La Laguna: Vivir entre balasMARCELA TURATIEn el poniente de Torreón los niños ya no creen en ángeles de la guarda, y los ciudadanos desconfían tanto del gobierno y de sus policías y soldados que se impusieron solos un toque de queda. Lo que ven cuando van a la escuela, salen de compras o se dirigen al trabajo desmiente toda la propaganda oficial: esos grupos a los que “se está combatiendo”, a los que se les han asestado “duros golpes”, están secuestrándolos, matándolos, esclavizándolos.
TORREÓN, COAH.- “¡Litzy Valeria!”, vocifera el maestro al frente del salón durante el pase de lista. “¡Preeeseeenteee!”, gritan a coro los 40 alumnos de tercero de primaria, a nombre de la compañera ausente. Una niña se abraza a su escritorio nerviosa, a otra se le desvanece la sonrisa; pronto varios comenzarán a llorar.
–¿Quién puede contar qué le pasó a Litzy? –pregunta el maestro Humberto a la clase, y varios niños alzan la mano. Uno, sentado a dos bancas del pupitre que le perteneció a ella, comienza:
“Ese día pasaron unas camionetas y como andaban buscando a un señor que vendía droga, uno de los señores le dijo a Litzy que se metiera, ella dijo que no tenía miedo y siguió en la bici y en la balacera le dieron”.
Interviene otro: “Quedó tirada en la tierra”. “Yo oí los truenos”, asegura alguien más. “Me siento muy solo, profe”, confiesa alguno. “Me la imagino que está escribiendo”, se escucha cuchichear al que se sentaba a su izquierda.
Iván, un flaquito que se sienta en primera fila, levanta la mano y dice: “Ese día yo andaba en las maquinitas, oí los truenos y me quedé escondido”. Del puro recordar suelta unas lágrimas, maldice. La prima de la ausente, su vecina y sus amigas comienzan a respirar entrecortado. El salón se convierte en una orquesta de pequeños corazones rotos.
El maestro encauza la charla para que los niños manifiesten la inseguridad en la que viven y no se la traguen. Ellos comienzan a relatar casos: “A mi papá le dieron un balazo en Aguanaval”. “Por mi casa había unos zetas que le apuntaron a un señor a la cabeza”. “A mi tío lo tenían asaltado, estábamos asustados y tuvimos que dar 10 mil pesos para que lo soltaran”.
En el salón de tercer grado de la escuela Licenciado Benito Juárez, en Matamoros, Coahuila, son tantas las anécdotas que la clase se centra en el miedo que albergan sus cuerpecitos de nueve años. Ya en tercer grado, a punta de pistola, dejaron de creer en el ángel de la guarda.
No sólo ellos. En ciudad Lerdo, Durango, otra mujer le llora a su muchachito de 12 años que recibió una bala en la cabeza cuando regresaban del Wal-Mart. Sintió el vidrio roto, pensó que por una pedrada, y vio a su muchachito desvanecido, ya muerto.
Ahora está encerrada en su casa oscura, como las viudas bíblicas que se enclaustran y se untan ceniza, y muestra una foto donde se ve a su Daniel Alejandro con una gorra de delfín, sonriente en su graduación de primaria.
Los vecinos rumoran que lo mató El Loco, que tiene un puesto de drogas junto al motel Palmas y a quien le da por salir empistolado a disparar como sicópata.
También hay moños negros en el ejido Aguanaval, conurbado con Torreón, donde hace falta un vaquerito de cinco años, malhablado y chambeador, experto en montar yeguas. Se llamaba Alan Alexis Martínez y murió cuando el camión en el que iba al supermercado con su mamá quedó entre el fuego cruzado de militares y sicarios.
Son los casos más dolorosos porque eran niños. No son los únicos ni parece que serán los últimos: la semana antepasada una tarahumara de dos años fue llevada a la Cruz Roja de Torreón, herida de bala.
La Laguna está formada por las ciudades de Torreón, Coahuila, y Lerdo y Gómez Palacio, Durango, más 10 municipios aledaños. Hace dos años que Los Zetas (del cártel del Golfo) y la gente de El Chapo Guzmán (de Sinaloa) se disputan esta zona que es camino obligado para quien quiere ir del Distrito Federal a Monterrey o a Chihuahua, o bien a la coyuntura que lleva al Pacífico.
