El tiburón y las sardinas
Lorenzo Meyer
4 Mar. 10
La creación de un espacio exclusivo y relevante para América Latina y el Caribe es una posibilidad remota pero no imposible
Realismo político
Fábula del tiburón y las sardinas. América Latina estrangulada (México, América Nueva, 1956) es el título del libro del ex presidente de Guatemala Juan José Arévalo que inspira el encabezado de esta columna. La fábula es el pretexto para abordar la historia de la relación entre Estados Unidos y Centroamérica. La obra apareció después del derrocamiento orquestado por la CIA del gobierno nacionalista, y moderadamente izquierdista, de Jacobo Arbenz, sucesor de Arévalo. La obra sostiene una tesis del realismo político: en una relación de poder tan asimétrica como la que hay entre el gran tiburón norteamericano y las pequeñas sardinas centroamericanas, el primero tiende a no respetar las reglas e institución de un sistema que supuestamente regula su convivencia pacífica con las débiles sardinas. Obviamente esta generalización se puede extender a las relaciones de Estados Unidos con el resto de América Latina y que, en realidad, es el marco en que casi desde sus inicios se ha desarrollado la política exterior mexicana.
Arévalo empezó su historia con el caso de Nicaragua para concluirla con la destrucción del intento nacionalista de reforma agraria y social en la Guatemala que entre 1944-1954, libre ya de la dictadura de Jorge Ubico, intentó zafarse de otra de base económica: la construida por la United Fruit Company. Desde luego que algunos intentos anteriores o posteriores de Washington para controlar los procesos políticos de ciertos países latinoamericanos por la vía de la invasión, del apoyo a la oposición o de asesoría militar -las revoluciones de México y Cuba, la Nicaragua sandinista, Chile en la época de Allende, El Salvador en guerra civil o la "Operación Colombia"- le requirieron a Estados Unidos un esfuerzo mayor y su éxito no resultó tan contundente como el que tuvo en Guatemala o después en Dominicana, Granada, Panamá o Haití, pero en todos los casos la naturaleza de la relación entre la gran potencia y el resto del hemisferio siempre ha sido una relación de poder desigual en extremo.
¿Unión de las sardinas?
En la reunión de la Cumbre de la Unidad de América Latina y el Caribe celebrada en Cancún, México, se abrió la posibilidad de crear una Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELC). La iniciativa obliga a reflexionar en torno a un proyecto viejo en la coyuntura actual: dar forma a un instrumento político regional sin la presencia del gobierno norteamericano.
En México algunos ven la propuesta con simpatía mientras otros, más escépticos, simplemente se alzan de hombros y dicen que esa iniciativa nació muerta y que la historia así lo sugiere. Para los primeros es una idea que vale la pena explorar, para los otros no es más que una idea que ganó las ocho columnas por un día para luego engrosar el archivo muerto de las buenas intenciones. Idealmente, el CELC podría ser un espacio, modesto, sin duda, donde las sardinas se podrían reunir para encontrar la mejor manera de lograr, juntas, cambiar su estatus de sardinas por uno superior para convivir en mejores condiciones con el inevitable escualo.
El inicio de la historia
El esfuerzo por dar forma a algún tipo de concertación política entre las naciones americanas recién independizadas tiene un doble origen. Por un lado, el impulso norteamericano resumido en el mensaje del presidente James Monroe de 1823 -la "Doctrina Monroe"- que asumía la existencia de un sistema propio de los países del Hemisferio Occidental ya independientes, y que no toleraría ningún intento de reconquista europea. Por otro, la propuesta hecha por Simón Bolívar para convocar a un congreso latinoamericano en Panamá en 1826. En principio, Bolívar no deseaba ahí la presencia de Estados Unidos y sí, en cambio, buscaba un acuerdo con Inglaterra, cuyo interés económico le empujaba a apoyar la independencia latinoamericana amenazada por los planes de reconquista del rey de España, Fernando VII, con ayuda del conjunto de monarquías reaccionarias agrupadas en la Santa Alianza.
