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jueves, 27 de noviembre de 2008

La rutinización: Cuando la crisis se vuelve rutina: Lorenzo Meyer

AGENDA CIUDADANA
Cuando la crisis se vuelve rutina
Lorenzo Meyer
27 Nov. 08

Una crisis puede ser una gran oportunidad para un líder, pero si no se resuelve y se rutiniza, se vuelve contra él

-Del problema a la oportunidad

En México, la coyuntura política se puede definir como una crisis que está entrando en la etapa de la rutina. El concepto de la crisis como rutina lo ha empleado Jeffrey K. Tulis y lo acaba de poner en práctica Antonio de la Cuesta Colunga en una tesis donde se propuso examinar el uso -y abuso- que George W. Bush hizo de la crisis creada por los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos.

Desde el inicio mismo de la política, algunos líderes han encontrado en lo imprevisto y peligroso -una amenaza externa, un desastre natural, una depresión económica- una forma de usar la energía colectiva generada por lo inesperado. En esas circunstancias, las diferencias internas tienden a perder relevancia y el líder puede demandar un apoyo decidido, incluso de sus adversarios, para superar las condiciones adversas. Ejemplos, abundan. La intención de las monarquías europeas de aplastar la Revolución Francesa fue la coyuntura crítica que le permitió a Napoleón pasar de ser un oscuro oficial a emperador. Los terribles efectos de la Gran Depresión y la supuesta amenaza judía contra Alemania fueron manipulados por Hitler y los nacionalsocialistas para hacerse del poder. La lista es interminable.

Un caso más cercano es el de George W. Bush. El inesperado ataque de un puñado de extremistas islámicos a Nueva York y Washington en septiembre del 2001 permitió que de la noche a la mañana un Presidente que había arribado a la Casa Blanca gracias no a una victoria clara en las urnas sino a una manipulación de la Suprema Corte, que le dio el voto electoral de Florida a Bush antes de que se terminara el recuento de los votos, recibiera un apoyo popular desmesurado al convertirse en el jefe de la guerra contra el terrorismo. Ese respaldo fue más producto del miedo que de una genuina confianza en las capacidades de liderazgo de Bush hijo. Pues bien, algo no enteramente diferente sucedió en México a partir de fines del 2006.

Las elecciones presidenciales mexicanas de ese año tuvieron un resultado tan imperfecto como las norteamericanas del 2000. En una atmósfera de gran encono, oficialmente Felipe Calderón superó a su rival de izquierda por menos del 1 por ciento. A diferencia de lo ocurrido en Florida, en México ni se llegó a intentar el recuento a pesar de que las actas electorales mostraron errores de conteo superiores a la diferencia entre ganador y derrotado. En esas condiciones y a poco de haber tomado posesión, Calderón movilizó al Ejercito y se colocó espectacularmente como líder de una guerra contra un viejo y brutal flagelo de la sociedad mexicana: el narcotráfico.

Literalmente vestido con uniforme de general de cinco estrellas, el michoacano desplegó a sus tropas en Michoacán y en ciudades, carreteras y campos del norte de México. La popularidad de Calderón subió entonces muy por encima del 35.89 por ciento de los votos recibidos en las urnas; de acuerdo con Consulta Mitofsky, en el 2007 el 61.85 por ciento del público mexicano le dio su respaldo. Antes del 2005, el principal problema para los mexicanos era el económico pero dos años más tarde su lugar lo ocupó la inseguridad pública (Consulta Mitofsky). Ni duda cabe que la decisión de convertir la crisis en torno a la seguridad en bandera de la administración -"la mano firme"- dio resultados.

-De la oportunidad al problema

Es lugar común afirmar que toda crisis es, también, una oportunidad. Obviamente, lo deseable es que las oportunidades de cualquier tipo se construyan o aparezcan sin malas compañías. Sin embargo, cuando una crisis no se resuelve de manera adecuada y se prolonga sin que se le vea el final, entonces la cauda de oportunidades que le acompaña disminuye o, de plano, se convierte en lo contrario: en un problema más complicado. Lo que originalmente fue fuente de apoyo y legitimidad se trastoca en frustración y pérdida de legitimidad.