En Torreón, no pocas tardes los empleados del museo Casa del Cerro se han atrincherado en el sótano de esa antigua y elegante casona de piedra marrón, donde esperan a que afuera dejen de apretar el gatillo.
Se esconden en el mismo sitio que lo hacía la familia Wolf en 1914, cuando Pancho Villa atacaba desde esos cerros que ofrecen una vista panorámica de la ciudad y los cuales ahora pelean “los otros” y “los de aquí”, como dice la gente para no meterse en problemas.
En esa guerra salió destrozada una vitrina del museo y esto obligó a cerrar dos meses. No recupera su promedio de visitantes porque sus rejas son las favoritas del narquerío para exhibir sus mantas, varias de ellas dirigidas al director de Seguridad Pública municipal, Karlo Castillo, quien cesó a 302 policías por pérdida de confianza.
Desde adentro de la casona antigua se ven hileras de casas construidas sobre el monte, algunas hechas ruinas, otras desafiando la gravedad por lo empinado del cerro. Se trata de La Durangueña, San Joaquín, La Constancia, Polvorera, Morelos, Campesina, Nuevo México y Primero de Mayo, colonias del Viejo Torreón conocidas como “El Poniente” y que también son las más antiguas de la ciudad. Es la tierra de nadie, donde el mero día de Navidad los balazos detonan durante la misa.
En tiempos de Villa, en cuanto llegaban federales o revolucionarios, las familias se atrincheraban en casa rezando para que los ejércitos no se fijaran en ellas; escondían a las mujeres bajo llave y rogaban por que no enrolaran a los muchachos en edad de pelear. Los ricos escondían sus bienes para no pagar el impuesto revolucionario. Hoy no es muy distinto, al menos en el poniente.
“Antes de perdida salía con las vecinas a platicar; ahora no, y cuando empieza la balacera unos apagan las luces, otros de nervios se dedican a localizar a sus familias, y al piso y a tratar de esconderse. Si hay cuartos atrás, pues van atrás”, dice una mujer que camina por la plaza de la colonia San Joaquín con una camiseta del PRI. Confiesa que no va a arriesgar su vida por ir a votar.
A las mujeres, los maleantes “las agarran y se las llevan, las violan, ya ni las entregan. A veces sí, a veces no. A nosotras en mi casa nos dicen que ya no sálgamos”, dice una quinceañera con grandes aretes y pestañotas enrrimeladas en La Durangueña.
Cada tanto, por los cerros del poniente se ven familias bajando los cerros con triques, cargando alguna camioneta. Algunas ni se despiden. Los habitantes dejaron la costumbre de tomar el fresco afuera. Aunque se rosticen en sus casas, pasan el tiempo tirados bajo la cama, atrás del buró, en el clóset o en posición pecho a tierra. Pueden hacerlo durante media hora, una hora, tres horas... o lo que dure la “rafaguiza” en las calles.
Durante todo el día y toda la noche, en la cima de los cerros, se pueden ver las “águilas”, los muchachillos encargados de avisar cuándo se acerca una camioneta extraña o un convoy de soldados para dar tiempo a organizar el contraataque desde las alturas.
Cápsulas contra bolsitas
Por una estrecha callecita se llega a una casa de dos habitaciones que, de tan estrechas, parece que los muebles fueron metidos a fuerza. Sentado en el colchón que sirve de sala y recámara, un hombre a quien le mataron un hijo se anima a hablar.
Reconoce que en su colonia, La Durangueña, siempre se ha vendido droga y han ocurrido pleitos de pandilleros. Los laguneros venían aquí a comprar estupefacientes, pero también se ofrecía servicio a domicilio; los taxistas eran los distribuidores. Era territorio del cártel de Sinaloa hasta hace dos años, cuando llegaron Los Zetas. En las noches, éstos tocaban a la puerta y unas manos jalaban al adulto que abría. Así desaparecieron varios; algunos aparecieron muertos y de otros no se supo más.