La enorme debilidad institucional, política y económica aunada a los conflictos sociales de las ex colonias españolas en América impidieron por decenios la conversión de éstas en auténticos Estados nacionales. Por ello, el intento de Bolívar, lo mismo que los de 1847 y 1864 en Lima o el de 1856 en Santiago, no dio resultado. No fue sino hasta que la mayor potencia del continente, Estados Unidos, se decidió a ser la fuerza organizadora, que tuvo lugar en 1890 la Primera Conferencia Internacional de Estados Americanos y de la cual nació la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas con una oficina comercial en Washington: la Unión Panamericana.
La organización regional tuvo un momento cumbre cuando Estados Unidos, ante la amenaza que representaban los nacionalismos agresivos de Alemania, Japón e Italia, debió generar una auténtica solidaridad hemisférica a cambio de aceptar como principio interamericano el de la no intervención (Conferencia de Buenos Aires de 1936). El tiburón americano, en pugna con otros más voraces, unió tras de sí a sus sardinas porque se comprometió a aceptar un principio disfuncional para cualquier imperio -el de la no intervención-, pero que durante la Segunda Guerra Mundial le resultó muy conveniente.
La Guerra Fría
Para 1945, y salvo por el caso de Argentina y sus simpatías por El Eje, la relación Estados Unidos-América Latina pareció ir por un buen camino. Sin embargo, la Guerra Fría que se inició entonces entre Estados Unidos y la URSS volvió a hacer evidente la diferencia de intereses entre el grande y los chicos del continente. Estos últimos estaban interesados en que la columna vertebral del sistema interamericano futuro fuera la cooperación económica en el marco de la no intervención. Sin embargo, para cuando surgió en 1948 la Organización de Estados Americanos (OEA) estaba claro que a Washington sólo le interesaba la organización regional en tanto instrumento en su lucha con el comunismo. México perdió entonces su entusiasmo por lo interamericano y se marginó de la OEA. Sin embargo, sería con los acontecimientos de 1954, cuando activamente la CIA organizó a los mercenarios de Carlos Castillo Armas para invadir Guatemala y los proveyó de cobertura aérea, cuando quedó en claro que el principio interamericano de no intervención había muerto -su vigencia fue de sólo 18 años- y el tiburón y las sardinas volvieron a su relación original: a la política del poder, donde el pez grande devora al chico.
Para la OEA, los años sesenta se centraron en el conflicto Estados Unidos-Cuba. Toda América Latina se alineó en contra de Cuba, tal y como Washington demandaba, y aunque México no desafió el contenido de esa política anticubana, tampoco se plegó, como el resto, a sus formas (aunque Zedillo y Fox casi lo hicieron). En los años setenta, el papel de Washington fue determinante en la destrucción del intento de socialismo democrático encabezado por Salvador Allende en Chile. Y en los años ochenta la política hacia Nicaragua y las guerras civiles de El Salvador y Guatemala fueron procesos abordados por Estados Unidos desde la óptica del intervencionismo en la lucha anticomunista y nunca juzgados por sus propios méritos. Los esfuerzos de México por mediar en ese conflicto -el grupo Contadora- fueron mal vistos por Washington y fracasaron. La brutalidad de esas luchas, auténtico genocidio en el caso guatemalteco, aún requiere de los archivos norteamericanos para documentarse plenamente. Finalmente, con el fin de la Guerra Fría el panorama cambió.
Siglo XXI
La propuesta de Cancún de dar forma a la CELC tiene tras de sí muchos intentos fallidos de los países latinoamericanos por organizarse económica y políticamente, pero la idea misma mantiene su atractivo, aunque debe superar la diversidad y egoísmos de los países de la región. Sin embargo, hay al menos tres elementos en su favor. Primero, que la política latinoamericana de Estados Unidos -siempre un tema menor en la agenda de Washington- ya no está guiada por el anticomunismo y tolera la diversidad de sistemas y actitudes en el hemisferio en tanto no interfieran con su política antiterrorista. Segundo, que Estados Unidos está hoy consciente de los límites de su poder imperial. Tercero, que países como Brasil, con un proyecto independiente y una dinámica económica exitosa, pueden generar la energía necesaria para que América Latina y el Caribe puedan diseñar un espacio propio y empezar a comportarse ya no como sardinas, sino como criaturas con menos temores en el ámbito externo y en función de ellos mismos. En fin, se trata de apenas una posibilidad, pero vale la pena explorarla.
