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viernes, 3 de octubre de 2008

Transición democrática y movimiento estudiantil

José A. Crespo
Transición democrática y movimiento estudiantil

La atribulada y titubeante transición política en México tiene muchas peculiaridades con respecto a las que han ocurrido durante la “tercera ola” democrática. Una de ellas es que la fecha de su inicio no está nada clara, no hay consenso entre los estudiosos sobre cuándo se inició la situación que define genéricamente una transición política, es decir, la inexistencia de un acuerdo entre las principales fuerzas sociales, sobre las reglas políticas aplicables. Lo que da lugar a un periodo (de duración variable) en el que las viejas reglas (o algunas de ellas) se han desgastado y las nuevas no están claramente definidas o no son admitidas por todos los actores relevantes. En la mayoría de las experiencias de transición democrática de los últimos treinta años, la fecha en que se inicia el proceso es clara: la revolución de los claveles en Portugal, la muerte del generalísimo Franco en España, la caída de los militares en Argentina, a raíz de la guerra de Las Malvinas, el plebiscito sobre la permanencia de Augusto Pinochet en Chile o la llegada de Mikhail Gorbachev en la Unión Soviética. En México, la democratización ha sido gradualista, lenta y ambigua, y no está claro el momento en que se puede dar por iniciada. Hay muchas fechas posibles, pero los criterios para elegir una son más bien arbitrarios y no compartidos por todos los especialistas.

Muchos sostienen que fue el movimiento estudiantil de hace cuarenta años, y su violenta represión, el punto de partida de la transición democrática. Otros no la ubican ahí —sin restar importancia al suceso— sino por ejemplo en 1979, con la reforma política que permitió una apertura gradual pero real en el sistema de partidos y electoral; o bien en 1982, cuando la más importante crisis económica desde 1929 permitía vislumbrar que el esquema de partido hegemónico no sería ya sostenible, además de provocar una profunda y determinante fractura dentro del partido oficial (lo que sucedió en 1987). Otros más ubican el inicio de la transición en 1988, cuando ya fueron visibles los efectos de todo lo anterior, pues a partir de entonces se cayó con más claridad en el terreno en que dejan de operar en cierto grado las reglas vigentes, si bien no se cuenta con nuevas reglas democráticas de aceptación general. Finalmente, hay quienes consideran que la transición se inicia en 1996, cuando se dio plena autonomía al IFE, lo que impedía al partido gubernamental revertir resultados desfavorables (que es un punto fundamental de la democratización electoral) o la alternancia del año 2000, que abrió con claridad la oportunidad de profundizar y consolidar la democratización (oportunidad, para mí, desperdiciada, hasta nuevo aviso).

El movimiento estudiantil de hace 40 años no llegó a tener una capacidad de desafío real a la estabilidad del régimen priista, si bien algunos sostienen que, de no haber sido reprimido de la forma en que lo fue, hubiera podido extenderse a otros sectores de la población y tornarse en potencialmente desestabilizador. No sabremos si ese hubiera sido su desenlace, pero el gobierno mexicano sí lo llegó a creer (o al menos utilizó ese argumento para justificar la represión del 2 de octubre). Es cierto también que otros sucesos represivos se habían dado antes, que tampoco representaron un desafío real al Estado priista: el de los ferrocarrileros de una década antes o el de los médicos de 1964-65. La guerrilla ya operaba desde entonces. Y, a nivel estatal, se habían dado diversos actos de represión a movimientos opositores, como por ejemplo en San Luis Potosí, en 1961 (contra los partidarios del legendario líder cívico, el doctor Salvador Nava, quien fue recluido en un campo militar de la capital y torturado).

Sin embargo, hay algo que distingue al ‘68 de esos y otros eventos de represión: fue mucho más visible y agraviante a la sociedad por el nivel de sangre derramada justo en el centro político de la República, imposible por lo tanto de ocultarlo. No puede decirse que el movimiento tuviera como estandarte exclusivo la democratización política, pues participaban en él varios convencidos marxistas (lo que sirvió al gobierno para presentar al movimiento, de manera falaz, como parte de una conjura del comunismo internacional para desestabilizar a México). Si bien no todos los participantes eran de izquierda (por ahí andaba arengando el joven Diego Fernández de Cevallos y hubo muchos estudiantes de universidades privadas menos proclives al radicalismo). Pero sus peticiones encerraban un ideario inequívocamente democrático: libertades políticas, de expresión y asociación, así como rendición de cuentas (hemos avanzado mucho en lo primero, pero casi nada en lo segundo). Había en el movimiento un cuestionamiento de fondo sobre el carácter revolucionario y democrático del régimen, lo cual el propio gobierno se encargó de ratificar al sofocarlo con sangre. Hasta entonces, prevalecía la idea de que se avanzaba por la vía democrática, así fuera de manera gradual. Ahí quedó claro que lo que teníamos era un régimen autoritario, aunque con una persuasiva máscara democrática. Por eso, si bien las reglas del régimen no cambiaron sustancialmente en ese momento (perdurarían en lo esencial durante varios años más), sí puede considerarse al ‘68 como un golpe decisivo a la legitimidad del régimen priista, que fue por ende desprovisto de su pretendido carácter democrático y revolucionario. Se exhibió a sí mismo como un régimen inequívocamente autoritario, pese a su vestuario democrático: mano de hierro con guante de seda.



Kikka Roja

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