“Nomás llegaron esos ingratos y se posicionaron, y hubo muertos por todos lados. Si te veían fuera de tu casa llegaban y te levantaban. O llegaban, tocaban tu puerta y les abrías, y te sacaban. Si sabían que estabas con ‘ellos’ llegaban ‘los otros’, y si querías te reclutaban, si no, te mataban. A varios los golpearon frente a su familia y se los llevaron a trabajar en la droga. Nadie dijo nada porque la policía era de ellos mismos. ¿Y quién va a hablar? Nadie”, dice desde el colchón, con la puerta entreabierta porque hace calor.
Él no lo dice, pero en La Laguna se llama “polizetas” a los integrantes de la corporación oficial que trabajan para los sicarios del cártel del Golfo. Entre sus hazañas está la vez que un agente de tránsito detuvo a un automovilista para infraccionarlo, lo entregó a la policía y ésta lo entregó a unos secuestradores... O cuando destrozaron los GPS de las patrullas para ocultar las evidencias de sus robos y secuestros.
Desde La Durangueña se ve el Cerro de la Cruz, el monte que está enfrente, al que se puede llegar caminando. Pero los habitantes de este cerro no pueden cruzar hacia allá porque es territorio del cártel rival. El chisme del día es que los del cerro “se llevaron al Betillo”, un chavo de 12 años, y quizás allá lo tengan trabajando.
Los del cártel de Sinaloa venden la droga en cápsulas; los del Golfo, en bolsas. Los del Cerro de la Cruz viven bajo el dominio de El Chapo. A unos les interesa vender su mercancía y a los otros agarrar gente para que venda su mercancía, y en ese ping pong de cerro a cerro los civiles quedan en medio.
“Antes todos éramos lo mismo. Mi esposa es de ese cerro y su familia vive ahí; yo nací aquí, pero como según donde vives perteneces a un lado, si me ven allá me matan”, explica en voz baja el entrevistado, mientras su mujer asiente.
Dice que, además de los cerros, los cárteles se disputan a las personas. Primero se peleaban por los adultos, ahora por los niños. Los de un cerro se roban a gente del otro y la ponen a trabajar para ellos.
“Los niños de 13 son la carne de cocido, el centro de atracción de las drogas y los que hacen (son el motivo de) las balaceras. Los que andan ahí pienso que son niños que se roban de otras partes, por otras ciudades, y a los chavillos de aquí también se los llevan a otras partes porque andan muchos desaparecidos, ya no los encuentran o andan en otras ciudades vendiendo para ellos o aparecen muertos, decapitados”.
Esa versión tiene eco. Un ama de casa de La Polvorera dice que los protagonistas de los balazos son adolescentes de 16 y 17 años que se atacan con pares de su edad. “Se suben a los cerros para avisar que ya van a entrar los contrarios y entre ellos se avisan con radio. Siempre hay alguien que vigile los cerros”.
El señor entrevistado está esperando las elecciones para votar contra el partido del presidente municipal actual, a quien le atribuye todos los males. Al final de la entrevista aprovecha para consultar: “¿Qué puedo hacer? Tengo un problema de desempleo”.
Éste es otro alimento de la violencia. Todos los que no encuentran trabajo son reclutados por el narco. Para los cárteles trabajan limpiaparabrisas, payasitos, cuidacoches que reciben sueldo por avisar cuándo se acerca la policía. En nómina están igualmente los ‘águilas’, puchadores, soplones y sicarios. El sueldo base son mil 500 a la semana, pero aumenta según el grado de responsabilidad.
Toque de queda
En el poniente no hay robos. El problema son los asesinatos y, si la gente se animara a denunciar, los secuestros. En las misas es común que se pida a Dios por la localización de los “desaparecidos”.
El resto de la ciudad es una explosión de esos mismos delitos, pero también de extorsiones, asaltos y, claro, robos. De vez en cuando la violencia asesina del poniente se chorrea, los maleantes cruzan de Gómez “Balazos” a Torreón o viceversa. En Año Nuevo balas y granadazos sorprendieron a los habitantes del fraccionamiento residencial Campestre La Rosita, y otras veces se han suspendido ahí mismo las exclusivas partidas de golf.