kikka-roja.blogspot.com/
Fábula del tiburón y las sardinas. América Latina estrangulada (México, América Nueva, 1956) es el título del libro del ex presidente de Guatemala Juan José Arévalo que inspira el encabezado de esta columna. La fábula es el pretexto para abordar la historia de la relación entre Estados Unidos y Centroamérica. La obra apareció después del derrocamiento orquestado por la CIA del gobierno nacionalista, y moderadamente izquierdista, de Jacobo Arbenz, sucesor de Arévalo. La obra sostiene una tesis del realismo político: en una relación de poder tan asimétrica como la que hay entre el gran tiburón norteamericano y las pequeñas sardinas centroamericanas, el primero tiende a no respetar las reglas e institución de un sistema que supuestamente regula su convivencia pacífica con las débiles sardinas. Obviamente esta generalización se puede extender a las relaciones de Estados Unidos con el resto de América Latina y que, en realidad, es el marco en que casi desde sus inicios se ha desarrollado la política exterior mexicana.
Arévalo empezó su historia con el caso de Nicaragua para concluirla con la destrucción del intento nacionalista de reforma agraria y social en la Guatemala que entre 1944-1954, libre ya de la dictadura de Jorge Ubico, intentó zafarse de otra de base económica: la construida por la United Fruit Company. Desde luego que algunos intentos anteriores o posteriores de Washington para controlar los procesos políticos de ciertos países latinoamericanos por la vía de la invasión, del apoyo a la oposición o de asesoría militar -las revoluciones de México y Cuba, la Nicaragua sandinista, Chile en la época de Allende, El Salvador en guerra civil o la "Operación Colombia"- le requirieron a Estados Unidos un esfuerzo mayor y su éxito no resultó tan contundente como el que tuvo en Guatemala o después en Dominicana, Granada, Panamá o Haití, pero en todos los casos la naturaleza de la relación entre la gran potencia y el resto del hemisferio siempre ha sido una relación de poder desigual en extremo.
¿Unión de las sardinas?
En la reunión de la Cumbre de la Unidad de América Latina y el Caribe celebrada en Cancún, México, se abrió la posibilidad de crear una Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELC). La iniciativa obliga a reflexionar en torno a un proyecto viejo en la coyuntura actual: dar forma a un instrumento político regional sin la presencia del gobierno norteamericano.
En México algunos ven la propuesta con simpatía mientras otros, más escépticos, simplemente se alzan de hombros y dicen que esa iniciativa nació muerta y que la historia así lo sugiere. Para los primeros es una idea que vale la pena explorar, para los otros no es más que una idea que ganó las ocho columnas por un día para luego engrosar el archivo muerto de las buenas intenciones. Idealmente, el CELC podría ser un espacio, modesto, sin duda, donde las sardinas se podrían reunir para encontrar la mejor manera de lograr, juntas, cambiar su estatus de sardinas por uno superior para convivir en mejores condiciones con el inevitable escualo.
El inicio de la historia
El esfuerzo por dar forma a algún tipo de concertación política entre las naciones americanas recién independizadas tiene un doble origen. Por un lado, el impulso norteamericano resumido en el mensaje del presidente James Monroe de 1823 -la "Doctrina Monroe"- que asumía la existencia de un sistema propio de los países del Hemisferio Occidental ya independientes, y que no toleraría ningún intento de reconquista europea. Por otro, la propuesta hecha por Simón Bolívar para convocar a un congreso latinoamericano en Panamá en 1826. En principio, Bolívar no deseaba ahí la presencia de Estados Unidos y sí, en cambio, buscaba un acuerdo con Inglaterra, cuyo interés económico le empujaba a apoyar la independencia latinoamericana amenazada por los planes de reconquista del rey de España, Fernando VII, con ayuda del conjunto de monarquías reaccionarias agrupadas en la Santa Alianza.
