Para mi querido Umbría, y su santa dama
Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Una vez fui patriota. Hoy sólo apátrida que busca cobijo en explicaciones que nadie pide: ya no siento casi nada por mi país. No será extraño que cualquier día busque marchar. Todavía no; todavía, quizá, logre encariñarme de nuevo, inyectar en mi progenie ese ardor que antes hubo donde hoy sólo sisean los restos de un tizón carcomido.
Antes me ponía de pie cuando escuchaba el himno nacional. Cruzaba la diestra sobre el pecho inflado. Más que cantarlas, recitaba para mí aquellas estrofas que lograban erizar los cabellos. Susurraba entre dientes, amenazador, lo de si un extraño osara profanar este suelo nuestro… casi quería irme a la guerra. Una vez, joven, muy joven y tonto, quise ser policía. Hoy estaría muerto o sería capo de alguna mafia.
Hubo otro México. Yo lo conocí. Viví en él. Era un México más cándido y dejado, sí, quizá, o quién sabe: hoy la opinión pública mexicana es menos crédula, más escéptica, pero también enajenada como nunca, embrutecida con espectáculos cutres y masivos, tugurizada su cultura general, que ya era poca.
En aquel México la muerte de un líder campesino hubiera causado gran susto y conmoción. Hoy la masacre en que fueron asesinados él y catorce personas más, entre ellos mujeres y niños, apenas llega a mención de segundas páginas; lleva más inercia mediática si el Papa de Roma volvió a prohibir el condón o un partido de fut.
Hubo un México en que era posible ser empleado y ahorrar para comprar una casa amplia. En ese otro México muchos hubiéramos salido a la calle en una masa furibunda ante los atropellos que hoy comete el gobierno de derechas impuesto a la mala, pero hoy, a pesar de lo lesivo de las heridas en nuestros patrimonios y en nuestros derechos, pero sobre todo en la más elemental de las decencias, son tantos los escándalos y tanto el bombardeo informativo y tal y tan gruesa la costra de nuestra indolencia que ya no pasa nada. En la izquierda, antipática a la derecha por con testataria, que la hubo, hoy medran los vendidos. La derecha, los empresarios, los dueños de las televisoras y sus socios mangonean, tuercen, maquillan la realidad. México es de los banqueros, del suegro de los Salinas que monopoliza el maíz; del contlapache de esos mismos, el que monopoliza las telecomunicaciones; del par de cabrones redomados que gobiernan la información televisiva en México; de clérigos ricachones y panzudos, mentirosos, fariseos enemigos del jodido y atildados traidores de sus propias prédicas de humildad y compromiso social, vestidos de oro, rodeados de guardaespaldas, chupacirios y beatas meonas. ¿Quién de todos ellos reclama, por ejemplo, la fortuna que se querían gastar los politicastros del Congreso en estúpidos botoncitos dorados para la solapa de su trajes caros?
Hubo un México en que los narcotraficantes eran miembros de cofradías peligrosas pero recónditas allá en su mundo, arreglando sus muy privados alijos con el gobierno del que eran al vaivén socios o enemigos que, sin embargo, permanecían en la sombra y, según se sabía vagamente, leales a un viejo código de conducta que no me atrevo, porque no soy tan cínico ni tan pendejo, a calificar de caballerosa. Hoy son, simplemente, en un montón de rincones de este machucado país, los caprichosos dueños de la economía local y también, ante la estupefacción y el embotamiento del pueblo, y a propósito de la ineficacia del gobierno y sus soldados, que jamás han estado en una guerra contra nadie que no sea mexicano y sus policías y funcionarios y gordos peces corruptos hasta la blanda médula, quienes rigen el ritmo de la vida en las calles. Hay ciudades de México donde no se puede caminar tranquilamente ni de día con plena luz, porque si se arma la refriega se muere uno por puro peatón. Hay, también, a quien mucho molesta cuando algunos lo decimos: que no todo México es así, dicen. No, todo no, pero poco falta. Nunca antes, desde la Decena Trágica , hubo tantos, tantísimos muertos de bala en las calles de nuestras ciudades. Caen periodistas. Caen ciudadanos. Entre delincuentes y empleados públicos pavorosamente corruptos lograron convertir lo que fue una nación prometedora en pocilga y basural.
