Hasta en los ceros hay clases
Lorenzo Meyer
7 Ene. 10
Si hay alguien que debe obsesionarse por ir en busca del tiempo perdido -y encontrarlo-, es México
Hay de ceros a ceros
En un artículo reciente, el premio Nobel de economía 2008, el norteamericano Paul Krugman, se dolía porque, desde el punto de vista económico, al último decenio norteamericano ya se le podía dar por perdido. Para Krugman, estos 10 últimos años deberían entrar en la historia norteamericana como "El gran cero" (The New York Times, 28 de diciembre, 2009). Pues bien, ya somos por lo menos dos, pues para tiempo perdido, en México nos pintamos solos. Nuestro cero es hoy más, mucho más grande, que el norteamericano, pues no sólo se ha perdido el tiempo y las oportunidades en lo económico sino también en lo social y en lo político.
Para Krugman, los indicadores respecto de su país son tan claros como deprimentes. Por lo que hace a creación de empleo: cero (en realidad, el empleo en el sector privado es hoy menor que en el 2000). El ingreso familiar típico a precios constantes no sólo no creció sino disminuyó, y lo mismo pasó con el mercado accionario y con el precio de las viviendas, pues actualmente los propietarios con hipotecas deben más de lo que valen sus casas.
Nuestro tiempo perdido
Si en la misma línea de Krugman, en México nos ponemos a considerar lo que ha sucedido en los dos últimos siglos -y este año de bicentenario y centenario casi obliga a ello- nos daremos cuenta de que las pérdidas de tiempo histórico han sido varias y que eso explica, al menos parcialmente, nuestro subdesarrollo. Para empezar, están los dos decenios de lucha civil que implicaron la Independencia y la Revolución en el segundo decenio de cada uno de los dos últimos siglos. También hay que incluir al periodo que abarca del primero al segundo imperio en el siglo XIX, pues se trata de un tiempo caótico y en buena medida desperdiciado. Pero hay pérdidas más recientes y que, en comparación con las pasadas, son cada vez menos justificables.
Los críticos conservadores de Luis Echeverría y de José López Portillo llamaron a los dos sexenios que ambos presidieron "La docena perdida", pese a que desde el punto de vista de los indicadores económicos, especialmente del PIB, la mayoría no fueron tan malos años. La derecha empresarial fue particularmente dura con ese par de presidentes que cerraron lo que podemos llamar "el ciclo post revolucionario" de México. Desde ese ángulo, se les criticó su fin de sexenio y en general su "populismo", el no haber sido más duros con los opositores de izquierda -el empresariado regiomontano culpó públicamente a Echeverría por el intento de secuestro que le costó la vida a Eugenio Garza Sada en 1973, y que se atribuyó a la Liga Comunista 23 de septiembre. Desde esa perspectiva, se les reprochó a los dos presidentes la ineficacia del "Estado obeso" que ambos alimentaron a costa de un incremento de la deuda pública externa, su contribución a la inflación y también se les reprochó por criticar de manera indirecta a Estados Unidos y mantener una buena relación con la Cuba castrista. Desde la izquierda, la mirada resultó también severa, pero menos por ver esos dos sexenios como económicamente perdidos y más por la persistencia del autoritarismo, de la represión y de la corrupción.
Lo que siguió a la debacle económica de 1982 sí puede ser calificado como tiempo perdido por un sector mayor de la sociedad mexicana que tuvo que vivir con un salario que perdió poder de compra (desde entonces la parte del PIB correspondiente a los salarios empezó a disminuir de manera sistemática en beneficio del capital).
Desde la óptica del empresariado, la situación resultó contradictoria, pues si bien los pequeños y medianos empresarios sufrieron con las reformas neoliberales iniciadas a partir de 1984-1985 y radicalizadas durante los sexenios de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, otros, los sobrevivientes y grandes, se beneficiaron. Las privatizaciones y la liberalización comercial fueron y son bien vistas por aquellos grupos, nacionales y extranjeros, que se beneficiaron con ellas y que hoy constituyen la columna vertebral del capitalismo en México (que no necesariamente mexicano). Estas grandes concentraciones de capital siguen pugnando por lograr que el Estado amplíe los espacios para el capital privado en los últimos reductos de la gran empresa estatal: el petróleo y la generación de energía eléctrica. Para ellos el tiempo perdido es el que tardan Pemex y la CFE en privatizarse.
