Agustín Basave
28-Sep-2009
En el trazado del rumbo de la economía del país debe haber una mayor participación de la sociedad. Hay suficientes conocimientos en la intelligentsia mexicana y bastante sensatez entre la ciudadanía.
La economía es demasiado importante para dejársela sólo a los economistas. Y no es que yo esté de acuerdo con la desastrosa premisa del echeverrismo en el sentido de que las estrategias económicas han de ser diseñadas por políticos, sino que pienso que en el trazado del rumbo de la economía del país debe haber una mayor participación de la sociedad. Hay suficientes conocimientos en la intelligentsia mexicana y bastante sensatez entre la ciudadanía para evaluar los resultados económicos de un modelo y analizar si debe continuar o ser cambiado. Los economistas siempre serán necesarios, y mientras más preparación técnica tengan, mejor, pero su escuela de pensamiento debe ratificarse o rectificarse en función del éxito o el fracaso de su gestión.
En México, como en todos los países subdesarrollados, solemos perseguir la estela del Primer Mundo. Tardíamente, asumimos los paradigmas de quienes manejan las economías desarrolladas. Esta época de crisis no es la excepción. Seguimos imitando un esquema que en aquellos países va de salida, que ya empieza a ser sustituido por una suerte de neokeynesianismo o por un eclecticismo asaz heterodoxo. La mayoría de los economistas del gobierno mexicano son remisos del laissez faire y se han vuelto tan dogmáticos como sus predecesores estatistas. Llegaron al poder copiando la receta globalizadora y criticando los particularismos nacionales, y ahora esgrimen nuestra excepcionalidad para rechazar las medidas que se toman en Estados Unidos y Europa: allá sí pueden regular los mercados, incurrir en déficits, privilegiar el Estado de bienestar; acá no.
Necesitamos, pues, una mayor apertura de las decisiones en torno a nuestra economía. Existe una propuesta para crear un Consejo Económico y Social que vale la pena analizar con toda atención. ¿En qué nos benefició el haber dejado todo en manos de una élite de economistas monotemáticos? El saldo del Consenso de Washington es negativo, y eso nadie lo puede negar. La tierra prometida por ellos, privatizada y casi libre de ejidos, no dio más que unas parcelas de feracidad a una pequeña parte de la sociedad mexicana. Después de años de ajustes estructurales con un alto costo social, justo cuando se anunciaba que el estoicismo de las mayorías se vería recompensado con un mejor nivel de vida gracias a una revolución microeconómica, el error de diciembre tiró por la borda buena parte del saneamiento macroeconómico alcanzado. Los iniciados no pudieron justificar la endeblez económica del país: habían aprovechado el último aliento del presidencialismo mexicano para implantar los cambios que quisieron hasta donde quisieron y en los tiempos que quisieron. Quienes habíamos otorgado a la política económica de la globalización el beneficio de la duda pasamos a la duda del beneficio, y de ahí a la certeza del fiasco. Pues bien, pese a todo, tres lustros después seguimos por el mismo camino.
No propongo un retorno al paraíso perdido del populismo en lugar del paraíso terrenal de la mano invisible, deturpado por su mal de Parkinson. No impugno el libre comercio sino los excesos de la liberalización. Pretendo que se reconozca y se enmiende el error de pasar de la estatolatría a la soberanía del mercado, de haber debilitado lo público en aras de lo privado, de haber abrazado un fundamentalismo privatizador. Pido, en suma, que los modernizadores admitan que se han anquilosado y han reemplazado su antiguo pragmatismo por una ortodoxia que olvidó el análisis casuístico de costo-beneficio. La falta de crecimiento, el aumento de la pobreza y la desigualdad son en gran medida producto de su dogmatismo anacrónico, que descalifica a priori cualquier viraje, por sutil que sea. Los guardianes del santo sepulcro de Adam Smith han resultado más fieros que los del propio Karl Marx. Y tenemos que sufrir la vergüenza de que sean líderes europeos de derecha o el mismísimo Fondo Monetario Internacional los que nos sugieran dejar de ser más papistas que el Papa.
Hace tiempo, algunos economistas decidieron convertirse en juristas autodidactos para romper el monopolio de la acción legislativa que detentaban los del viejo régimen. Surgieron así los que yo llamo “econogados”, políticos como Pablo Gómez, Jorge Alcocer y Arturo Núñez, quienes por vocación personal o empujados por la carencia de abogados en las filas de la izquierda enriquecieron el debate jurídico con su visión exógena. Ya antes había habido licenciados en derecho que manejaron magistralmente la economía, como don Antonio Ortiz Mena. ¿Por qué no impulsar una mayor interdisciplinariedad y escuchar otras opiniones en el debate económico? Después de todo, a juzgar por sus propias estadísticas, los tecnosaurios neoliberales están reprobados.