Ya no me pongo de pie ante el himno, ni ante la bandera. Me opila las glotis pensar que lo hace también, hipócritas, la escoria política que encabeza Felipe Calderón, esa recua de traidores a la más elemental noción de patria. Así, patria en minúsculas, mientras siga siendo el territorio que habitan esos malparidos que se creen dueños de todo. Malditos sean.
Antes me ponía de pie cuando escuchaba el himno nacional. Cruzaba la diestra sobre el pecho inflado. Más que cantarlas, recitaba para mí aquellas estrofas que lograban erizar los cabellos. Susurraba entre dientes, amenazador, lo de si un extraño osara profanar este suelo nuestro… casi quería irme a la guerra. Una vez, joven, muy joven y tonto, quise ser policía. Hoy estaría muerto o sería capo de alguna mafia.
Hubo otro México. Yo lo conocí. Viví en él. Era un México más cándido y dejado, sí, quizá, o quién sabe: hoy la opinión pública mexicana es menos crédula, más escéptica, pero también enajenada como nunca, embrutecida con espectáculos cutres y masivos, tugurizada su cultura general, que ya era poca.
En aquel México la muerte de un líder campesino hubiera causado gran susto y conmoción. Hoy la masacre en que fueron asesinados él y catorce personas más, entre ellos mujeres y niños, apenas llega a mención de segundas páginas; lleva más inercia mediática si el Papa de Roma volvió a prohibir el condón o un partido de fut.
Hubo un México en que era posible ser empleado y ahorrar para comprar una casa amplia. En ese otro México muchos hubiéramos salido a la calle en una masa furibunda ante los atropellos que hoy comete el gobierno de derechas impuesto a la mala, pero hoy, a pesar de lo lesivo de las heridas en nuestros patrimonios y en nuestros derechos, pero sobre todo en la más elemental de las decencias, son tantos los escándalos y tanto el bombardeo informativo y tal y tan gruesa la costra de nuestra indolencia que ya no pasa nada. En la izquierda, antipática a la derecha por con testataria, que la hubo, hoy medran los vendidos. La derecha, los empresarios, los dueños de las televisoras y sus socios mangonean, tuercen, maquillan la realidad. México es de los banqueros, del suegro de los Salinas que monopoliza el maíz; del contlapache de esos mismos, el que monopoliza las telecomunicaciones; del par de cabrones redomados que gobiernan la información televisiva en México; de clérigos ricachones y panzudos, mentirosos, fariseos enemigos del jodido y atildados traidores de sus propias prédicas de humildad y compromiso social, vestidos de oro, rodeados de guardaespaldas, chupacirios y beatas meonas. ¿Quién de todos ellos reclama, por ejemplo, la fortuna que se querían gastar los politicastros del Congreso en estúpidos botoncitos dorados para la solapa de su trajes caros?
Hubo un México en que los narcotraficantes eran miembros de cofradías peligrosas pero recónditas allá en su mundo, arreglando sus muy privados alijos con el gobierno del que eran al vaivén socios o enemigos que, sin embargo, permanecían en la sombra y, según se sabía vagamente, leales a un viejo código de conducta que no me atrevo, porque no soy tan cínico ni tan pendejo, a calificar de caballerosa. Hoy son, simplemente, en un montón de rincones de este machucado país, los caprichosos dueños de la economía local y también, ante la estupefacción y el embotamiento del pueblo, y a propósito de la ineficacia del gobierno y sus soldados, que jamás han estado en una guerra contra nadie que no sea mexicano y sus policías y funcionarios y gordos peces corruptos hasta la blanda médula, quienes rigen el ritmo de la vida en las calles. Hay ciudades de México donde no se puede caminar tranquilamente ni de día con plena luz, porque si se arma la refriega se muere uno por puro peatón. Hay, también, a quien mucho molesta cuando algunos lo decimos: que no todo México es así, dicen. No, todo no, pero poco falta. Nunca antes, desde la Decena Trágica , hubo tantos, tantísimos muertos de bala en las calles de nuestras ciudades. Caen periodistas. Caen ciudadanos. Entre delincuentes y empleados públicos pavorosamente corruptos lograron convertir lo que fue una nación prometedora en pocilga y basural.
Ya no me pongo de pie ante el himno, ni ante la bandera. Me opila las glotis pensar que lo hace también, hipócritas, la escoria política que encabeza Felipe Calderón, esa recua de traidores a la más elemental noción de patria. Así, patria en minúsculas, mientras siga siendo el territorio que habitan esos malparidos que se creen dueños de todo. Malditos sean.
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