La "reforma estructural" que prometió el neoliberalismo autoritario de Carlos Salinas y sus tecnócratas se topó con el desastre de 1995 y su principal producto: el Fobaproa; todo México pagó los platos rotos del mal manejo de la economía. Como un resultado de lo anterior se volvió a materializar la insurgencia electoral y esa vez sí logró sacar al PRI de Los Pinos. Con gran optimismo, muchos aceptaron la premisa del ganador de la elección de julio del 2000: con la democracia política encabezada por el PAN se pondría freno a la irresponsabilidad económica, a la demagogia y a la corrupción pública. Con un sector público encabezado por empresarios acostumbrados a la lógica del mercado y muy conocedores de nuestro gran socio comercial, Estados Unidos, el retorno del crecimiento económico casi estaba asegurado.
No fue así, no crecimos y el tiempo se volvió a perder. La corrupción siguió sin mostrar abatimiento. La supuesta lógica empresarial no fue otra cosa que el arraigo de eso que se ha llamado el capitalismo entre amigos (crony capitalism). Una consecuencia de ese tipo de arreglos entre las cúpulas política y económica fue la persistencia de las prácticas monopólicas y un retroceso significativo en la competitividad del país (en esta materia, México cayó al lugar 60 entre 132 países). La maldición de la petrolización se acentuó. El régimen panista en vez de intentar la reforma fiscal pospuesta desde los 1960 simplemente empleó los recursos petroleros para financiar el gasto corriente -¡el 40 por ciento!- y no molestar a nadie con una reestructuración del esquema impositivo. Al final de cuentas, el no hacer nada, el dejar que las inercias fueran las que dirigieran al país, llevó a que el principal indicador económico, el PIB, creciera en promedio anual en los últimos 10 años un magro 1.6 por ciento. Y si a esa cifra se le descuenta el crecimiento demográfico, entonces resulta que el crecimiento real promedio fue menor al 1 por ciento anual: el peor de América Latina.
El crecimiento económico por sí mismo no tiene mucho sentido, lo importante en México es asociar la producción de bienes y servicios con el bienestar y la equidad. Y es aquí donde la pérdida de oportunidades adquiere su mayor significado: el empleo formal ha disminuido (un indicador: en 16 carreras universitarias, en promedio sólo dos de cada 10 egresados han encontrado empleo en su área de especialidad, El Universal, 1o. de enero), la migración legal e ilegal a Estados Unidos creció al punto de convertirse, junto con la economía informal, en la válvula de escape que aminoró el estallido social, pero un país que tiene que depender de esos factores para mantener una estabilidad precaria no va por buen camino.
Los indicadores de pobreza nos cuentan que el tiempo ha corrido y la solución de nuestro gran problema social -histórico- sigue eludiéndonos. De acuerdo con las cifras de la Secretaría de Hacienda, los recursos para combatir la pobreza se han casi quintuplicado entre el 2000 y el 2009, pero el resultado no ha correspondido en absoluto a ese aumento. Según cifras de CEPAL, la proporción de mexicanos que viven en algún tipo de pobreza ha pasado de representar el 53 por ciento en 1992 a 47.4 por ciento en 2008. Para este inicio de 2010, y por los duros efectos de la crisis económica, la CEPAL calculó que la proporción de pobres superará el 50 por ciento, es decir, casi seguimos donde estábamos.
Por todo lo anterior y otros factores más, a pocos debe de extrañar que en México el apoyo al sistema democrático no haya aumentado sino bajado. De acuerdo con Latinobarómetro, entre 1996 y 2009, el apoyo a la democracia en nuestro país disminuyó en 9 puntos. El desencanto y la frustración con la vida pública es la nota dominante en México.
