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De la saciedad y el hartazgo
Estoy, como televidente, como ciudadano, como lector, como escritor, como periodista, pero sobre todo como estupefacto testigo diario de la porquería idiosincrásica del ser humano y, en la humanidad, del mexicano, más que harto de que siempre hay alguien intentando zarandearme la fibra emocional, queriendo hacerme llorar (cosa fácil), hacerme enojar (cosa todavía más fácil) o queriendo, pues, que yo reaccione a estímulos previamente estipulados, quizás graficados, predichos, calculados según ajenos intereses no siempre loables, en una sala de juntas donde un cónclave de infelices a los que jamás, afortunadamente, tendré el disgusto de conocer, se dedican precisamente a eso, a jalar los cables de millones de cándidos y presuntamente libres seres humanos como tú y como yo.
De inmediato dice uno: “es la tele”, para luego venir a ver que siempre ha estado allí la manipulación: el clero, la Banca , los sucesivos gobiernos ahora supeditados a los primeros, la oligarquía empresarial y, en términos vagos y generales, el falansterio cupular al que alguien denominó con triste lucidez la cleptocracia mexicana. Siempre detrás del aparato de la manipulación masiva se encuentran dos de las peores drogas que la humanidad destila: poder y dinero, sobre todo el segundo. Siempre hay alguien acechando el modo de inventarse el despojo. Ya disfrazándolo de comercio legítimo, ya a las claras el pillaje en alguna de sus infinitas formas: mercancías inútiles, impuestos inútiles, el negociazo del siglo, la donación filantrópica, la limosna misericordiosa… trácalas, estafas, asaltos.
El remedio para evitar buena parte de esa alharaca manipuladora es un ínfimo movimiento que en realidad nada cuesta pero cuesta tanto: apachurrar el botón con que se apaga la maldita cosa. Y queda allí para el rescate de uno mismo el viejo arte de la conversación, la página en blanco, el libro prodigioso, la jardinería o cualquier pasatiempo –se van perdiendo también ahora los pasatiempos; los niños y jóvenes han trucado el aeromodelismo, la filatelia o la colección de insectos por la banalidad del videojuego, la radio afición por los mensajitos del celular, la pintura, las lecciones de inglés o francés o piano por las tardes de internet– en lugar de pasarse las horas absorbiendo directamente de la televisión la voluntad ajena, los programas calculadamente emotivos, el mentís perverso de los noticieros siempre oficiosos, las eternas campañas publicitarias y de propaganda electorera, de programas de gobierno que no hacen sino ponderar como extraordinario el que debe ser el trabajo de quienes contratamos para que lleven las riendas de la administración pública. Contratamos, ¡já!
Bendigo el paraje campirano donde todavía puedo, indolente privilegiado, salir a pasear y no toparme con anuncios espectaculares, con la estridencia estúpida de los publicistas ni con la insulsa machaconería de los asesores de campaña; paraje donde a plantas y animales y, al menos a este gordo amargado, nos importan un bledo el gesto triunfal del candidato o si un reyezuelo del pop se murió más polímero que humano, o si los empréstitos de la banca están en problemas o si el papanatas presidencial de turno ahora sí nos va a llevar al primer mundo, o cuántos matones norteños se cantaron ora las golondrinas a balazos. Allí, acá, todavía hay espacios intocados por la bestialidad del progreso y ese detestable afán de unos cuantos puestos perversamente de acuerdo en lo de controlar las vidas de otros muchos.
Nuestro querido Hugo Gutiérrez Vega lo sintetizó con su natural maestría para ordenar palabras y pensamiento cuando, por estas mismas páginas, en un magnífico Bazar de asombros que publicó en abril, se hizo cargo del tema. Cito: “Podemos ahondar en una de las hipótesis objeto de esta columna, que consiste en aceptar que los aparatos político-ideológicos son las fuerzas determinantes en el sistema de control social. La manipulación informativa y los productos de los medios de comunicación de masas son las fuerzas determinantes en el sistema de control social y los productos de los medios constituyen una fuerza administrada por la clase dominante. Su poder, capaz de reforzar pautas de conducta, de modificar criterios ya existentes y de crear nuevas convicciones, los convierte en aparatos ideológicos indispensables para asegurar la perdurabilidad del sistema.”