La enorme debilidad institucional, política y económica aunada a los conflictos sociales de las ex colonias españolas en América impidieron por decenios la conversión de éstas en auténticos Estados nacionales. Por ello, el intento de Bolívar, lo mismo que los de 1847 y 1864 en Lima o el de 1856 en Santiago, no dio resultado. No fue sino hasta que la mayor potencia del continente, Estados Unidos, se decidió a ser la fuerza organizadora, que tuvo lugar en 1890 la Primera Conferencia Internacional de Estados Americanos y de la cual nació la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas con una oficina comercial en Washington: la Unión Panamericana.
La organización regional tuvo un momento cumbre cuando Estados Unidos, ante la amenaza que representaban los nacionalismos agresivos de Alemania, Japón e Italia, debió generar una auténtica solidaridad hemisférica a cambio de aceptar como principio interamericano el de la no intervención (Conferencia de Buenos Aires de 1936). El tiburón americano, en pugna con otros más voraces, unió tras de sí a sus sardinas porque se comprometió a aceptar un principio disfuncional para cualquier imperio -el de la no intervención-, pero que durante la Segunda Guerra Mundial le resultó muy conveniente.
La Guerra Fría
Para 1945, y salvo por el caso de Argentina y sus simpatías por El Eje, la relación Estados Unidos-América Latina pareció ir por un buen camino. Sin embargo, la Guerra Fría que se inició entonces entre Estados Unidos y la URSS volvió a hacer evidente la diferencia de intereses entre el grande y los chicos del continente. Estos últimos estaban interesados en que la columna vertebral del sistema interamericano futuro fuera la cooperación económica en el marco de la no intervención. Sin embargo, para cuando surgió en 1948 la Organización de Estados Americanos (OEA) estaba claro que a Washington sólo le interesaba la organización regional en tanto instrumento en su lucha con el comunismo. México perdió entonces su entusiasmo por lo interamericano y se marginó de la OEA. Sin embargo, sería con los acontecimientos de 1954, cuando activamente la CIA organizó a los mercenarios de Carlos Castillo Armas para invadir Guatemala y los proveyó de cobertura aérea, cuando quedó en claro que el principio interamericano de no intervención había muerto -su vigencia fue de sólo 18 años- y el tiburón y las sardinas volvieron a su relación original: a la política del poder, donde el pez grande devora al chico.
Para la OEA, los años sesenta se centraron en el conflicto Estados Unidos-Cuba. Toda América Latina se alineó en contra de Cuba, tal y como Washington demandaba, y aunque México no desafió el contenido de esa política anticubana, tampoco se plegó, como el resto, a sus formas (aunque Zedillo y Fox casi lo hicieron). En los años setenta, el papel de Washington fue determinante en la destrucción del intento de socialismo democrático encabezado por Salvador Allende en Chile. Y en los años ochenta la política hacia Nicaragua y las guerras civiles de El Salvador y Guatemala fueron procesos abordados por Estados Unidos desde la óptica del intervencionismo en la lucha anticomunista y nunca juzgados por sus propios méritos. Los esfuerzos de México por mediar en ese conflicto -el grupo Contadora- fueron mal vistos por Washington y fracasaron. La brutalidad de esas luchas, auténtico genocidio en el caso guatemalteco, aún requiere de los archivos norteamericanos para documentarse plenamente. Finalmente, con el fin de la Guerra Fría el panorama cambió.
Siglo XXI
La propuesta de Cancún de dar forma a la CELC tiene tras de sí muchos intentos fallidos de los países latinoamericanos por organizarse económica y políticamente, pero la idea misma mantiene su atractivo, aunque debe superar la diversidad y egoísmos de los países de la región. Sin embargo, hay al menos tres elementos en su favor. Primero, que la política latinoamericana de Estados Unidos -siempre un tema menor en la agenda de Washington- ya no está guiada por el anticomunismo y tolera la diversidad de sistemas y actitudes en el hemisferio en tanto no interfieran con su política antiterrorista. Segundo, que Estados Unidos está hoy consciente de los límites de su poder imperial. Tercero, que países como Brasil, con un proyecto independiente y una dinámica económica exitosa, pueden generar la energía necesaria para que América Latina y el Caribe puedan diseñar un espacio propio y empezar a comportarse ya no como sardinas, sino como criaturas con menos temores en el ámbito externo y en función de ellos mismos. En fin, se trata de apenas una posibilidad, pero vale la pena explorarla.