Leer a Osorno para entender Oaxaca
Luego de casi un año de atestiguar la insurgencia social vivida en Oaxaca durante 2006, Diego Enrique Osorno escribió la extensa crónica Oaxaca sitiada. La primera insurrección del siglo XXI (Editorial Grijalbo, México, 2007), volumen que esta semana llega a librerías.
Cualquier libro habría podido andar por el mundo con un nombre —título— distinto del que finalmente se le dio. A esta notable crónica de Diego Enrique Osorno, que hoy tiene en sus manos el lector, bien le habría quedado un título más largo, a la antigua, por ejemplo, el resumen de una denuncia perfectamente fundada: Crónicas de un testigo de la represión autoritaria de un movimiento social largamente generado en una de las ínsulas priístas, y de cómo el atropello fue solapado por todos los poderes nacionales para proteger a un presidente de derecha, recién llegado y con su elección bajo sospecha. Sin embargo, todo el drama político, social, cultural y humano vivido en 2006 en la capital de la antigua Antequera, descrito por uno de sus testigos más lúcidos, ha quedado enmarcado con el austero título de Oaxaca sitiada. La primera insurrección del siglo XXI. La crónica es un género muy añejo que, pese a ciertos augurios en contra, hoy sigue vivo, muy vivo. Uno de los mejores y más recientes ejemplos de la crónica política y social en México es justamente esta analítica descripción del sorpresivo movimiento de protesta y rebelión urbana en contra de un autoritarismo que en Oaxaca lleva más, mucho más de los 78 años de dominio político ininterrumpido del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Oaxaca es actualmente uno de los estados con los peores indicadores de desarrollo humano. Con un índice de 0.716, apenas supera a Chiapas, pero está por debajo de Guerrero. Si Oaxaca fuera un país independiente, su grado de desarrollo humano la colocaría en el listado mundial exactamente atrás de las islas de Cabo Verde, al occidente de África (Informe sobre el desarrollo humano, México, PNUD, 2004, p. 28). La compleja y milenaria historia de la sociedad oaxaqueña ha transitado de un lugar central en el México prehispánico y colonial —cuna de los dos grandes líderes políticos liberales del siglo XIX, Benito Juárez y Porfirio Díaz— a una región económica y políticamente marginal, expulsora masiva de población hacia el norte del país y Estados Unidos, y uno de los escenarios donde un viejo partido autoritario, el PRI, mantiene una feroz lucha de retaguardia con el objetivo de prolongar lo más que pueda su dominio sobre el aparato formal del poder.
Ningún cronista, aunque lo deseara, puede ser imparcial. Al seleccionar los datos para animar su testimonio de entre una cantidad que en la práctica es inabarcable, Diego Osorno ni siquiera pretendió la supuesta neutralidad del periodismo actual. Al contrario, su reconstrucción y explicación en torno a la insurrección oaxaqueña en épocas en que la revolución clásica parece ser ya una utopía, obliga al lector a tomar partido. Y a tomarlo en favor de los muchos oaxaqueños que marcharon cuesta arriba en su afán por atraer el apoyo del resto de sus conciudadanos y de las instituciones federales, para poner fin a un anacronismo y a una de las peores maquinarias políticas del viejo régimen posrevolucionario mexicano. Al final, los insurrectos fueron aplastados por la alianza de lo viejo y autoritario local con lo supuestamente nuevo y democrático nacional. Aquí conviene resaltar la suposición porque, como lo va a mostrar este trabajo, las actitudes y acciones del gobierno federal y del Congreso sólo se pueden explicar como resultado de una complicidad al más alto nivel de la estructura de poder, con los deshilachados filamentos de lo más viejo y corrupto de la política mexicana. Esa complicidad mostró que el llamado “nuevo régimen” tiene más de viejo y de autoritario que de nuevo y democrático. No entenderíamos mucho de nuestra sociedad, si no aceptamos que algo cambió en la arena política de México a partir de los enormes esfuerzos que hicieron varios actores de izquierda y derecha por darle contenido a la democracia en los últimos decenios del siglo XX. Sin embargo, tampoco pueden entenderse los muy pobres resultados de la recién estrenada “democracia” mexicana si no se ven de frente, y se admiten, los muchos rancios conservadurismos y las fuertes inercias y herencias del pasado, especialmente en aquellas regiones donde el PRI acumula ya 78 años consecutivos de hegemonía, como es el caso de Oaxaca.
