Chatarra
En México la televisión es vehículo idóneo, según se mire, no sólo de información, entretenimiento y tergiversación propagandística de la realidad nacional, también es medio fértil para publicitar. La publicidad supone algo positivo: mejora la capacidad de decisión del consumidor, beneficia al medio cuando comercializa espacios y resulta pingüe negocio para el publicista que diseña anuncios y establece pautas de repetición, significación e incidencia. Esto en términos de libro de texto yuppie. La publicidad es la neta, güey, o sea. En la realidad nacional, la publicidad (haciendo de lado con un palito, porque embarra, la que se aplica al mentidero de la política), y en especial la destinada a capturar el subconsciente de nuestros niños termina siendo un depurado ejercicio de mercantilismo vesánico e inconsecuente.
Según Manuel Fernández Allende, de la Procuraduría Federal del Consumidor (www.consumersinternational.org), en países con marcos jurídicos más cuidadosos en cuanto los derechos de los consumidores, como Chile, Argentina, Japón, España o sí, el mismo Estados Unidos, la regulación estatal a los excesos de los anunciantes en televisión, de productos cuyo consumo resulta nocivo para la salud, es severa e inapelable. Antes que el bien de algunos empresarios (que de todos modos terminan atiborrados de dinero) y de sus contratistas publicitarios está el bien común, y dentro del bien común debe ser primordial el bien de la niñez.
Es cierto que en México se reguló, no sin tropiezos, no sin zancadillas y no sin sobornos, la publicidad al cigarrillo, y algo se ha contenido, en un país con millones de alcohólicos, la de algunos productos con alto contenido de alcohol, aunque la cerveza, bebida de introducción al posterior consumo alcohólico a menudo desmedido entre nuestros jóvenes, brilla en horario estelar tal que fuera un producto inocuo como el agua.
Pero lo que merece capítulo aparte es la bestial descarga que los niños tragan todos los días en publicidad de comida chatarra sin valor nutricio real y con altísimos contenidos calóricos; productos cuya elaboración, distribución y consumo persiguen exclusivamente los pesos que puedan exprimir al bolsillo de los mexicanos, importándole un pito a los propietarios de esas marcas, últimos responsables de muchos de los problemas de salud de nuestra niñez, que su riqueza se sustenta en pésimos hábitos alimenticios, en un treinta y nueve por ciento de niños mexicanos con diabetes; en que este país consume mucha menos leche que jarabes de fructosa con colorantes y gas carbónico: la friolera de 149 litros de refresco por habitante al año. Un niño que vea El chavo del ocho puede estar expuesto hasta a 230 spots en una sola sentada. Dice Fernández Allende: "En nuestro país los antecedentes en materia de autorregulación se ubican en 1988, cuando el Consejo Nacional de Publicidad elaboró un Código de Ética Publicitaria. Sin embargo, dicho código nunca fue puesto en práctica", y apunta que si bien hubo un antecedente de autorregulación en medios en cuanto al contenido de la publicidad desde 1995, no fue sino mucho después que el Consejo de Autorregulación y Ética Publicitaria (suena a oxímoron… ética publicitaria) se puso en marcha. ¿Y dónde está?
Por eso no sorprende que haya una dizque legisladora, una señora del pan, desde luego, a la que se antoja preferible "proteger" las plazas de trabajo de publicistas y fabricantes de frituras y porquerías saturadas de grasa y sodio que la salud de la niñez, porque la salud, según dicen que dijo, no representa tanto problema como el trabajo que podría perder "toda esa gente" si los anuncios de comida chatarra dejan de salir al aire. Por eso mueve a risa, porque en este país manda el de la chequera y no el pueblo, ni mucho menos las leyes que pretendan protegerlo de los abusos de poderosos y gandallas, que el coordinador de Alianza Social en el df, Jesús Robles Maloof, ponga por escrito una petición formal para que sean expulsados del templo del Museo del Papalote las marcas de comida chatarra que lo inundan. Sólo hay que recordar que la directora del museo es nada menos que Marinela Servitje… hija de Lorenzo Servitje, recio barón de la ultraderecha mexicana y creador y propietario de Marinela, Bimbo, Sabritas, Sonric’s y todo un cortejo de gansitos, canelitas, sabritones, papitas, doritos, bubulubus y la porquería que quieras, querido lector, evocar mientras como a este gordo juntapalabras de incoherente paladar se te hace agua la boca. Voy por una botana.
