Apuestas prematuras Agustín Basave 05-Ene-2009 Hay que tomar las predicciones con un grano de sal. Para poner a pensar a los apostadores, ofrezco aquí mis cuestionamientos sobre lo que muchos dan por hecho de cara a las elecciones federales de 2009. Las encuestas y los análisis de prospectiva son muy útiles mientras no se les convierte en fetiches. La política, como la economía, es una disciplina social y como tal está sujeta a la volubilidad humana. Es decir, el comportamiento de las personas es menos predecible que el de los números, los metales o los objetos celestes. Y dado que no se trata de una ciencia exacta, hay que tomar las predicciones con un grano de sal. Nunca está de más, en otras palabras, hacerle al abogado del diablo en materia de vaticinios electorales y partidistas. Después de hacerlo uno mantiene las hipótesis robustas y desecha las endebles. Por eso, y para poner a pensar a los apostadores, ofrezco aquí mis cuestionamientos sobre lo que muchos dan por hecho de cara a las elecciones federales de 2009. Apuesta 1: El Partido Revolucionario Institucional va a ganar la gran mayoría de las curules de la LXI Legislatura. Es lo más probable, sí, pero los priistas harían mal en cantar victoria. Extrapolar los resultados de las elecciones locales a las federales siempre ha sido un mal negocio. Las elecciones para la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión son organizadas por el Instituto Federal Electoral y no por los institutos estatales, y ahí los gobernadores tienen poco control. Los medios locales y los operadores son los mismos, es verdad, pero el gobierno federal, los medios de la Ciudad de México y los comités nacionales de los partidos también influyen. Las encuestas pueden tener un sesgo en perjuicio del Partido Acción Nacional. En todo caso, no parece que la diferencia de votos entre esos dos institutos políticos vaya a ser muy grande. Apuesta 2: La bancada del Partido de la Revolución Democrática va a desplomarse a un lejano tercer lugar. Todo apunta a que el sol azteca pagará en las urnas el costo de su división interna, y que el radicalismo le restará fuerza a las candidaturas perredistas, pero el voto duro del PRD no es desdeñable. No se ve demasiado difícil que logre ganar sesenta y tantos distritos, y si así fuera tendría más o menos 100 diputados. El PRI tiene hoy un poquito más que eso y no es una “lejana” tercera fuerza. Apuesta 3: Los priistas prácticamente van a gobernar el país en los próximos tres años. El poder de ese partido en la primera mitad del sexenio se sustentó en su carácter de bisagra o fiel de la balanza en el Congreso, gestado a su vez por la consigna de Andrés Manuel López Obrador contra cualquier negociación de los legisladores perredistas con el gobierno y su partido. La llegada de Nueva Izquierda a la presidencia del PRD propiciará la construcción de mayorías con el PAN para aprobar algunas reformas, con lo cual la posición del PRI puede debilitarse. Los priistas podrían perder fuerza negociadora, paradójicamente, al pasar del tercero al primer lugar en la Cámara de Diputados. Apuesta 4: Los partidos pequeños van a desaparecer. Si bien algunos de ellos pueden verse en problemas por la sustitución de las coaliciones por candidaturas comunes, es factible que varios de ellos alcancen la votación mínima para conservar el registro y tener un grupo parlamentario. No hay que olvidar que los miembros del Frente Amplio Progresista recibirán el espaldarazo del lopezobradorismo y que otros han logrado construir un nicho electoralmente rentable. Apuesta 5: El PRI va a ganar la Presidencia de la República en 2012. Sin duda así sería si, como dicen los encuestadores, mañana fuera la elección presidencial. El problema es que la elección no es mañana: faltan casi cuatro años y eso en política es una eternidad. Muchos imponderables pueden atravesarse y el escenario puede cambiar sustancialmente. La lucha interna entre los precandidatos priistas puede hacer que ese partido tropiece, el PAN puede posicionar al precandidato que le hace falta y hasta el PRD, cuya colección de esquelas fallidas es ya casi tan voluminosa como la que el PRI acumuló en los últimos treinta años, puede recuperarse y dar la sorpresa. Como se ve, cada escenario tiene muchos asegunes. Es posible que todas esas apuestas resulten ganadoras, desde luego, pero todo puede cambiar de la noche a la mañana. La estrategia priista de proyectarse como la oposición responsable y eficaz puede enfrentar competencia del grupo de Los Chuchos. Los panistas sufrirán desgaste por los errores y las circunstancias adversas del gobierno pero tienen el poder presidencial y con él armas muy poderosas; no hay que olvidar que además de los programas sociales manejan la lucha contra el narcotráfico, y ésa es un arma de dos filos: por un lado erosiona la imagen de quienes gobiernan y por otro les da instrumentos para desprestigiar adversarios. Los perredistas librarán una nueva batalla interna por el registro pero pueden refutar por enésima vez a los agoreros de la ruptura y encontrar un candidato, interno o externo, que aglutine a sus electores enojados y a los votantes esperanzados. En materia político electoral estamos rodeados de certezas inciertas. Cualquier tahúr sabe que la apuesta potencialmente más lucrativa es la más improbable, pero estas cinco apuestas parecen tener altas probabilidades de ganar y por lo tanto atraerían muchos apostadores, de modo que no valen la pena. Lo mejor, pues, es no apostar. Al menos no prematuramente. abasave@prodigy.net.mx La estrategia priista puede enfrentar competencia. Los panistas sufrirán desgaste pero tienen el poder presidencial. Los perredistas librarán una nueva batalla interna