El régimen anterior no fue una típica dictadura latinoamericana, como las de Somoza, Trujillo, Pérez Jiménez, Stroessner, Rojas Pinilla, Pinochet, y otros de la misma calaña. Por eso, la dictadura sin dictador del régimen priísta inclinó a algunos a calificarla como una "dictadura de partido". Sólo que el PRI no era un verdadero partido político. Fue un organismo diseñado para resolver en forma más o menos pacífica el tema de la sucesión presidencial, pero con el tiempo se volvió una máquina burocrática que entronizaba automáticamente "candidatos" seleccionados por el Presidente de la República. La verdad es que el partido oficial y sus comparsas (¡porque era imposible concebir un sistema de un solo partido!) construyeron durante 71 años la cortina de humo que escondía nuestro remedo de democracia. Se pensaba, candorosamente, que tirios y troyanos se tragaban la mentira de que un país con varios partidos políticos (aunque fuesen imitaciones de partidos) no podía ser una verdadera dictadura. Sin embargo, el toque maestro, aquel que nos separaba del resto de América Latina, fue la rotación programada de nuestros dictadores enanos, exigida por el principio jurídico de la "no relección".
Y no olvidemos las reglas no escritas, que le exigían al presidente saliente abandonar el poder fundido en el anonimato, y obligaban al monarca en turno a respetar al antecesor y, más importante aún, a la familia del antecesor: la retahíla de parientes incómodos que se enriquecían a la sombra del poder. Lo que teníamos no era una forma de gobierno reconocida por los cánones de la ciencia política, era un "sistema", un modus operandi, un rompecabezas formado por piezas grandes y pequeñas, visibles e invisibles, que se consideraban esenciales para preservar el poder. Así nació el monolítico principio de autoridad que convirtió al presidente en gran elector, árbitro de controversias públicas y privadas y eje central del sistema. La ideología (porque todo gobierno tiene una ideología) la proporcionaba el mito de una revolución traicionada, que aparecía en casi todos los discursos oficiales para darnos un barniz progresista. Eso nos legitimaba para venerar con igual generosidad a Zapata, y a los demás combatientes que derrocaron a Porfirio Díaz, aunque en su momento, como sucede en todas las revoluciones, unos hayan traicionado o eliminado a los otros.
Merced al mito de la Revolución Mexicana nos convertimos, como diría magistralmente Adolfo López Mateos, en un país "de extrema izquierda dentro de la Constitución". Una frase que describía en forma memorable la naturaleza camaleónica del sistema. No teníamos democracia ni dictadura, teníamos un sistema sui generis: ¡ejemplo de América Latina! No perseguíamos signos socialistas ni capitalistas: estábamos gobernados por una rectoría estatal, "de economía mixta", que velaba por los pobres y los desheredados. ¿Nuestro régimen jurídico?: un intríngulis de leyes discrecionales y disposiciones arbitrarias dictadas por el Poder Ejecutivo, que le permitían al gobierno gobernar a su antojo. El "sistema" original funcionó milagrosamente gracias a una urdimbre de complicidades sustentadas en la corrupción, hasta que abrazamos el neoliberalismo y la globalización. En ese momento, advirtió el economista Horacio Flores de la Peña (La Jornada 6/10/97), la política económica se ocupó de manejar las opciones "para decidir quiénes tenían derecho a vivir bien, y quiénes debían continuar subsistiendo en la pobreza extrema": una fórmula que nos puede conducir a la anarquía, o al ejercicio arbitrario del poder.
Es irreal -concluyó Flores de la Peña- "suponer que los ricos puedan sobrevivir con seguridad en un mundo de miserables." (Así que la cacareada guerra contra la inseguridad está perdida: ¿47 millones de mexicanos hundidos en la miseria coexistiendo con quien pronto será el hombre más rico del mundo?) Hoy seguimos bajo el mismo sistema, en la creencia de que nos dirigimos hacia la transición democrática. Nos entusiasmó la alternancia en el Poder Ejecutivo, pero seis años después descubrimos que el "presidente del cambio" impuso al sucesor, abusó del poder, permitió el enriquecimiento de familiares, y pretende perpetuarse en el poder. Parece que continuamos encerrados sin remedio en las cuatro paredes del sistema, en el limbo de una "democracia" que tampoco es "dictadura", y con un Congreso donde partidos, que no son verdaderos partidos políticos, chantajean al Presidente. El régimen anterior sobrevivió apuntalado por el apoyo discreto, que se sentía sin verse, de un instituto armado al que se le había inculcado una fuerte tradición civilista. En el sistema actual el Ejército ha brincado a la palestra, defendiendo abiertamente la legitimidad de un Presidente cuestionado, e intentando someter a la única fuerza que ha retado al sistema: el crimen organizado. El revanchismo está a flor de piel, porque al iniciar el segundo sexenio panista los actuales administradores del sistema sustituyeron a los revolucionarios laicos de 1910 por los cristeros.
