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viernes, 26 de marzo de 2010

Dar y recibir: Juan Villoro

Dar y recibir
Juan Villoro
26 Mar. 10

Hay países tediosos donde la rutina tiene el mal gusto de parecerse a sí misma. México es una patria interesante donde la tradición es algo que se adivina.

No creo ser el único que se siente en falta con las maneras de nuestra barroca sociedad. De pronto, unos ojos de rencilla anuncian que cometiste una ofensa indescifrable. La verdad sea dicha, hay ocasiones en que resulta placentero molestar con justificación y conocimiento de causa. Lo malo es cometer una grosería sin saberlo ni disfrutarlo.

Aunque me precio de tener amplia experiencia en padecimientos burocráticos, siempre se puede aprender algo. Cuento lo que me acaba de pasar en una oficina.

Por algún principio desconocido, ahora una persona sólo existe si presenta un legajo de papeles que incluyen placa de tórax y tipo sanguíneo. El pasaporte no basta para acreditarte, o sólo basta para acreditar que estás aquí y no tienes dinero para irte. Para recibir un pago es necesario sortear el laberinto de las siglas: mostrar que tienes CURP, RFC y código interbancario CLABE. Encontrar estos papeles en mis cajones ameritaría un GPS, y enviarlos, otras venturosas iniciales: UPS o DHL.

El documento más raro que me piden es mi título universitario. Entiendo que un médico deba presentarlo para abrir un cuerpo o un ingeniero para construir un puente. ¿Qué sapiencia técnica garantiza la carrera de sociología? Esto se agrava porque no me pagan por entender a la sociedad, sino por la confusión que me lleva a imaginarle historias.

Todo currículum humanístico es engañoso. Cuando me presento en una ventanilla para cobrar una ponencia sobre "La construcción del sujeto en la novela hipertextual" o "El yo en tiempos del Bicentenario", el encargado analiza mis datos y alza la ceja del desconcierto al enterarse de que no le paga a un analista certificado sino al autor de El taxi de los peluches y Cazadores de croquetas.

Los títulos para niños impiden que el autor caiga en sospecha de solemnidad. Por desgracia, los trámites son, ante todo, una ocasión solemne. No hay modo de que admitan la ligereza o el desparpajo. No entregamos documentos; los rendimos. Nuestra cara de circunstancia delata que al final de todos los sellos está el acta de defunción.

La tecnología virtual ha ahorrado muchos procedimientos y ahora ciertos papeles pueden enviarse por correo electrónico. Pero no todo mundo está psicológicamente capacitado para esto. Debo confesar que tengo una relación táctil con la identidad: sólo existo cuando toco mis documentos.

Tal vez este arraigo existencial a los expedientes se deba a que llevo más de cinco décadas de ser mexicano. Lo cierto es que no puedo confiar mis trámites a la virtualidad. Llevo personalmente originales y fotocopias. De tanto en tanto, acaricio mi fólder como su fuera un caballo en un establo.

Sólo cuando entrego mis papeles ante las uñas manicureadas correspondientes, sé que pasarán al destino adecuado: la caja de detergente que rima con "no es urgente".

La tradición mexicana es algo que cambia mucho sin perder lo suyo. Nuestras oficinas reciben cada vez menos desconocidos y están llenas de especialistas en la visita. Son mensajeros que saludan al policía con triple apretón de manos, preguntan si ya se alivió Rosa, regalan caramelos y recorren el edificio con la calma de quien busca goteras.

Los advenedizos debemos esperar a que confirmen nuestra solicitud de ingreso. Resulta aconsejable llevar el nombre completo de la persona que se visita, el de su secretaria y las extensiones a las que se debe marcar desde la recepción. Digo esto porque he descubierto un recurso seguramente estratégico: los guardias no saben quién trabaja en el edificio.

De nada sirve informar que buscas a la licenciada González. Ese tipo de generalidades se reservan para la irrealidad del cine mexicano. En la vida real debes dar nombres completos, cargos y extensiones.

El otro día me quedé varado ante el muro de las lamentaciones de una oficina. La persona que iba a ver no estaba en su despacho y yo había perdido el número de su extensión. Una intrincada red de llamadas me permitió solventar esta carencia. Por suerte, el funcionario tenía un asistente astuto:

-No diga que viene a dejar documentos, sino a recibirlos -me aconsejó.

Así lo hice y el Mar Rojo se abrió. Fue una auténtica novedad en mi vida entre oficinas. ¿Cuál es la diferencia entre dar y recibir? Pensé en esto hasta el décimo piso. Ya arriba, la persona que me dio el consejo explicó:

-El que trae algo viene a solicitar, el que recibe ya solicitó.

Entendí que los trámites del presente son una molestia y los trámites del pasado un logro. Como tantas veces, entendí mal.

-Es un principio de seguridad: si ya pasó por aquí, le tienen confianza -dijo el otro con un gesto cómplice.

Obviamente resulta imposible recoger un documento sin iniciar antes un trámite. La estratagema para vencer la severa vigilancia de la oficina dependía de una mentira.

El homo burocraticus es primario: aunque todo esto me tomó dos horas, me sentí de maravilla.

kikka-roja.blogspot.com/

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