Una recomendación que nosotros no podemos aceptar
Los norteamericanos, con su maltrecha pero enorme economía, quizá se pueden dar el lujo de hacer lo que propone Krugman: olvidar el decenio pasado y confiar en que el próximo sea mejor. Nosotros los mexicanos ni eso podemos hacer, pues en términos relativos hemos perdido más y por más tiempo. Olvidar y confiar no serían solución sino todo lo contrario: hay que identificar los errores, las estrategias fallidas y a los responsables para luego actuar en consecuencia. Eso le debemos al 1810 y al 1910 y hay que pagarlo.
kikka-roja.blogspot.com/
Hay de ceros a ceros
En un artículo reciente, el premio Nobel de economía 2008, el norteamericano Paul Krugman, se dolía porque, desde el punto de vista económico, al último decenio norteamericano ya se le podía dar por perdido. Para Krugman, estos 10 últimos años deberían entrar en la historia norteamericana como "El gran cero" (The New York Times, 28 de diciembre, 2009). Pues bien, ya somos por lo menos dos, pues para tiempo perdido, en México nos pintamos solos. Nuestro cero es hoy más, mucho más grande, que el norteamericano, pues no sólo se ha perdido el tiempo y las oportunidades en lo económico sino también en lo social y en lo político.
Para Krugman, los indicadores respecto de su país son tan claros como deprimentes. Por lo que hace a creación de empleo: cero (en realidad, el empleo en el sector privado es hoy menor que en el 2000). El ingreso familiar típico a precios constantes no sólo no creció sino disminuyó, y lo mismo pasó con el mercado accionario y con el precio de las viviendas, pues actualmente los propietarios con hipotecas deben más de lo que valen sus casas.
Nuestro tiempo perdido
Si en la misma línea de Krugman, en México nos ponemos a considerar lo que ha sucedido en los dos últimos siglos -y este año de bicentenario y centenario casi obliga a ello- nos daremos cuenta de que las pérdidas de tiempo histórico han sido varias y que eso explica, al menos parcialmente, nuestro subdesarrollo. Para empezar, están los dos decenios de lucha civil que implicaron la Independencia y la Revolución en el segundo decenio de cada uno de los dos últimos siglos. También hay que incluir al periodo que abarca del primero al segundo imperio en el siglo XIX, pues se trata de un tiempo caótico y en buena medida desperdiciado. Pero hay pérdidas más recientes y que, en comparación con las pasadas, son cada vez menos justificables.
Los críticos conservadores de Luis Echeverría y de José López Portillo llamaron a los dos sexenios que ambos presidieron "La docena perdida", pese a que desde el punto de vista de los indicadores económicos, especialmente del PIB, la mayoría no fueron tan malos años. La derecha empresarial fue particularmente dura con ese par de presidentes que cerraron lo que podemos llamar "el ciclo post revolucionario" de México. Desde ese ángulo, se les criticó su fin de sexenio y en general su "populismo", el no haber sido más duros con los opositores de izquierda -el empresariado regiomontano culpó públicamente a Echeverría por el intento de secuestro que le costó la vida a Eugenio Garza Sada en 1973, y que se atribuyó a la Liga Comunista 23 de septiembre. Desde esa perspectiva, se les reprochó a los dos presidentes la ineficacia del "Estado obeso" que ambos alimentaron a costa de un incremento de la deuda pública externa, su contribución a la inflación y también se les reprochó por criticar de manera indirecta a Estados Unidos y mantener una buena relación con la Cuba castrista. Desde la izquierda, la mirada resultó también severa, pero menos por ver esos dos sexenios como económicamente perdidos y más por la persistencia del autoritarismo, de la represión y de la corrupción.
Lo que siguió a la debacle económica de 1982 sí puede ser calificado como tiempo perdido por un sector mayor de la sociedad mexicana que tuvo que vivir con un salario que perdió poder de compra (desde entonces la parte del PIB correspondiente a los salarios empezó a disminuir de manera sistemática en beneficio del capital).
Desde la óptica del empresariado, la situación resultó contradictoria, pues si bien los pequeños y medianos empresarios sufrieron con las reformas neoliberales iniciadas a partir de 1984-1985 y radicalizadas durante los sexenios de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, otros, los sobrevivientes y grandes, se beneficiaron. Las privatizaciones y la liberalización comercial fueron y son bien vistas por aquellos grupos, nacionales y extranjeros, que se beneficiaron con ellas y que hoy constituyen la columna vertebral del capitalismo en México (que no necesariamente mexicano). Estas grandes concentraciones de capital siguen pugnando por lograr que el Estado amplíe los espacios para el capital privado en los últimos reductos de la gran empresa estatal: el petróleo y la generación de energía eléctrica. Para ellos el tiempo perdido es el que tardan Pemex y la CFE en privatizarse.
