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lunes, 22 de diciembre de 2008

'Quo vadis, Domine?': Juan Villoro

'Quo vadis, Domine?'
Juan Villoro
19 Dic. 08

Al llegar a la hora del flan, las comidas familiares languidecen. No siempre se encuentran temas de conversación y hay que decir algo antes de que se escuche la pregunta que señala el fracaso de la reunión: "¿quieren más café?".

Si mi hija está presente, hay pocas posibilidades de que el silencio prospere. "¿Me dejas terminar la frase?", dice Inés, que a sus 8 años ha aprendido que ésa es la manera de terminar mis frases. Ni ella ni yo estamos dispuestos a admitir que hablamos cuando el otro ya decía algo. Aprovechamos las pausas para comentar: "Lo que yo iba a decir...". Aunque se trate de algo que se nos acaba de ocurrir, fingimos que queríamos expresarlo desde mucho tiempo atrás, pero vivimos en una familia donde no nos dejan hablar.

El otro día ella dijo algo que nos llevó a una inusual reflexión. Habló de una amiga que actúa como si fuera mayor: "Se cree adulta, pero sólo es pesimista".

El aforismo me puso a pensar: el requisito inicial, aunque no suficiente, para ser percibido como adulto es tener una visión negativa de las cosas. Quise reaccionar con madurez y pensé en el tránsito.

Mi sobrino Federico estaba presente y se me ocurrió comparar el tráfico del Distrito Federal con el de Guadalajara, ciudad donde nació él. Yo acababa de regresar de la FIL y tardé una hora en ir de los pabellones de exposición a Zapopan, donde la Virgen hace milagros sin incluir la vialidad. "Sí", concedió Federico, "pero en Guadalajara nunca he hecho dos horas para llegar a un lugar".

Esto dio lugar a una tarea favorita de los chilangos: cada quien habló de su embotellamiento récord. La familia había estado estancada durante tanto tiempo que atribuimos a ese rezago maldiciones que tal vez tengan causas menos evidentes.

Las dos horas mencionadas por Federico eran una cifra escueta para iniciar el conteo del apocalipsis. Un pariente habló de un naufragio de siete horas al que sólo sobrevivió porque admira Robinson Crusoe y porque llevaba una botellita de Frutsi donde pudo orinar. De ahí pasamos a la nostalgia bucólica: todo mundo se acordó de maizales en sitios donde ahora hay una mueblería Elektra.

El pesimismo de los adultos le dio la razón a Inés hasta que una sobrina habló de la forma en que un embotellamiento salvó su amor. Había terminado con su novio y se quedó detenida en la Glorieta de Vaqueritos. El sitio no podía ser más deprimente. Además llovía, estaba harta de oír los asesinatos de la radio y no llevaba un CD. En eso, sonó su celular. Era el recién cesado. Mi sobrina contestó, por hacer algo. Durante dos o tres o cuatro horas (el amor es intemporal) escuchó las maravillosas palabras que su ex novio llevaba dentro y no se había atrevido a decir. Ella lo oyó arrobada hasta que se le descargó la pila (esto la hizo pensar que él podía hablar así por siempre). Sólo al estar varada más allá de toda esperanza entendió lo que valía su relación. Un embotellamiento podía ser positivo.

Entonces alguien dijo que mi hermano Miguel aprendió griego clásico oyendo casets en el tráfico. Él no estaba presente, de modo que no pudimos confirmar esto, pero seguramente era cierto: sus numerosos conocimientos lo hacen capaz de contar la caída de Constantinopla en tiempo real. Sobrevino un silencio admirativo: el tráfico fue visto como una oportunidad académica que algunos desaprovechamos para aprender griego.

Me sentí en falta ante las opciones que brinda estar estancado. "Tú escribiste lo de las gorditas de nata", dijo mi mujer, en el cariñoso tono de los logros menores. Por desgracia, los demás quisieron saber de qué se trataba. Les dije que la gastronomía automotriz ha creado una botana específica para el conductor embotellado. Supe de esto en la salida a Puebla, donde un letrero informaba: "Gorditas de nata: prepare su cuota". Poco más adelante, otro letrero sofisticaba el tema: "Gorditas d'nata". A partir de entonces, la botana se presentó en otros sitios, siempre entre los coches.

Las tradiciones populares responden a causas misteriosas. La gordita no resulta especialmente sabrosa para un pueblo que ama el condimento y sólo considera que algo pica cuando le suda la coronilla. ¿Por qué prolifera en el tráfico? Mi hipótesis es que no cumple funciones de antojo sino de ansiolítico. Ante el paroxismo de la inmovilidad, no quieres algo rico sino algo que te impida matar al taxista que insiste en invadir tu carril. La sedante textura de esa esponjosa migaja ajena a cualquier sabor obliga a una masticación neutral que mitiga impulsos.

La cocina mexicana produce portentos para cada circunstancia. No es casual que los mejores guisos tengan denominación de origen: la cochinita debe ser de Yucatán, el chilorio de Sinaloa y la gordita de embotellamiento. Si las monjas poblanas perfeccionaron el mole, las sacerdotisas de la economía informal han creado una golosina a la altura de nuestro marasmo.

Después de elogiar el calmante urbano en aquella reunión familiar, cometí el más socorrido error navideño: imaginar que la ciudad es transitable, o que conozco un atajo que pertenece a mi mundo privado.

Aunque hay obras por todas partes y los amigos narran negras leyendas que les sucedieron en el tráfico, el intoxicante entusiasmo de temporada lleva al exceso de pensar que circular es posible. El año no fue lo máximo pero quieres terminarlo de manera grandiosa: irás a todas partes. Las estatuas te miran como Cristo cuando se le apareció a San Pedro para decirle en la Via Appia: Quo vadis, Domine? Eso no te asusta. Con una ilusión ajena a toda evidencia, confías en llegar antes del ate con queso.

El verbo "arrostrar" sólo suena natural en tres circunstancias: al cantar el himno, al morir por la patria y al enfrentar el tráfico sin comer la tranquilizadora gordita de nata (que en tal caso califica como dopaje: los héroes no la piden).
kikka-roja.blogspot.com/

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