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viernes, 12 de junio de 2009

Alejandro Rossi: Juan Villoro

Alejandro Rossi
Juan Villoro
12 Jun. 09

Nació en Florencia, en 1932, y fue bautizado en la iglesia donde Giotto construyó su campanario. Su madre era venezolana y descendía del general Páez. Le gustaba recordar esa prosapia en el caos del Distrito Federal, a donde llegó a estudiar filosofía con José Gaos.

La gran pasión de su vida fueron los adjetivos, los alfileres que definen. Al verse en fotos comentaba: "parezco un farmacéutico castigado" o "aquí salgo como un quiromántico enloquecido". Un colega le parecía "una rana quebrada". Aunque nadie ha visto una rana quebrada, la descripción era perfecta. Lejos del tedioso afán de ofender, entendía a los demás como borradores que deben ser precisados.

No es casual que su primer libro fuera una meditación sobre las palabras: Lenguaje y significado. Luego mezcló la reflexión con un prosa tensa y viva en los textos de Manual del distraído y los cuentos de La fábula de las regiones.

Su arte mayor fue la conversación en temas variadísimos: el tenis, las intrigas de los vaticanólogos, la serie 24, un poema de Montale. Dominaba las reuniones, pero oía con interés. Si se aburría, sacaba monedas y las acariciaba, costumbre que había visto en un filósofo de Oxford.

Le gustaba leer a deshoras, cuando todos ya dormían y se sentía "como un corcho en el agua". Disfrutaba las llamadas telefónicas pero las aplazaba con caprichosos protocolos. Había que buscarlo varias veces. Luego decía "¡qué fastidio!" y hablaba durante dos horas.

Amaba la sonrisa de las mujeres y la elegancia de su porte. Le gustaba comprarse ropa fina y usarla hasta el desgaste, con el desenfado de quien no se interesa en esas cosas. Fue muy apuesto, pero hacía gestos raros en las fotos, usaba lentes que no le convenían, se despeinaba a propósito.

Los premios le parecían merecidos, entre otras cosas porque se criticaba sin miramientos en sus horas bajas. No tenía masas de lectores pero recibía cartas singulares: un antiguo guerrillero había descubierto la filosofía en Lenguaje y significado, un teólogo estaba tan deslumbrado con El cielo de Sotero que deseaba rebautizar al autor en una "tina de buen tamaño". En una ocasión, fue con Cabrera Infante a un bar y se le acercaron unos fans que desconocían al autor cubano. "Por eso no escribes más", le dijo Cabrera Infante, "así te va muy bien".

Fiel a su signo zodiacal, Virgo, era hipercrítico y se sentía "maltratado por los astros". Buscó en vano un astrólogo que le diera optimismo cósmico.

Ayudaba a los demás en forma compleja, buscándoles trabajos, becas, publicaciones improbables. Sabía que la generosidad es una técnica, no un consuelo sentimental. Una vez que conseguía algo, aguardaba gratitud.

Admiraba a la gente que sabe disculparse, sobre todo en un país donde admitir un error es peor que cometerlo. "Reconocer una falla no es un defecto moral", decía. Pedir perdón le parecía una elevada forma de la lealtad. Practicaba la polémica pero no la venganza: "no tiene caso imitar lo que repudias".

Descreía de la sabiduría común de las abuelas, la cultura "del baño María", pero le gustaba crear sus mitologías caseras: la una de la tarde marcaba la hora solar del tequila y para viajar en carretera había que comer un plato de papaya.

La peluquería representaba para él un contrapeso del dentista. Le fascinaba que el hombre de tijera comentara: "¡cómo le crece el pelo!" después de haber estado con el médico que le decía: "¡cómo lo han maltratado!". El peluquero compensaba al dentista del mismo modo en que el chef compensaba al mesero. Era fiel a los guisos de ciertos restaurantes pero inclemente con quienes los servían. Luego dejaba magnífica propina.

Siempre daba limosna ("la caridad no salva al mundo pero a estos pobres los ayuda") y se irritaba con los vendedores ambulantes.

"Empecé a fumar por soledad", así justificaba los cigarros que mordía con fuerza. El mejor de todos era el primero, después de la ducha, con una toalla húmeda sobre los hombros. Su padre había fumado sin problemas. "Pensé que yo era así", comentaba en los duros años del enfisema.

Lo conocí en mi infancia. Yo venía de un entorno donde los varones no expresaban sus afectos. En él todo era pasión, risa e injuria. Me descubrió algo difícil de reconocer: la posibilidad de querer como él lo hacía, hasta la adoración. Así quiso a Olbeth, su esposa, a sus hijos, sus nietos, sus amigos de hierro.

Alejandro apreciaba que en "Retrato de un amigo" Natalia Ginzburg encomiara a Pavese a partir del trato cotidiano. Sabía que describir es una forma de amar.

Aceptó su destino con serenidad. "Soy como un planeta que se apaga", decía, resignado ante el fin, sin dejar de interesarse en lo que ocurría en el mundo.

Durante 40 años lo visité con la alegría que me hubiera dado visitar a los Beatles en Abbey Road. Pero siempre llegaba tarde. Hace poco fui puntual y él no me esperaba: "Hay virtudes que no se deben adquirir demasiado tarde", comentó. Fue su última lección.

"Adiós, querido", decía al despedirse, con la sonrisa de quien sabe que no se va.

No se ha ido.
kikka-roja.blogspot.com/

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