Una de las características fundamentales del autoritarismo priísta fue y es su intolerancia a los movimientos sociales independientes. Y es que en ese sistema político no había lugar para que convivieran los aparatos de autoridad y el partido de Estado con movilizaciones independientes, impugnadoras de la legitimidad de la estructura misma del poder. De ahí la destrucción sistemática en el siglo pasado, mediante represión y cooptación, de las expresiones de organización social que pretendieron desarrollarse al margen del PRI —el henriquismo de 1952-1953, el navismo potosino de 1958-1961, el movimiento magisterial de 1958, el ferrocarrilero de 1959, el jaramillismo de 1962, el movimiento de los médicos de 1965, el movimiento estudiantil de 1968 y de 1971—,cuyo último esfuerzo fue intentar que corrieran la misma suerte el neocardenismo en 1988 y el neozapatismo en 1994. Sin embargo, con la aceleración del proceso de cambio que demanda nuestro país, ni el neocardenismo, que se transformó en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), ni el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), pudieron ser destruidos y sí, en cambio, fueron elementos decisivos para apuntalar el limitado pluralismo político actual. Con la salida del PRI de “Los Pinos” en el año 2000, se supuso que entre las reglas del sistema político que habían dejado de operar estaban el fraude electoral y la destrucción violenta de las movilizaciones sociales. El triunfo de la resistencia de los comuneros de San Salvador Atenco a la expropiación de sus tierras, y la marcha del EZLN a la ciudad de México en los inicios del nuevo gobierno presidido por el PAN, parecieron confirmar que efectivamente el cambio político en México incluía la aceptación del pluralismo, no sólo en el campo de los partidos: también en el de los movimientos sociales. Sin embargo, lo acontecido en Oaxaca a la Asamblea Popular del Pueblo de Oaxaca (APPO) mostró que las antiguas reglas del juego político estaban lejos de desaparecer. A la APPO, las autoridades locales y federales, y los poderes fácticos, le toleraron sus actividades por un tiempo demasiado largo para los estándares del pasado, aunque desde el inicio emplearon en su contra muchos de los instrumentos de sobra conocidos —entre otros, la creación de organizaciones armadas falsamente revolucionarias para ligarla con ellas y desprestigiarla— y al final la reprimieron a la antigua usanza: con ferocidad e impunidad.
Es decir, con la APPO quedó demostrado, en su sentido más negativo, la vigencia de lo que el novelista descubrió al examinar la historia de su propio país: “El pasado nunca pasa, pues en realidad ni siquiera es pasado”.