pero pueden encontrar un candidato, que aglutine a enojados y esperanzados. ¿Siglo de incertidumbre? Agustín Basave29-Dic-2008 Los últimos cien años del segundo milenio anestesiaron la capacidad de asombro de mi generación. Nos acostumbramos a las atrocidades y a las maravillas. El abismo de la naturaleza humana se ensanchaba mientras el mundo encogía ante nuestros ojos. Alguna vez escribí que el siglo XX fue la centuria de Abraxas. Ese breve periodo que según algunos historiadores duró menos de ocho décadas fue, en efecto, mitad luz mitad sombra. Se inició con una guerra mundial y terminó con el derrumbe del muro de Berlín y del socialismo real, y se entreveraron en él genocidios y liberaciones, muertes absurdas y vidas inesperadas, injusticias y esperanzas. Fue el siglo de Stalin y Hitler y de Gandhi y Mandela, de separatismos y de globalización. Época de miserias y hambrunas y de hitos científicos y tecnológicos que mejoraron la salud y la vida de mucha gente, los últimos ochenta o cien años del segundo milenio anestesiaron la capacidad de asombro de mi generación. Nos acostumbramos a las atrocidades y a las maravillas. Apenas reaccionamos ante las noticias ominosas provenientes de Bangladesh o Ruanda y sólo nos encogimos de hombros la primera vez que recibimos un fax, hicimos una llamada por un teléfono celular o navegamos en internet. El abismo de la naturaleza humana se ensanchaba mientras el mundo encogía ante nuestros ojos. Quizá fue la política vigesémica la que acaparó las principales paradojas. No le fue posible conciliar diversidad y universalidad: la entronización de la democracia se atragantó con el síndrome del fin de la historia y la estandarización de libertades individuales y derechos humanos se estrelló contra el muro del multiculturalismo. Quiero decir que el decreto de que un régimen democrático sólo puede funcionar con la nueva versión del Estado guardián agudizó la desigualdad y pavimentó así el camino a nuevos autoritarismos y que, aunque pretendía lo contrario, la franquicia de la versión occidental de los valores liberales fue rechazada por grupos étnicos marginados y cuarteó la nueva axiología global. Popper debe haberse estremecido en su tumba cuando se enteró de que los exégetas de su sociedad abierta decidieron expulsar de su seno al viejo Estado de bienestar, y a la fecha los ideólogos del liberalismo no saben qué hacer con los usos y costumbres que no embonan con la igualdad de género o la libertad de cultos. Hay, sin embargo, un legado político que incubó una disonancia mayor. El siglo XX nos dejó la sensación de que habíamos alcanzado algunas certezas, por ejemplo la de que ya no se iba a cuestionar que la democracia es el peor sistema que existe con excepción de todos los demás que se han inventado (Winston Churchill dixit). Digo “nos dejó”, y quizá debería decir “me dejó”, o “nos dejó a los creyentes”. Porque nunca faltaron ateos y agnósticos democráticos que vaticinaron el desencanto que provocaría la permanencia de la miseria y la marginación en los dominios burgueses del “gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo” (Abraham Lincoln dixit). También creímos que los fraudes electorales se quedarían enterrados tras la línea milenaria. Vaya, hasta pensamos que sería más difícil hacer declaraciones de guerra unilaterales o invadir otros países sin la anuencia, por lo menos, de la élite internacional. Hoy sabemos que fuimos víctimas del optimismo finisecular, del candor globalizante que nos envolvió al influjo de las transiciones en España, Sudáfrica o Chile y del retorno de las tropas estadunidenses de Kuwait. La verdad es que el XXI parece perfilarse como un siglo de incertidumbres. Hay tantos argumentos para apostar a un renacimiento de la democracia que conlleve una reapertura a nuevas políticas socioeconómicas que redistribuyan el ingreso, como los hay para concebir el derrumbe de la pax washingtoniana y el advenimiento de una era de inestabilidad internacional. Las expectativas que despierta Barack Obama son contrarrestadas por la crisis de la economía de Estados Unidos, la situación de los países subdesarrollados es grave, de cara al desabasto y la carestía alimentaria, y su desenlace es en el mejor de los casos incierto. En esas circunstancias, aferrarse al fundamentalismo del mercado es echar petróleo (de a cuarenta y tantos dólares el barril) a un pasto social de por sí seco. Y es justamente la existencia de semejantes condiciones críticas la que abona lo mismo al escenario positivo que al negativo. Ya se sabe: cuando uno toca fondo o se impulsa hacia lo alto o se ahoga. No tenemos que empezar de cero. Esta es la gran diferencia entre la cosmovisión de los revolucionarios —declarados o de clóset— y la de los reformistas: los primeros buscan un cataclismo purificador y los segundos queremos una transformación institucional. Y es que la historia nos ofrece evidencias inequívocas de que muy pocas revoluciones pasan un análisis costo-beneficio. Y si eso fue cierto antes, cuando había menos espacios para el cambio pacífico, lo es más ahora. Pero cuidado. La opción reformadora se puede frustrar y la violencia puede volver por sus fueros si el establishment porfía en su miopía y sigue arrinconando a la izquierda, orillándola a ser un clon de la derecha. Si eso ocurre habrá más certidumbre de la mala. Porque si algo nos enseñó el siglo XX es que nada, ni siquiera la modernidad, se conquista para siempre. El XXI parece perfilarse como un siglo de incertidumbres. Hay tantos argumentos para apostar a un renacimiento de la democracia como los hay para concebir el advenimiento de una era de inestabilidad. abasave@prodigy.net.mx |
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