Es entonces cuando se ponen en alerta todas las estaciones policiacas y se cierra el acceso Gómez Palacios-Torreón. Cuatro veces la maestra Rosario Varela, de la Universidad Autónoma de Coahuila, ha dejado salir a sus alumnos porque se activa ese “código rojo”.
“Aunque uno quiera guardar la calma, cuando están en clases les llueven mensajes de sus casas, de sus amigos, que les dicen que hay balacera, los presionan a regresar a casa y ellos empiezan a pedir salir porque viven lejos. Y a veces te dicen: ‘si algo nos pasa usted va a ser la responsable’, y sí te pesa”, dice ella.
La socióloga detecta cambios de comportamiento: las familias establecieron horas de entrada y salida, las salidas de los jóvenes son restringidas, se mantienen comunicados por celular, los niños no juegan en la calle, las mujeres no salen solas o se guardan antes de que oscurezca. En las balaceras, infantes y adolescentes se intercambian rumores por internet o por celular.
En lo que el gobierno reacciona, los ciudadanos se impusieron un toque de queda: los comerciantes cierran sus negocios más temprano y las escuelas vespertinas acaban clases más pronto. En la sicosis circulan correos que aconsejan no salir el fin de semana porque será el día “del gran enfrentamiento”, “se va a definir quién se queda con la plaza” o “llegaron los refuerzos del Chapo”.
Como hay desconfianza en los gobernantes y en los medios de comunicación, se da por cierto que en el poniente tiraron un helicóptero a bazucazos. Y aunque cotidianamente se ven por aquí caravanas de la fuerza pública, María Isabel López, del Centro de Derechos Humanos Juan Gerardo, señala: “Estamos viviendo en total indefensión, nada ganamos con que ande el Ejército o la patrulla federal o la policía en las calles porque la inseguridad está creciendo”.
Por toda la región, en las oficinas de la policía, en las de derechos humanos, en la procu y en postes es frecuente ver letreros con fotos de personas desaparecidas.
Una mujer de Lerdo busca desde el 9 de julio de 2008 a su esposo: él iba en moto con un primo a vender quesos, en el camino los atrapó el fuego cruzado entre bandas rivales, los hirieron y aunque no pertenecían a ningún bando, uno grupo se los llevó.
“Pensamos que si él, quiera Dios que está vivo, quizás lo traigan trabajando obligado en un lugar, quizás lo tienen elaborando droga, y no marca por seguridad de nosotros”, dice llorosa. Su denuncia por la desaparición no prosperó y en la televisión local le dijeron que no iban a mencionar detalles del caso.
La prensa misma quedó atrapada entre bandas. La que se resistía a la autocensura aceptó aplicarla desde que un comando armado sacó al reportero Eliseo Barrón de su casa, lo torturó y lo asesinó. Las últimas narcomantas se dirigen a los comunicadores.
En la reja de la secundaria Lázaro Cárdenas, de Torreón, la subdirectora acaba de mandar a tres niñas a sus casas antes de que se reanude la balacera que se desata por capítulos en sus colonias.
Como vive en el oriente, la profesora pensaba que eran excusas para irse temprano. “Me contaban: ‘nos la pasamos tirados debajo de la cama, no nos movemos, y así pasan dos horas. Pensaba que me estaban cuenteando, pero hasta que lo ves en el periódico ves que sí era cierto”, admite.
No muy lejos, en un centro que imparte actividades recreativas a adolescentes, una terapeuta pidió que los asistentes comentaran la violencia. Recibió comentarios que se transcriben textualmente.
–En el barrio en el que vivo se agarran a balasos los del 5 con los de la 27 nomas que en mi barrio trabajan para el cartel del Golfo a todos les pagan 3000 cada quincena.
–Por mi casa hay narcos, puchadores, cuando se portan mal los tablean, los agarran a tablazos frente a toda la gente si no dan todo el dinero.
–Cuando todavía calderon no era todavía Precidente no avia esto que esta Pasando ahora sea empeorado esto llamo hay seguridad con esto que esta covatiendo a los narcos pues estan las consecuencias.