George W. Bush alcanzó su punto máximo de popularidad cuando fue capaz de convencer a su público de que la invasión de Iraq en el 2003 era la respuesta adecuada y eficaz a los ataques sufridos por Estados Unidos en el 2001. La aparición, tras la derrota de los ejércitos de Saddam Hussein, de Bush vestido de piloto de combate en la cubierta de un portaaviones norteamericano para anunciar "misión cumplida" fue un gran golpe de publicidad política. Sin embargo, lo mal hecho de esa "misión cumplida", la prolongación de la guerra irregular contra los ocupantes y el descubrimiento paulatino de que las causas de la invasión -acabar con unas supuestas armas de destrucción masiva- eran falsas, habrían de desembocar en 2008 en una situación donde Bush se convirtió en el Presidente con el menor respaldo ciudadano jamás registrado por las encuestas, al tiempo en que su partido perdió las elecciones frente a un candidato que prometió salirse de Iraq lo antes posible. Así, la coyuntura política norteamericana del 2001 se convirtió en un caso de libro de texto para ilustrar la forma en que una crisis se transformó de oportunidad -¿oportunismo?- en un desastre como consecuencia de un manejo descuidado e inescrupuloso.

Cuando Calderón se hizo cargo del Poder Ejecutivo, el indicador más usado del deterioro de la seguridad pública en México -el número de asesinatos atribuidos al crimen organizado- ya había dado un salto espectacular: de mil 304 muertes en el 2004 había pasado a más de 2 mil 100 en el 2006. Sin embargo, tal incremento sería poca cosa comparado con el que vendría: en 2007 se contabilizaron 2 mil 275 muertes y a un mes de que termine 2008, ya suman más de 4 mil 800.

La visión oficial pretende hoy que el macabro indicador sea interpretado como signo de avance: la desesperación de los cárteles acorralados, se dice, les orilla a una violencia extrema entre ellos. Sin embargo, una parte significativa de los muertos ya no son narcotraficantes, sino policías -lo mismo simples agentes que altos mandos- e incluso soldados. El hecho de que sólo en Tijuana alrededor de 400 empresarios hayan decidido, por temor, abandonar esa ciudad para irse a vivir a Estados Unidos (El País, 16 de noviembre) -fenómeno que se repite en otras ciudades fronterizas pero también en Monterrey o en el Distrito Federal- muestra que, incluso entre los aliados naturales del gobierno, pocos, si es que alguno, aceptan que hoy "las fuerzas del orden" van ganando la guerra contra el narcotráfico.

Estados Unidos se lanzó a la aventura en Iraq sobrado de confianza pero falto de preparación. En México pasó lo mismo: más tardó Calderón en mudarse a "Los Pinos" que en ordenar al Ejército a salir a guerrear contra los cárteles de la droga. Sin embargo, cada vez es más claro que la operación se llevó a cabo sin la preparación adecuada. Cada día se descubre que las instituciones encargadas de recolectar la inteligencia y llevar a cabo las operaciones contra los grandes capos -policías locales, PGR, SSP e incluso el Ejército- están infiltradas por el enemigo. Los narcotraficantes, ahora lo sabemos, suelen pagar lo mismo 30 mil que 450 mil o más dólares mensuales a personajes dentro de los aparatos de seguridad estatal para que les pasen información que les permita transitar con libertad por ciudades, carreteras y aeropuertos. ¿Cómo ganar así la guerra que se eligió librar?

-La rutinización

Cuando una crisis -ese supuesto momento de cambio decisivo de un estado de cosas ya inestable- no lleva a un desenlace sino que se prolonga en el tiempo, entonces se rutiniza, es decir, de algo excepcional se convierte en algo "normal". Políticamente, esto es fatal para quienes apostaron por despertar grandes expectativas, pues la frustración y desencanto que entraña una crisis no resuelta, fácilmente se pueden revertir en contra de los apostadores. George W. Bush, por ejemplo, transitó de un "presidente de guerra" ("war president") con derecho a exigir apoyo sin reservas en 2003 a un líder fallido para el 2007, y poco importó que al final de su mandato la violencia en Iraq hubiera amainado, pues el apoyo ya se había mudado a quien prometió destruir la herencia de Bush: a Barack Obama. Algo similar puede ocurrir en México, especialmente porque al poco éxito que ha tenido hasta ahora la guerra contra el narcotráfico hay que añadir, también como en Estados Unidos, el efecto negativo de una economía que pasó de un crecimiento bajo al estancamiento, lo que, entre otras cosas, aumenta las filas de reclutas para el narcotráfico.

No hay duda de que a la sociedad mexicana no le conviene la rutinización ni el fracaso de la guerra contra el narcotráfico. El manejo exitoso de la crisis requiere de un alto sentido de la responsabilidad y la eficiencia y, hasta ahora, se ha visto poco de eso.

kikka-roja.blogspot.com/

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