Para Diego Enrique Osorno, “Las insurrecciones nunca estallan en las cafeterías. El Poder las provoca. Sorprenden a todos, asedian las calles y arrasan con lo que pueden”. Así pasó en 1810 en Guanajuato y así volvió a suceder en el norte y en Morelos en 1910. En Oaxaca, el Poder, así, con mayúscula, ha estado trabajando, sin proponérselo y de mucho tiempo atrás, para provocar una insurrección. A eso condujeron no sólo las políticas del gobernador Ulises Ruiz o las de sus predecesores inmediatos, sino una acumulación de agravios que vienen de decenios, de siglos atrás, en una sociedad pobre, dividida en 570 municipios —la mayoría pequeños y pobres en extremo— donde coexisten “blancos” y mestizos con mixtecos, popolocas, chochos, triques, amuzgos, mazatecos, cuicatecos, chinantecos, zapotecos, chatitos, mixes, chontales, suaves, nahuas, zoques, ixcatecos y tacuates. Pero la pobreza por sí misma, o el agravio por sí mismo, no llevan automáticamente a la insurrección. Se necesitan, además, incidentes específicos, liderazgo alternativo y, sobre todo, la idea de que la transformación de la sociedad es viable. Según Osorno, el liderazgo insurgente en Oaxaca no se personalizó sólo en los maestros de la Sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), reprimidos innecesaria e inefectivamente por el gobernador, también en las organizaciones surgidas de tiempo atrás y que revivieron con el conflicto: el partido Comunista de México Marxista Leninista, el Frente Popular Revolucionario, la Unión de Trabajadores de la Educación, la Unión de la Juventud Revolucionaria de México, la Unión de Campesinos Pobres, la Corriente de Trabajadores Revolucionarios, la Coordinadora de Mujeres, el Frente de Colonias Populares, las antiguas organizaciones guerrilleras, etcétera.
La coyuntura nacional de 2006 fue lo que permitió que se abrigara la idea de que un cambio verdaderamente sustantivo también era posible en Oaxaca. Después de todo, la democracia electoral parecía que funcionaba y ya una gran movilización en la ciudad de México había echado por tierra el intento del entonces presidente Vicente Fox, del Partido Acción Nacional (PAN) y del PRI, de anular la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador por el PRD mediante un legalismo ilegítimo: el desafuero. Al final, la alianza y complicidad entre dos necesidades —la de un nuevo gobierno federal con una base electoral muy débil y la de un PRI cada vez con menos terreno para moverse— y por medio de la violencia dura y pura de los gobiernos federal y local —el costo de esa violencia aún está por contabilizarse, pero que incluye 26 muertos—, pusieron fin a la insurrección, un fin quizá temporal. Y, desde luego, los acontecimientos de Oaxaca también contribuyeron a terminar con muchas ilusiones en torno a la naturaleza de la propia transición política mexicana. La crónica de Osorno, muy bien estructurada en once capítulos, gira en torno a estos temas: lo que ocurrió en Oaxaca fue una insurrección con agravios mucho más complejos y hondos que la mera reacción de unos maestros agredidos por una policía tan brutal como inepta; la represión del final de 2006 consiguió a medias su objetivo, es decir, la desmovilización temporal, pero también logró poner al descubierto algunas de las grandes debilidades del nuevo orden político, un orden sostenido básicamente por un entendimiento de fondo entre el PRI —que no es realmente una oposición sino un apoyo a quien quiera que esté en la presidencia— y el PAN, el supuesto adversario del autoritarismo y la corrupción priístas.
Del lado de los insurrectos oaxaqueños hay todo un arco iris bien descrito por el autor. Algunos de estas coloraciones son particularmente importantes de cara al futuro: la izquierda clandestina, “subterránea” y los medios de comunicación independientes. Para explicar lo sucedido en Oaxaca, o en cualquier otro caso similar, hay que esforzarse por observar a los actores no sólo desde arriba sino, sobre todo, desde abajo, y explorar los móviles y las actitudes de los marginados. Igualmente significativo es el papel que desempeñó la corrupción, que se puede detectar en la defensa de los intereses creados, y en la manera como el periodismo de los grandes medios reportó el conflicto social en Oaxaca. Hay de crónicas a crónicas. La que aquí va a encontrar el lector es, en primer lugar, la de un caso clave, extremo, de las contradicciones del proceso de desarrollo político mexicano contemporáneo. En fin, ninguna explicación de los rumbos torcidos que tomó el cambio político de México al inicio del siglo XXI puede estar completa sin asomarse a la insurrección oaxaqueña, que buscó en 2006 terminar con uno de los reductos más fuertes del viejo régimen. Nadie que busque comprender esa insurrección puede dejar a un lado la crónica de Diego Enrique Osorno, ejemplo de las posibilidades del periodismo mexicano cuando se practica con inteligencia, profesionalismo y responsabilidad.