Un sistema que triste, cínicamente ha demostrado hasta la saciedad y la náusea cómo, en México, por incordios, grimas y desvergüenzas no paramos.
kikka-roja.blogspot.com/
De inmediato dice uno: “es la tele”, para luego venir a ver que siempre ha estado allí la manipulación: el clero, la Banca , los sucesivos gobiernos ahora supeditados a los primeros, la oligarquía empresarial y, en términos vagos y generales, el falansterio cupular al que alguien denominó con triste lucidez la cleptocracia mexicana. Siempre detrás del aparato de la manipulación masiva se encuentran dos de las peores drogas que la humanidad destila: poder y dinero, sobre todo el segundo. Siempre hay alguien acechando el modo de inventarse el despojo. Ya disfrazándolo de comercio legítimo, ya a las claras el pillaje en alguna de sus infinitas formas: mercancías inútiles, impuestos inútiles, el negociazo del siglo, la donación filantrópica, la limosna misericordiosa… trácalas, estafas, asaltos.
El remedio para evitar buena parte de esa alharaca manipuladora es un ínfimo movimiento que en realidad nada cuesta pero cuesta tanto: apachurrar el botón con que se apaga la maldita cosa. Y queda allí para el rescate de uno mismo el viejo arte de la conversación, la página en blanco, el libro prodigioso, la jardinería o cualquier pasatiempo –se van perdiendo también ahora los pasatiempos; los niños y jóvenes han trucado el aeromodelismo, la filatelia o la colección de insectos por la banalidad del videojuego, la radio afición por los mensajitos del celular, la pintura, las lecciones de inglés o francés o piano por las tardes de internet– en lugar de pasarse las horas absorbiendo directamente de la televisión la voluntad ajena, los programas calculadamente emotivos, el mentís perverso de los noticieros siempre oficiosos, las eternas campañas publicitarias y de propaganda electorera, de programas de gobierno que no hacen sino ponderar como extraordinario el que debe ser el trabajo de quienes contratamos para que lleven las riendas de la administración pública. Contratamos, ¡já!
Bendigo el paraje campirano donde todavía puedo, indolente privilegiado, salir a pasear y no toparme con anuncios espectaculares, con la estridencia estúpida de los publicistas ni con la insulsa machaconería de los asesores de campaña; paraje donde a plantas y animales y, al menos a este gordo amargado, nos importan un bledo el gesto triunfal del candidato o si un reyezuelo del pop se murió más polímero que humano, o si los empréstitos de la banca están en problemas o si el papanatas presidencial de turno ahora sí nos va a llevar al primer mundo, o cuántos matones norteños se cantaron ora las golondrinas a balazos. Allí, acá, todavía hay espacios intocados por la bestialidad del progreso y ese detestable afán de unos cuantos puestos perversamente de acuerdo en lo de controlar las vidas de otros muchos.
Nuestro querido Hugo Gutiérrez Vega lo sintetizó con su natural maestría para ordenar palabras y pensamiento cuando, por estas mismas páginas, en un magnífico Bazar de asombros que publicó en abril, se hizo cargo del tema. Cito: “Podemos ahondar en una de las hipótesis objeto de esta columna, que consiste en aceptar que los aparatos político-ideológicos son las fuerzas determinantes en el sistema de control social. La manipulación informativa y los productos de los medios de comunicación de masas son las fuerzas determinantes en el sistema de control social y los productos de los medios constituyen una fuerza administrada por la clase dominante. Su poder, capaz de reforzar pautas de conducta, de modificar criterios ya existentes y de crear nuevas convicciones, los convierte en aparatos ideológicos indispensables para asegurar la perdurabilidad del sistema.”
Un sistema que triste, cínicamente ha demostrado hasta la saciedad y la náusea cómo, en México, por incordios, grimas y desvergüenzas no paramos.