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viernes, 14 de noviembre de 2008

El suicidio de Dios: Juan Villoro

El suicidio de Dios
Juan Villoro
14 Nov. 08

Diego Armando Maradona ha tomado la temeraria decisión de dirigir a la selección argentina. Un país contiene el aliento ante lo que puede ser el descalabro de su favorito.

El Dios de los pies pequeños ha dotado de contenido a los comentaristas que bostezaban ante la tarea de analizar el abductor lesionado de un defensa o el costoso fichaje de un delantero.

Puesto en entredicho por sus intoxicaciones, Maradona es el tónico que el futbol necesita para despertar. A diferencia de la mayoría de sus colegas argentinos, que al llegar a cierta edad cambian la cancha por la tranquila gestión de una parrilla de carnes, el 10 albiceleste no ha dejado de buscar retos ni problemas. Su prodigiosa historia en los estadios ha sido una telenovela fuera de ellos.

El niño nacido en el arrabal de Villa Fiorito disponía de un don singular para influir en las pasiones de la especie. Nunca un pie izquierdo ha sido tan relevante, lo cual lleva a pensar si en verdad se trata de un ser humano. "Diego es un extraterrestre", ha dicho su hermano menor.

Su gracia para engañar a los rivales como quien les hace un favor lo convirtió en un futbolista de fábula. Pero Maradona tenía algo más: la magnética condición del ídolo. Anotar un gol con la mano en una Copa del Mundo sin que lo advierta el árbitro es una picardía de alta escuela. Decir que fue "la mano de Dios" es crear un mito.

Además, Maradona conservó el aire de jugador de barrio que está peleado con los peines y aun vestido de smoking parece a punto de matar un balón con el pecho. Fue el líder ideal de los descastados del futbol. Sus mayores triunfos ocurrieron en escuadras en perfecto estado de desprestigio. Llegó al Nápoles cuando el equipo había olvidado lo que significaba comer los tallarines del triunfo y lo llevó a conquistar el scudetto con la afrentosa seguridad del individualista que cambia a una tribu. Lo mismo ocurrió cuando se convirtió en capitán de la selección que dirigía Bilardo. Nadie creía en ese equipo tosco, que parecía haber olvidado que Argentina patentó el dribbling. Pero los tiempos del futbol son extraños: la anticipación de la contienda dura años; la hazaña dura siete partidos. En sus bíblicas siete jornadas de México 86, Maradona hizo que una Argentina de relativa jerarquía fuera invencible.

Después de los triunfos vinieron los estertores de una vida que no se resuelve sobre el césped. Sobredosis. Gordura. Alegatos de paternidad. Pruebas de ADN. Dopaje. Derroche económico. Fanatismo castrista. Llanto público. Peligro de muerte.

Dotado de una resistencia física excepcional, Maradona sobrevivió a su dieta de excesos y tuvo el temple para aceptar sus errores y reinventarse como conductor de televisión. Su temperamento adictivo lo llevó a probar numerosos modos de salir de escena y todos ellos condujeron a inesperados regresos a la escena.

El pasado miércoles me reuní en el periódico La Nación, de Buenos Aires, con Daniel Arcucci, coautor del libro Yo soy el Diego... de la gente. Después de años de seguir una vida con los altibajos de un electrocardiograma, este testigo impar ve así el destino del zurdo: "Diego se mueve por ciclos; cuando parece liquidado se recupera y vuelve a la cima. Esto siempre ha sido así. La primera vez que dijo que se iba del futbol fue ¡en 1977! Diego ha estado harto muchas veces. Lo que ha cambiado es que estos ciclos se han vuelto más breves. Antes pasaban años entre los éxitos y los fracasos, ahora los cambios son de un día para otro".

La esencia del superhéroe es su condición bipolar: en el desayuno mastica el rutinario cereal de Clark Kent y en la cena evita la kriptonita que no metaboliza Superman. Maradona ha sido un caso de bipolaridad extrema; la fascinación que ejerce se debe en buena medida a su condición dual de triunfador autodestructivo. Según advierte Arcucci, los años han intensificado la forma en que sube y baja. Lejos de los rigores del entrenamiento, depende por entero de su voluntad para evitar las tentaciones de una sociedad que promete placeres instantáneos a quienes cuentan con crédito suficiente.

Nadie sabe qué papel hará al frente de la selección. Con año y medio por delante, enfrenta un plazo adecuado para quien despierta sueños que no soportan la larga duración. Su asesor será el pragmático Bilardo, lo cual garantiza que un relato fantástico adquiera dosis de realismo. Sin embargo, la mayoría de los argentinos ve la aventura con un temor que no deriva de la inexperiencia del jugador para entrenar, sino del daño que puede hacerse a sí mismo. Es como si la estatua de San Martín cabalgara de pronto rumbo a una batalla desigual.

El Dios ha decidido jugar con fuego. Cuando se refiere a su colega en las alturas lo llama "el Barbas" o "el verdadero Dios". Preso en el circo de la idolatría, ha hecho hasta lo imposible por cometer los errores que certifican su condición humana. Extrañamente ha fracasado.

Sin otra credencial que su pasión por el juego que contribuyó a reinventar, Maradona se someterá a la gloria o al ultraje. Quienes lo dieron por muerto contemplaron con asombro su resurrección en el cielo provisional de la televisión. Cuando parecía serenarse en calidad de abuelo y se disponía a enseñarle a chutar al bebé que su hija tendrá con el Kun Agüero, volvió a sentir la tentación del abismo.

La cultura de masas se asoma a un espectáculo singular. De nuevo, Diego Armando Maradona se ha puesto en tela de juicio. Como el Inmortal, de Borges, ha buscado en vano el río cuyas aguas conceden la mortalidad. Los desastres no lo han acercado a la condición común de sus congéneres; por el contrario, han demostrado su imposibilidad de aniquilarse.

Cuando Dios dispara contra sí mismo tiene el pulso firme y la puntería de los seres sobrenaturales, pero sus balas son de salva.

Kikka Roja

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