Cualquier libro habría podido andar por el mundo con un nombre —título— distinto del que finalmente se le dio. A esta notable crónica de Diego Enrique Osorno, que hoy tiene en sus manos el lector, bien le habría quedado un título más largo, a la antigua, por ejemplo, el resumen de una denuncia perfectamente fundada: Crónicas de un testigo de la represión autoritaria de un movimiento social largamente generado en una de las ínsulas priístas, y de cómo el atropello fue solapado por todos los poderes nacionales para proteger a un presidente de derecha, recién llegado y con su elección bajo sospecha. Sin embargo, todo el drama político, social, cultural y humano vivido en 2006 en la capital de la antigua Antequera, descrito por uno de sus testigos más lúcidos, ha quedado enmarcado con el austero título de Oaxaca sitiada. La primera insurrección del siglo XXI. La crónica es un género muy añejo que, pese a ciertos augurios en contra, hoy sigue vivo, muy vivo. Uno de los mejores y más recientes ejemplos de la crónica política y social en México es justamente esta analítica descripción del sorpresivo movimiento de protesta y rebelión urbana en contra de un autoritarismo que en Oaxaca lleva más, mucho más de los 78 años de dominio político ininterrumpido del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Oaxaca es actualmente uno de los estados con los peores indicadores de desarrollo humano. Con un índice de 0.716, apenas supera a Chiapas, pero está por debajo de Guerrero. Si Oaxaca fuera un país independiente, su grado de desarrollo humano la colocaría en el listado mundial exactamente atrás de las islas de Cabo Verde, al occidente de África (Informe sobre el desarrollo humano, México, PNUD, 2004, p. 28). La compleja y milenaria historia de la sociedad oaxaqueña ha transitado de un lugar central en el México prehispánico y colonial —cuna de los dos grandes líderes políticos liberales del siglo XIX, Benito Juárez y Porfirio Díaz— a una región económica y políticamente marginal, expulsora masiva de población hacia el norte del país y Estados Unidos, y uno de los escenarios donde un viejo partido autoritario, el PRI, mantiene una feroz lucha de retaguardia con el objetivo de prolongar lo más que pueda su dominio sobre el aparato formal del poder.
Ningún cronista, aunque lo deseara, puede ser imparcial. Al seleccionar los datos para animar su testimonio de entre una cantidad que en la práctica es inabarcable, Diego Osorno ni siquiera pretendió la supuesta neutralidad del periodismo actual. Al contrario, su reconstrucción y explicación en torno a la insurrección oaxaqueña en épocas en que la revolución clásica parece ser ya una utopía, obliga al lector a tomar partido. Y a tomarlo en favor de los muchos oaxaqueños que marcharon cuesta arriba en su afán por atraer el apoyo del resto de sus conciudadanos y de las instituciones federales, para poner fin a un anacronismo y a una de las peores maquinarias políticas del viejo régimen posrevolucionario mexicano. Al final, los insurrectos fueron aplastados por la alianza de lo viejo y autoritario local con lo supuestamente nuevo y democrático nacional. Aquí conviene resaltar la suposición porque, como lo va a mostrar este trabajo, las actitudes y acciones del gobierno federal y del Congreso sólo se pueden explicar como resultado de una complicidad al más alto nivel de la estructura de poder, con los deshilachados filamentos de lo más viejo y corrupto de la política mexicana. Esa complicidad mostró que el llamado “nuevo régimen” tiene más de viejo y de autoritario que de nuevo y democrático. No entenderíamos mucho de nuestra sociedad, si no aceptamos que algo cambió en la arena política de México a partir de los enormes esfuerzos que hicieron varios actores de izquierda y derecha por darle contenido a la democracia en los últimos decenios del siglo XX. Sin embargo, tampoco pueden entenderse los muy pobres resultados de la recién estrenada “democracia” mexicana si no se ven de frente, y se admiten, los muchos rancios conservadurismos y las fuertes inercias y herencias del pasado, especialmente en aquellas regiones donde el PRI acumula ya 78 años consecutivos de hegemonía, como es el caso de Oaxaca.