La economía es demasiado importante para dejársela sólo a los economistas. Y no es que yo esté de acuerdo con la desastrosa premisa del echeverrismo en el sentido de que las estrategias económicas han de ser diseñadas por políticos, sino que pienso que en el trazado del rumbo de la economía del país debe haber una mayor participación de la sociedad. Hay suficientes conocimientos en la intelligentsia mexicana y bastante sensatez entre la ciudadanía para evaluar los resultados económicos de un modelo y analizar si debe continuar o ser cambiado. Los economistas siempre serán necesarios, y mientras más preparación técnica tengan, mejor, pero su escuela de pensamiento debe ratificarse o rectificarse en función del éxito o el fracaso de su gestión.
En México, como en todos los países subdesarrollados, solemos perseguir la estela del Primer Mundo. Tardíamente, asumimos los paradigmas de quienes manejan las economías desarrolladas. Esta época de crisis no es la excepción. Seguimos imitando un esquema que en aquellos países va de salida, que ya empieza a ser sustituido por una suerte de neokeynesianismo o por un eclecticismo asaz heterodoxo. La mayoría de los economistas del gobierno mexicano son remisos del laissez faire y se han vuelto tan dogmáticos como sus predecesores estatistas. Llegaron al poder copiando la receta globalizadora y criticando los particularismos nacionales, y ahora esgrimen nuestra excepcionalidad para rechazar las medidas que se toman en Estados Unidos y Europa: allá sí pueden regular los mercados, incurrir en déficits, privilegiar el Estado de bienestar; acá no.
Necesitamos, pues, una mayor apertura de las decisiones en torno a nuestra economía. Existe una propuesta para crear un Consejo Económico y Social que vale la pena analizar con toda atención. ¿En qué nos benefició el haber dejado todo en manos de una élite de economistas monotemáticos? El saldo del Consenso de Washington es negativo, y eso nadie lo puede negar. La tierra prometida por ellos, privatizada y casi libre de ejidos, no dio más que unas parcelas de feracidad a una pequeña parte de la sociedad mexicana. Después de años de ajustes estructurales con un alto costo social, justo cuando se anunciaba que el estoicismo de las mayorías se vería recompensado con un mejor nivel de vida gracias a una revolución microeconómica, el error de diciembre tiró por la borda buena parte del saneamiento macroeconómico alcanzado. Los iniciados no pudieron justificar la endeblez económica del país: habían aprovechado el último aliento del presidencialismo mexicano para implantar los cambios que quisieron hasta donde quisieron y en los tiempos que quisieron. Quienes habíamos otorgado a la política económica de la globalización el beneficio de la duda pasamos a la duda del beneficio, y de ahí a la certeza del fiasco. Pues bien, pese a todo, tres lustros después seguimos por el mismo camino.
No propongo un retorno al paraíso perdido del populismo en lugar del paraíso terrenal de la mano invisible, deturpado por su mal de Parkinson. No impugno el libre comercio sino los excesos de la liberalización. Pretendo que se reconozca y se enmiende el error de pasar de la estatolatría a la soberanía del mercado, de haber debilitado lo público en aras de lo privado, de haber abrazado un fundamentalismo privatizador. Pido, en suma, que los modernizadores admitan que se han anquilosado y han reemplazado su antiguo pragmatismo por una ortodoxia que olvidó el análisis casuístico de costo-beneficio. La falta de crecimiento, el aumento de la pobreza y la desigualdad son en gran medida producto de su dogmatismo anacrónico, que descalifica a priori cualquier viraje, por sutil que sea. Los guardianes del santo sepulcro de Adam Smith han resultado más fieros que los del propio Karl Marx. Y tenemos que sufrir la vergüenza de que sean líderes europeos de derecha o el mismísimo Fondo Monetario Internacional los que nos sugieran dejar de ser más papistas que el Papa.
Hace tiempo, algunos economistas decidieron convertirse en juristas autodidactos para romper el monopolio de la acción legislativa que detentaban los del viejo régimen. Surgieron así los que yo llamo “econogados”, políticos como Pablo Gómez, Jorge Alcocer y Arturo Núñez, quienes por vocación personal o empujados por la carencia de abogados en las filas de la izquierda enriquecieron el debate jurídico con su visión exógena. Ya antes había habido licenciados en derecho que manejaron magistralmente la economía, como don Antonio Ortiz Mena. ¿Por qué no impulsar una mayor interdisciplinariedad y escuchar otras opiniones en el debate económico? Después de todo, a juzgar por sus propias estadísticas, los tecnosaurios neoliberales están reprobados.
abasave@prodigy.net.mx
kikka-roja.blogspot.com/
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