Kikka Roja
Según Manuel Fernández Allende, de la Procuraduría Federal del Consumidor (www.consumersinternational.org), en países con marcos jurídicos más cuidadosos en cuanto los derechos de los consumidores, como Chile, Argentina, Japón, España o sí, el mismo Estados Unidos, la regulación estatal a los excesos de los anunciantes en televisión, de productos cuyo consumo resulta nocivo para la salud, es severa e inapelable. Antes que el bien de algunos empresarios (que de todos modos terminan atiborrados de dinero) y de sus contratistas publicitarios está el bien común, y dentro del bien común debe ser primordial el bien de la niñez.
Es cierto que en México se reguló, no sin tropiezos, no sin zancadillas y no sin sobornos, la publicidad al cigarrillo, y algo se ha contenido, en un país con millones de alcohólicos, la de algunos productos con alto contenido de alcohol, aunque la cerveza, bebida de introducción al posterior consumo alcohólico a menudo desmedido entre nuestros jóvenes, brilla en horario estelar tal que fuera un producto inocuo como el agua.
Pero lo que merece capítulo aparte es la bestial descarga que los niños tragan todos los días en publicidad de comida chatarra sin valor nutricio real y con altísimos contenidos calóricos; productos cuya elaboración, distribución y consumo persiguen exclusivamente los pesos que puedan exprimir al bolsillo de los mexicanos, importándole un pito a los propietarios de esas marcas, últimos responsables de muchos de los problemas de salud de nuestra niñez, que su riqueza se sustenta en pésimos hábitos alimenticios, en un treinta y nueve por ciento de niños mexicanos con diabetes; en que este país consume mucha menos leche que jarabes de fructosa con colorantes y gas carbónico: la friolera de 149 litros de refresco por habitante al año. Un niño que vea El chavo del ocho puede estar expuesto hasta a 230 spots en una sola sentada. Dice Fernández Allende: "En nuestro país los antecedentes en materia de autorregulación se ubican en 1988, cuando el Consejo Nacional de Publicidad elaboró un Código de Ética Publicitaria. Sin embargo, dicho código nunca fue puesto en práctica", y apunta que si bien hubo un antecedente de autorregulación en medios en cuanto al contenido de la publicidad desde 1995, no fue sino mucho después que el Consejo de Autorregulación y Ética Publicitaria (suena a oxímoron… ética publicitaria) se puso en marcha. ¿Y dónde está?
Por eso no sorprende que haya una dizque legisladora, una señora del pan, desde luego, a la que se antoja preferible "proteger" las plazas de trabajo de publicistas y fabricantes de frituras y porquerías saturadas de grasa y sodio que la salud de la niñez, porque la salud, según dicen que dijo, no representa tanto problema como el trabajo que podría perder "toda esa gente" si los anuncios de comida chatarra dejan de salir al aire. Por eso mueve a risa, porque en este país manda el de la chequera y no el pueblo, ni mucho menos las leyes que pretendan protegerlo de los abusos de poderosos y gandallas, que el coordinador de Alianza Social en el df, Jesús Robles Maloof, ponga por escrito una petición formal para que sean expulsados del templo del Museo del Papalote las marcas de comida chatarra que lo inundan. Sólo hay que recordar que la directora del museo es nada menos que Marinela Servitje… hija de Lorenzo Servitje, recio barón de la ultraderecha mexicana y creador y propietario de Marinela, Bimbo, Sabritas, Sonric’s y todo un cortejo de gansitos, canelitas, sabritones, papitas, doritos, bubulubus y la porquería que quieras, querido lector, evocar mientras como a este gordo juntapalabras de incoherente paladar se te hace agua la boca. Voy por una botana.