Una de las características fundamentales del autoritarismo priísta fue y es su intolerancia a los movimientos sociales independientes. Y es que en ese sistema político no había lugar para que convivieran los aparatos de autoridad y el partido de Estado con movilizaciones independientes, impugnadoras de la legitimidad de la estructura misma del poder. De ahí la destrucción sistemática en el siglo pasado, mediante represión y cooptación, de las expresiones de organización social que pretendieron desarrollarse al margen del PRI —el henriquismo de 1952-1953, el navismo potosino de 1958-1961, el movimiento magisterial de 1958, el ferrocarrilero de 1959, el jaramillismo de 1962, el movimiento de los médicos de 1965, el movimiento estudiantil de 1968 y de 1971—,cuyo último esfuerzo fue intentar que corrieran la misma suerte el neocardenismo en 1988 y el neozapatismo en 1994. Sin embargo, con la aceleración del proceso de cambio que demanda nuestro país, ni el neocardenismo, que se transformó en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), ni el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), pudieron ser destruidos y sí, en cambio, fueron elementos decisivos para apuntalar el limitado pluralismo político actual. Con la salida del PRI de “Los Pinos” en el año 2000, se supuso que entre las reglas del sistema político que habían dejado de operar estaban el fraude electoral y la destrucción violenta de las movilizaciones sociales. El triunfo de la resistencia de los comuneros de San Salvador Atenco a la expropiación de sus tierras, y la marcha del EZLN a la ciudad de México en los inicios del nuevo gobierno presidido por el PAN, parecieron confirmar que efectivamente el cambio político en México incluía la aceptación del pluralismo, no sólo en el campo de los partidos: también en el de los movimientos sociales. Sin embargo, lo acontecido en Oaxaca a la Asamblea Popular del Pueblo de Oaxaca (APPO) mostró que las antiguas reglas del juego político estaban lejos de desaparecer. A la APPO, las autoridades locales y federales, y los poderes fácticos, le toleraron sus actividades por un tiempo demasiado largo para los estándares del pasado, aunque desde el inicio emplearon en su contra muchos de los instrumentos de sobra conocidos —entre otros, la creación de organizaciones armadas falsamente revolucionarias para ligarla con ellas y desprestigiarla— y al final la reprimieron a la antigua usanza: con ferocidad e impunidad.
Es decir, con la APPO quedó demostrado, en su sentido más negativo, la vigencia de lo que el novelista descubrió al examinar la historia de su propio país: “El pasado nunca pasa, pues en realidad ni siquiera es pasado”.
Para Diego Enrique Osorno, “Las insurrecciones nunca estallan en las cafeterías. El Poder las provoca. Sorprenden a todos, asedian las calles y arrasan con lo que pueden”. Así pasó en 1810 en Guanajuato y así volvió a suceder en el norte y en Morelos en 1910. En Oaxaca, el Poder, así, con mayúscula, ha estado trabajando, sin proponérselo y de mucho tiempo atrás, para provocar una insurrección. A eso condujeron no sólo las políticas del gobernador Ulises Ruiz o las de sus predecesores inmediatos, sino una acumulación de agravios que vienen de decenios, de siglos atrás, en una sociedad pobre, dividida en 570 municipios —la mayoría pequeños y pobres en extremo— donde coexisten “blancos” y mestizos con mixtecos, popolocas, chochos, triques, amuzgos, mazatecos, cuicatecos, chinantecos, zapotecos, chatitos, mixes, chontales, suaves, nahuas, zoques, ixcatecos y tacuates. Pero la pobreza por sí misma, o el agravio por sí mismo, no llevan automáticamente a la insurrección. Se necesitan, además, incidentes específicos, liderazgo alternativo y, sobre todo, la idea de que la transformación de la sociedad es viable. Según Osorno, el liderazgo insurgente en Oaxaca no se personalizó sólo en los maestros de la Sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), reprimidos innecesaria e inefectivamente por el gobernador, también en las organizaciones surgidas de tiempo atrás y que revivieron con el conflicto: el partido Comunista de México Marxista Leninista, el Frente Popular Revolucionario, la Unión de Trabajadores de la Educación, la Unión de la Juventud Revolucionaria de México, la Unión de Campesinos Pobres, la Corriente de Trabajadores Revolucionarios, la Coordinadora de Mujeres, el Frente de Colonias Populares, las antiguas organizaciones guerrilleras, etcétera.
