertos los hechos cuya gravedad resulta evidente de su sola exposición. Se trata del primer ataque a la población civil, como el que un mes más tarde acontecería en Morelia, la noche del Grito. Si cabe compararlas, la matanza de San Pedro Limón es aún más estremecedora no sólo porque es mucho mayor el número de víctimas (tres veces más que las habidas en la capital michoacana) sino por las acciones y omisiones de las autoridades, encaminadas a ocultar lo sucedido en vez de investigar los hechos y perseguir a los responsables.
En otros espacios periodísticos (las columnas de Ciro Gómez Leyva en Milenio y Jorge Fernández Menéndez en Excélsior) aparecieron ayer informaciones sobre otra grave expresión de violencia. Se trata de la desaparición de siete comerciantes en joyería de oro. Procedentes de Pajacuarán, Michoacán, iban camino a Oaxaca y se detuvieron en Atoyac de Álvarez, Guerrero. En un burdel de esta última ciudad se les vio por última vez. Puesto que llevaban consigo unos cuatrocientos mil pesos, se presume que fueron asaltados, pero el vehículo en que viajaban apareció quemado en un paraje remoto y sin indicio alguno sobre su paradero. La desaparición ocurrió el 29 de agosto y desde entonces nada se sabe de ellos, a pesar de que sus familiares han recorrido oficinas de tres estados en busca de información sobre los suyos.
Todo lo más que llegaron a saber los parientes de los desaparecidos es que probablemente fueron víctimas de Los Pelones, “la temible banda local parte narco, parte guerrilla, parte secuestradores, parte alborotadores”, según la define Gómez Leyva. Esa misma banda –u otra homónima, o extensión de la primera— actúa en otro extremo de Guerrero, en los límites con el Estado de México. En la madrugada del seis de septiembre Los Pelones se enfrentaron con Los Zetas en Arcelia. Los Pelones de este caso merodean en Tlatlaya, por lo que quizá la matanza del 18 de agosto se debe a esta pandilla. La actuación de los militares, en obvio beneficio de la banda homicida, revelaría un contubernio entre delincuentes y mandos militares, encargados de proveerles impunidad.
Tengan o no vinculación estos sucesos, son una nueva evidencia de que la delincuencia organizada está derrotando al Estado mexicano en su función de garantizar la seguridad de los ciudadanos. En la zona de Sultepec es verdad sabida que los agentes ministeriales se cuidan de realizar tareas de investigación o captura de presuntos delincuentes sin antes recabar una suerte de autorización de Los Zetas, sin la cual no es posible que hagan sus labores. Ese es un escalón superior en el trato de la banda criminal con los policías, con quienes mantienen una fluida relación después de haber roto una práctica común no sólo en esa comarca sino en muchos lugares del país. Los Zetas sentaron las bases de su trato con los jefes policiacos rehusando pagar “ayudas” a los agentes ministeriales, cuotas de protección cuya cobertura permite el narcomenudeo y la comisión de otros delitos menores. Alterada así la relación de poder, ahora son los agentes policiacos los que dependen del poder criminal.
El silencio que hasta este momento, en que lo rompemos, ha rodeado a la gran matanza de San Pedro Limón ha sido posible por la profundidad de la intimidación lograda por el atentado mismo y por la presencia militar complicitaria. Se comprende que los pobladores se sientan inermes, presos en la tijera de esos dos factores, y accedan a no hablar de lo ocurrido, temerosos de que la crueldad que mató sin causa a 23 personas agregue a su cuenta nuevas víctimas. La Procuraduría General de la República, la Secretaría de la Defensa, el Gobierno mexiquense poseen, en cambio, capacidades al menos formales para indagar lo sucedido. Al menos es su deber intentarlo.
Kikka Roja
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