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viernes, 3 de octubre de 2008

Agustín Basave

No se olvida
Agustín Basave
29-Sep-2008
La gran lección del 68, la que es hoy más vigente que nunca, es que las señales de que se requiere un nuevo acuerdo en lo fundamental nunca deben ser desdeñadas


Este jueves se cumplirán 40 años de la masacre de Tlatelolco. Gracias a un notable trabajo periodístico de Excélsior hemos podido recrear, de un par de meses para acá, la génesis del movimiento estudiantil de 1968. Es fascinante corroborar cómo se fue gestando una avalancha de conciencias y agravios a partir de hechos aparentemente inocuos y espontáneos, y es estimulante constatar que la historia también está hecha de voluntades y que en consecuencia el futuro es inventable.

El determinismo se suele empecinar en encontrar vericuetos abstractos para jactarse, siempre a toro pasado, de que “las condiciones objetivas estaban dadas” y de que todo estaba escrito, pero con semejante terquedad el rigor histórico lo suele desmentir. En el 68 había más que condiciones objetivas: había un conjunto de jóvenes que decidieron tejer una urdimbre de inconformidades y acabaron cambiando el rumbo de México. He dicho muchas veces que, como mi insigne paisano Alfonso Reyes, prefiero autocitarme que repetirme.

De modo que voy a transcribir aquí lo que escribí hace una década. “A los miembros de mi generación la noche de Tlatelolco nos pasó de noche. Yo tenía 10 años en 1968, y si acaso me enteré de lo sucedido fue de manera tangencial y remota. Supe lo que había pasado mucho tiempo después cuando, ya mayor de edad, leí algunos libros sobre el tema y conocí a varios de los protagonistas del movimiento estudiantil… Creo tener una visión global y, hasta donde es posible, objetiva de la tragedia… Se trató de… una manifestación desordenada y un tanto anárquica de la inconformidad de los jóvenes frente a un sistema autoritario… No hubo en ella, como con excepción de la Reforma no lo ha habido en ninguno de los capítulos de nuestra historia, un corpus doctrinario o ideológico bien definido, un proyecto de nación claro y previamente suscrito por el cual se luchara, sino una suma de desencantos que llevaron a mucha gente a la calle guiada más por intuición que por cálculo o razonamiento. Y del otro lado, una respuesta violenta que mostró las primeras cuarteaduras del régimen posrevolucionario, el síntoma de que surgían nuevas demandas sociales que el sistema político mexicano no podía procesar sin el uso de la represión”.

“No sé con precisión qué ocurrió el 2 de octubre… Quizá había estudiantes armados o provocadores infiltrados en el mitin, pero estoy cierto de que no fueron ellos los culpables de la masacre. La actuación de los participantes en esa manifestación, al igual que en cualquiera de las marchas y reuniones previas, tuvo todas las características propias de un movimiento juvenil: entusiasmo, desmadre, energía, indisciplina, creatividad, irreverencia, desparpajo y cierto grado de inconciencia e ingenuidad. Pero pensar que el puñado de ultras… que probablemente había entre los muchachos pudo… detonar la matanza es incurrir en una inconciencia e ingenuidad mayores a las que tuvieron los ‘chavos sesentayochoeros’. Es evidente que se les quería dar un escarmiento para acabar con el problema y que, en el mejor de los casos, se les pasó la mano”. Hoy, diez años después, refrendo lo que escribí entonces, pero me sacudo el prurito de imparcialidad. No me queda la menor duda de que el presidente Díaz Ordaz decidió aplastar el movimiento, calculando que el encarcelamiento de los líderes y/o una cuota de sangre eran necesarios para lograrlo y sacarse de una vez por todas la piedra del zapato.

Es decir, entre los dos escándalos mediáticos que el gobierno estaba condenado a enfrentar en el ámbito internacional —crónicas y fotografías que se diluirían con los Olimpiadas o imágenes televisivas que se transmitirían a lo largo de toda la duración de los Juegos— escogió el que creyó que tenía el costo político más bajo. Se equivocó, porque no tomó en cuenta que el precio de la segunda opción se incrementaría en el futuro. No previó que habría una transición democrática, que los medios nacionales se librarían de la censura y que la historia dejaría de ser escrita por el régimen que él encabezaba.

La gran lección del 68, la que es hoy más vigente que nunca, es que las señales de que se requiere un nuevo acuerdo en lo fundamental nunca deben ser desdeñadas. Hoy se perciben en México, en ese sentido, signos similares a los de hace 40 años. El establishment de nuestro país le sigue teniendo miedo a la democracia. Acata sus principios, pero no sus finales: no parece dispuesto a aceptar sus consecuencias si ello significa el advenimiento de un gobierno de izquierda.

Hemos avanzado mucho, el sistema político mexicano de 2008 es afortunadamente muy distinto al de 1968, pero las élites en el poder impiden que culmine la transición porque quieren que el orden democrático les garantice que sus intereses nunca sufrirán la más mínima merma. Temen en demasía el triunfo de sus adversarios ideológicos y no entienden que la democracia implica pérdidas temporales y parciales a alguna de las partes, ni se dan cuenta de que los vetos son a la larga más perjudiciales que los riesgos de la alternancia. Ojalá que se den cuenta pronto, porque una vez más empiezan a verse cuarteaduras que evidencian demandas sociales que el nuevo régimen no parece capaz de procesar.



Kikka Roja

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