Y no olvidemos las reglas no escritas, que le exigían al presidente saliente abandonar el poder fundido en el anonimato, y obligaban al monarca en turno a respetar al antecesor y, más importante aún, a la familia del antecesor: la retahíla de parientes incómodos que se enriquecían a la sombra del poder. Lo que teníamos no era una forma de gobierno reconocida por los cánones de la ciencia política, era un "sistema", un modus operandi, un rompecabezas formado por piezas grandes y pequeñas, visibles e invisibles, que se consideraban esenciales para preservar el poder. Así nació el monolítico principio de autoridad que convirtió al presidente en gran elector, árbitro de controversias públicas y privadas y eje central del sistema. La ideología (porque todo gobierno tiene una ideología) la proporcionaba el mito de una revolución traicionada, que aparecía en casi todos los discursos oficiales para darnos un barniz progresista. Eso nos legitimaba para venerar con igual generosidad a Zapata, y a los demás combatientes que derrocaron a Porfirio Díaz, aunque en su momento, como sucede en todas las revoluciones, unos hayan traicionado o eliminado a los otros.
Merced al mito de la Revolución Mexicana nos convertimos, como diría magistralmente Adolfo López Mateos, en un país "de extrema izquierda dentro de la Constitución". Una frase que describía en forma memorable la naturaleza camaleónica del sistema. No teníamos democracia ni dictadura, teníamos un sistema sui generis: ¡ejemplo de América Latina! No perseguíamos signos socialistas ni capitalistas: estábamos gobernados por una rectoría estatal, "de economía mixta", que velaba por los pobres y los desheredados. ¿Nuestro régimen jurídico?: un intríngulis de leyes discrecionales y disposiciones arbitrarias dictadas por el Poder Ejecutivo, que le permitían al gobierno gobernar a su antojo. El "sistema" original funcionó milagrosamente gracias a una urdimbre de complicidades sustentadas en la corrupción, hasta que abrazamos el neoliberalismo y la globalización. En ese momento, advirtió el economista Horacio Flores de la Peña (La Jornada 6/10/97), la política económica se ocupó de manejar las opciones "para decidir quiénes tenían derecho a vivir bien, y quiénes debían continuar subsistiendo en la pobreza extrema": una fórmula que nos puede conducir a la anarquía, o al ejercicio arbitrario del poder.
Es irreal -concluyó Flores de la Peña- "suponer que los ricos puedan sobrevivir con seguridad en un mundo de miserables." (Así que la cacareada guerra contra la inseguridad está perdida: ¿47 millones de mexicanos hundidos en la miseria coexistiendo con quien pronto será el hombre más rico del mundo?) Hoy seguimos bajo el mismo sistema, en la creencia de que nos dirigimos hacia la transición democrática. Nos entusiasmó la alternancia en el Poder Ejecutivo, pero seis años después descubrimos que el "presidente del cambio" impuso al sucesor, abusó del poder, permitió el enriquecimiento de familiares, y pretende perpetuarse en el poder. Parece que continuamos encerrados sin remedio en las cuatro paredes del sistema, en el limbo de una "democracia" que tampoco es "dictadura", y con un Congreso donde partidos, que no son verdaderos partidos políticos, chantajean al Presidente. El régimen anterior sobrevivió apuntalado por el apoyo discreto, que se sentía sin verse, de un instituto armado al que se le había inculcado una fuerte tradición civilista. En el sistema actual el Ejército ha brincado a la palestra, defendiendo abiertamente la legitimidad de un Presidente cuestionado, e intentando someter a la única fuerza que ha retado al sistema: el crimen organizado. El revanchismo está a flor de piel, porque al iniciar el segundo sexenio panista los actuales administradores del sistema sustituyeron a los revolucionarios laicos de 1910 por los cristeros.
Kikka Roja