Ayer, la primera Convención Nacional contra la Imposición, que reúne a más de dos mil delegados de unas 300 organizaciones sociales de 29 entidades –entre las más destacadas, el movimiento estudiantil #YoSoy132, el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), la Coordinadora Nacional Plan de Ayala, el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE)–, que se lleva a cabo en San Salvador Atenco, acordó un plan de acción que incluye tomas o bloqueos de instalaciones de Televisa, manifestaciones en diversos puntos del país, protestas cívicas para el 1º, 6 y 15 de septiembre –fechas de la entrega del informe presidencial al Legislativo, del plazo límite para el fallo del tribunal electoral (TEPJF) y de la fiesta de la Independencia, respectivamente–, así como un cerco al Palacio Legislativo el primero de diciembre, en caso de que se declare procedente la asunción de la Presidencia por el aspirante priísta, Enrique Peña Nieto.
De esta manera, el conflicto generado por los vicios del proceso electoral –aún en curso, habida cuenta de que no ha sido calificado por la instancia judicial correspondiente– toma dos cursos de desarrollo diferenciados, aunque relacionados entre sí: por una parte, el recurso judicial interpuesto ante las instituciones electorales por el Movimiento Progresista, la coalición que postuló a la Presidencia a Andrés Manuel López Obrador, que se ha inconformado ante el desaseo y las ilegalidades a las que recurrió el priísmo para lograr los resultados favorables que le atribuye el Instituto Federal Electoral; por la otra, una resistencia social creciente y cada vez más articulada, para la cual es inaceptable el eventual retorno del PRI a la Presidencia por medio de un político con antecedentes represivos y de violaciones graves a los derechos humanos, y cuya campaña es considerada por diversos sectores sociales un intento de imposición de la televisión comercial y de otros poderes fácticos.
Lo peor que podría hacerse en este delicado escenario sería regatear el análisis de los factores que lo configuran y menospreciar los descontentos acumulados no sólo durante el sexenio que está por terminar, sino a lo largo del ciclo neoliberal que empezó hace 30 años bajo presidencias priístas. Atribuir la oleada de indignación a una supuesta manipulación política lopezobradorista o suponer que la reunión que tiene lugar en Atenco es un mero brazo operativo del Movimiento Progresista conduciría a minimizar la energía de expresiones sociales autónomas, tanto estudiantiles como agrarias y sindicales, que deben su gestación y su desarrollo no a la campaña presidencial de las izquierdas, sino al cúmulo de agravios perpetrados por las pasadas cuatro o cinco administraciones federales, por buena parte de las estatales y por el poder de un grupo político-mediático empresarial de características claramente oligárquicas.
En tal circunstancia, la manera deseable de resolver el conflicto poselectoral es mediante un fallo sereno, apegado a derecho y con altura de miras por el tribunal electoral, cuyos integrantes tendrían que tomar en cuenta, además de la estricta legalidad o ilegalidad del proceso electoral, su legitimidad o la falta de ella. Es decir, los magistrados del TEPJF tendrían que contrastar los resultados expuestos por el IFE con los criterios de validez, justicia y eficacia que ha de reunir una decisión institucional y actuar en consecuencia, adoptando las soluciones previstas en las normas legales para los diferendos electorales. De esa decisión depende, en buena medida, que el país pueda conducirse a un restablecimiento de la plena legitimidad presidencial –deficitaria, en el curso de la administración que está por terminar–, preservar la gobernabilidad y superar las fracturas sociales acumuladas por dos elecciones sucesivas impugnadas.
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http://www.jornada.unam.mx/2012/07/16/opinion/002a1edi
kikka-roja.blogspot.com
De esta manera, el conflicto generado por los vicios del proceso electoral –aún en curso, habida cuenta de que no ha sido calificado por la instancia judicial correspondiente– toma dos cursos de desarrollo diferenciados, aunque relacionados entre sí: por una parte, el recurso judicial interpuesto ante las instituciones electorales por el Movimiento Progresista, la coalición que postuló a la Presidencia a Andrés Manuel López Obrador, que se ha inconformado ante el desaseo y las ilegalidades a las que recurrió el priísmo para lograr los resultados favorables que le atribuye el Instituto Federal Electoral; por la otra, una resistencia social creciente y cada vez más articulada, para la cual es inaceptable el eventual retorno del PRI a la Presidencia por medio de un político con antecedentes represivos y de violaciones graves a los derechos humanos, y cuya campaña es considerada por diversos sectores sociales un intento de imposición de la televisión comercial y de otros poderes fácticos.
Lo peor que podría hacerse en este delicado escenario sería regatear el análisis de los factores que lo configuran y menospreciar los descontentos acumulados no sólo durante el sexenio que está por terminar, sino a lo largo del ciclo neoliberal que empezó hace 30 años bajo presidencias priístas. Atribuir la oleada de indignación a una supuesta manipulación política lopezobradorista o suponer que la reunión que tiene lugar en Atenco es un mero brazo operativo del Movimiento Progresista conduciría a minimizar la energía de expresiones sociales autónomas, tanto estudiantiles como agrarias y sindicales, que deben su gestación y su desarrollo no a la campaña presidencial de las izquierdas, sino al cúmulo de agravios perpetrados por las pasadas cuatro o cinco administraciones federales, por buena parte de las estatales y por el poder de un grupo político-mediático empresarial de características claramente oligárquicas.
En tal circunstancia, la manera deseable de resolver el conflicto poselectoral es mediante un fallo sereno, apegado a derecho y con altura de miras por el tribunal electoral, cuyos integrantes tendrían que tomar en cuenta, además de la estricta legalidad o ilegalidad del proceso electoral, su legitimidad o la falta de ella. Es decir, los magistrados del TEPJF tendrían que contrastar los resultados expuestos por el IFE con los criterios de validez, justicia y eficacia que ha de reunir una decisión institucional y actuar en consecuencia, adoptando las soluciones previstas en las normas legales para los diferendos electorales. De esa decisión depende, en buena medida, que el país pueda conducirse a un restablecimiento de la plena legitimidad presidencial –deficitaria, en el curso de la administración que está por terminar–, preservar la gobernabilidad y superar las fracturas sociales acumuladas por dos elecciones sucesivas impugnadas.
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