La coyuntura nacional de 2006 fue lo que permitió que se abrigara la idea de que un cambio verdaderamente sustantivo también era posible en Oaxaca. Después de todo, la democracia electoral parecía que funcionaba y ya una gran movilización en la ciudad de México había echado por tierra el intento del entonces presidente Vicente Fox, del Partido Acción Nacional (PAN) y del PRI, de anular la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador por el PRD mediante un legalismo ilegítimo: el desafuero. Al final, la alianza y complicidad entre dos necesidades —la de un nuevo gobierno federal con una base electoral muy débil y la de un PRI cada vez con menos terreno para moverse— y por medio de la violencia dura y pura de los gobiernos federal y local —el costo de esa violencia aún está por contabilizarse, pero que incluye 26 muertos—, pusieron fin a la insurrección, un fin quizá temporal. Y, desde luego, los acontecimientos de Oaxaca también contribuyeron a terminar con muchas ilusiones en torno a la naturaleza de la propia transición política mexicana. La crónica de Osorno, muy bien estructurada en once capítulos, gira en torno a estos temas: lo que ocurrió en Oaxaca fue una insurrección con agravios mucho más complejos y hondos que la mera reacción de unos maestros agredidos por una policía tan brutal como inepta; la represión del final de 2006 consiguió a medias su objetivo, es decir, la desmovilización temporal, pero también logró poner al descubierto algunas de las grandes debilidades del nuevo orden político, un orden sostenido básicamente por un entendimiento de fondo entre el PRI —que no es realmente una oposición sino un apoyo a quien quiera que esté en la presidencia— y el PAN, el supuesto adversario del autoritarismo y la corrupción priístas.
Del lado de los insurrectos oaxaqueños hay todo un arco iris bien descrito por el autor. Algunos de estas coloraciones son particularmente importantes de cara al futuro: la izquierda clandestina, “subterránea” y los medios de comunicación independientes. Para explicar lo sucedido en Oaxaca, o en cualquier otro caso similar, hay que esforzarse por observar a los actores no sólo desde arriba sino, sobre todo, desde abajo, y explorar los móviles y las actitudes de los marginados. Igualmente significativo es el papel que desempeñó la corrupción, que se puede detectar en la defensa de los intereses creados, y en la manera como el periodismo de los grandes medios reportó el conflicto social en Oaxaca. Hay de crónicas a crónicas. La que aquí va a encontrar el lector es, en primer lugar, la de un caso clave, extremo, de las contradicciones del proceso de desarrollo político mexicano contemporáneo. En fin, ninguna explicación de los rumbos torcidos que tomó el cambio político de México al inicio del siglo XXI puede estar completa sin asomarse a la insurrección oaxaqueña, que buscó en 2006 terminar con uno de los reductos más fuertes del viejo régimen. Nadie que busque comprender esa insurrección puede dejar a un lado la crónica de Diego Enrique Osorno, ejemplo de las posibilidades del periodismo mexicano cuando se practica con inteligencia, profesionalismo y responsabilidad.
Kikka Roja