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domingo, 22 de enero de 2012

Mancera : Raymundo Riva Palacio

Mancera

Miguel Ángel Mancera estaba totalmente seguro hace menos de cinco meses que su destino y su futuro político en el Distrito Federal dependerían únicamente de su jefe, Marcelo Ebrard. ¿Tenía ganas de ser candidato al gobierno en la capital federal? Sin duda, confiaba. ¿Cuándo iniciaría entonces su lucha por el sueño? “No me moverá si Marcelo no lo autoriza”, afirmaba. Si no tenía esas señales, se quedaría quieto.

Mancera no estaba en el radar electoral de Ebrard. Hace apenas poco más de un año dijo en una charla informal que él sólo veía a dos aspirantes a sucederlo, dentro de lo que era su equipo: su amigo y cercanísimo colaborador Mario Delgado, en ese entonces secretario de Finanzas, y la líder de la Asamblea Legislativa, Alejandra Barrales, que pese a no venir del mismo establo, había apostado por el proyecto marcerlista.

De hecho, Mancera en ese entonces se debatía entre la permanencia como procurador y el despido, por las intrigas sometidas por cercanos al jefe de gobierno que tenían regularmente molesto a Ebrard con su colaborador. La presión se debía a que Mancera se dedicaba a hacer su trabajo que a hacerle casos a sugerencias con tono de orden que le daban cercanos a Ebrard, lo que no gustaba que el miembro del gabinete con menos carrera política y que tampoco pertenecía al PRD, ejerciera autonomía y respondiera únicamente a las instrucciones del Jefe de Gobierno.

La disputa por la candidatura se iba a dar entre las corrientes de la izquierda en el Distrito Federal, algunas de ellas grandes, y otras menores, pero todas con un peso específico en la capital. Ebrard jugaría con dos, pero su Plan A, Delgado, nunca creció. Ebrard lo movió de Finanzas a Educación, secretaría muy noble, y le autorizó recursos y pautas publicitarias en medio, aún en detrimento de su propia imagen. Lo placeó y lo subía a cuanto presídium se organizaba, pero todo el peso del aparato de Gobierno no detonó las hormonas electorales de Delgado.

Al irse cayendo el Plan A, y con sólo una aspirante al relevo, Barrales, se comenzó a jugar la carta del Plan C, alguien fuera del partido con buena imagen que pudiera jugar la carta externa. Ebrard mandó hacer encuestas sobre Juan Ramón de la Fuente, el ex rector de la UNAM, quien primero aparecía muy alto y luego se fue evaporando, en parte porque también él, por razones personales prefirió no contender. Manuel Camacho, asesor de Ebrard y coordinador del DIA, intentó posicionarse, pero dos encuestas que mandó a hacer lo colocaron por debajo incluso de Delgado. Imposible.

Mancera, quien durante los dos últimos años fue el funcionario ebrardista mejor calificado en los medios, recibió la señal. El Plan C entraría en funcionamiento. Sin hacer campaña, como Barrales y otros contendientes, estaba en el tercer lugar de las preferencias, debajo de la diputada y del senador Carlos Navarrete. Eran siete puntos de diferencia con Barrales, a escasas tres semanas de la encuesta que definiría al candidato. Siete puntos son demasiados, pero Ebrard hizo lo que a él, en su contienda por la candidatura presidencial, no le alcanzó para vencer a Andrés Manuel López Obrador: desplegar una intensa campaña de aire.

Las elecciones tienen dos tipos de campaña. Las de tierra son con los militantes y en búsqueda directa de nuevos electores; las de aire, son de propaganda y medios de comunicación. Mancera no tendría posibilidad alguna si trabajara las dos, además innecesarias porque la encuesta para definir candidato sería en población abierta. Con el aval de Ebrard, se dio luz verde. Un empresario agradecido por lo que hizo Mancera para resolver el secuestro y asesinato de su hijo, pagó toda la publicidad exterior en los estacionamientos de la capital, y el tubo de recursos se abrió.

Con el apoyo del Gobierno del Distrito Federal y el dinero privado, cuadrillas de trabajadores capitalinos tapizaron la ciudad de propaganda y abrieron los medios de comunicación al procurador, mientras se cerraban a Barrales, que lo que tenía muy sólido era la campaña de aire. Navarrete veía con preocupación a Barrales, pero de Mancera, aunque lo veía subir, comentaba: “Está sentado en un polvorín”. Es decir, en cualquier momento le podría explotar.

No sucedió. Navarrete no pudo seguir el paso y declinó. Barrales, sin que Ebrard le hubiera dado una señal al final de la contienda para dejar el paso libre a Mancera, continuó hasta el final. Fue una lucha de tres semanas. En diciembre, todo apuntaba en el entorno de Ebrard por Barrales, pero para mediados de enero, el respaldo estaba a favor del ya entonces ex procurador.

Su imagen previa logró una rápida maduración con la campaña de aire desplegada, y el diagnóstico que realizó el equipo de Ebrard en los días previos, de con cuál sería realmente una candidatura ganadora, se confirmó. En las encuestas que definieron al candidato de la izquierda, Mancera no sólo era el mejor entre sus adversarios, sino quien vencería a quien, en el escenario actual de contendientes, le pusieran en frente.

El Plan C resultó ser el mejor. La estrategia de aire también probó ser eficiente. Mancera no tiene la fuera de tierra, pero cuando todas las corrientes de la izquierda en la capital le levantaron la mano en aceptación de su derrota –Barrales no lo hizo, pero se prevé que lo haga en unos días-, el mensaje que transmitieron es que irán unidas en tornó a él. No será por Mancera únicamente, sino por ellos mismos. Si pierde el candidato, quienes más perderán serán ellas, que viven del último bastión en México de la izquierda.

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