La "reforma estructural" que prometió el neoliberalismo autoritario de Carlos Salinas y sus tecnócratas se topó con el desastre de 1995 y su principal producto: el Fobaproa; todo México pagó los platos rotos del mal manejo de la economía. Como un resultado de lo anterior se volvió a materializar la insurgencia electoral y esa vez sí logró sacar al PRI de Los Pinos. Con gran optimismo, muchos aceptaron la premisa del ganador de la elección de julio del 2000: con la democracia política encabezada por el PAN se pondría freno a la irresponsabilidad económica, a la demagogia y a la corrupción pública. Con un sector público encabezado por empresarios acostumbrados a la lógica del mercado y muy conocedores de nuestro gran socio comercial, Estados Unidos, el retorno del crecimiento económico casi estaba asegurado.
No fue así, no crecimos y el tiempo se volvió a perder. La corrupción siguió sin mostrar abatimiento. La supuesta lógica empresarial no fue otra cosa que el arraigo de eso que se ha llamado el capitalismo entre amigos (crony capitalism). Una consecuencia de ese tipo de arreglos entre las cúpulas política y económica fue la persistencia de las prácticas monopólicas y un retroceso significativo en la competitividad del país (en esta materia, México cayó al lugar 60 entre 132 países). La maldición de la petrolización se acentuó. El régimen panista en vez de intentar la reforma fiscal pospuesta desde los 1960 simplemente empleó los recursos petroleros para financiar el gasto corriente -¡el 40 por ciento!- y no molestar a nadie con una reestructuración del esquema impositivo. Al final de cuentas, el no hacer nada, el dejar que las inercias fueran las que dirigieran al país, llevó a que el principal indicador económico, el PIB, creciera en promedio anual en los últimos 10 años un magro 1.6 por ciento. Y si a esa cifra se le descuenta el crecimiento demográfico, entonces resulta que el crecimiento real promedio fue menor al 1 por ciento anual: el peor de América Latina.
El crecimiento económico por sí mismo no tiene mucho sentido, lo importante en México es asociar la producción de bienes y servicios con el bienestar y la equidad. Y es aquí donde la pérdida de oportunidades adquiere su mayor significado: el empleo formal ha disminuido (un indicador: en 16 carreras universitarias, en promedio sólo dos de cada 10 egresados han encontrado empleo en su área de especialidad, El Universal, 1o. de enero), la migración legal e ilegal a Estados Unidos creció al punto de convertirse, junto con la economía informal, en la válvula de escape que aminoró el estallido social, pero un país que tiene que depender de esos factores para mantener una estabilidad precaria no va por buen camino.
Los indicadores de pobreza nos cuentan que el tiempo ha corrido y la solución de nuestro gran problema social -histórico- sigue eludiéndonos. De acuerdo con las cifras de la Secretaría de Hacienda, los recursos para combatir la pobreza se han casi quintuplicado entre el 2000 y el 2009, pero el resultado no ha correspondido en absoluto a ese aumento. Según cifras de CEPAL, la proporción de mexicanos que viven en algún tipo de pobreza ha pasado de representar el 53 por ciento en 1992 a 47.4 por ciento en 2008. Para este inicio de 2010, y por los duros efectos de la crisis económica, la CEPAL calculó que la proporción de pobres superará el 50 por ciento, es decir, casi seguimos donde estábamos.
Por todo lo anterior y otros factores más, a pocos debe de extrañar que en México el apoyo al sistema democrático no haya aumentado sino bajado. De acuerdo con Latinobarómetro, entre 1996 y 2009, el apoyo a la democracia en nuestro país disminuyó en 9 puntos. El desencanto y la frustración con la vida pública es la nota dominante en México.
Una recomendación que nosotros no podemos aceptar
Los norteamericanos, con su maltrecha pero enorme economía, quizá se pueden dar el lujo de hacer lo que propone Krugman: olvidar el decenio pasado y confiar en que el próximo sea mejor. Nosotros los mexicanos ni eso podemos hacer, pues en términos relativos hemos perdido más y por más tiempo. Olvidar y confiar no serían solución sino todo lo contrario: hay que identificar los errores, las estrategias fallidas y a los responsables para luego actuar en consecuencia. Eso le debemos al 1810 y al 1910 y hay que pagarlo.
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