La contrarreforma petrolera
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“La política petrolera sugerida por el Gobierno es la semilla de un proyecto de largo plazo de la derecha”.
Un Proyecto, pero no Nacional. Para que una visión de futuro sea nacional debe ser capaz de despertar la imaginación no sólo de la minoría dirigente sino desbordarse hasta alcanzar a la imaginación de la mayoría. De lo contrario, se estará frente a otra cosa: la maquinación de un grupo. Ese fue el caso del proyecto oligárquico del Porfiriato y quizá sea también el del Gobierno de Felipe Calderón.
La propuesta del Gobierno para cambiar el marco legal de la actividad petrolera ya debió de haber sido presentada, pero justamente por carecer de apoyo social sólido y de haber despertado la oposición de sectores nacionalistas, el Gobierno y su partido apenas si se atrevieron a hacer público un diagnóstico donde se sugiere que Pemex requiere con urgencia de cambios y de ayuda, pero nada más.
Aunque el Gobierno apenas si ha esbozado sus planes para el futuro del petróleo mexicano, es de suponer que ya ha elaborado un plan con metas específicas para hacer de esa gran riqueza natural no renovable, el cimiento material de un México donde las grandes concentraciones de capital privado, nacional y externo, sean los ejes del desarrollo de una estructura de poder que le permita a la derecha mantenerse y solidificarse como la fuerza dominante en el largo plazo. Y el petróleo es uno de los mejores medios para lograr la utopía conservadora.
Lo que Está en Juego. En el centro de la actual agenda política mexicana está la disputa sobre la naturaleza de un cambio al marco legal y administrativo de la industria petrolera. Esa transformación puede modificar o reafirmar la esencia de la política nacionalista en ese campo. Si política significa, según Harold D. Laswell “quién consigue qué, cuándo y como”, entonces lo que se disputa en la política petrolera es quiénes, cuándo y de qué manera se van a apropiar de la enorme renta de esa industria.
En el esquema anterior a 1917, la riqueza petrolera era enteramente propiedad del superficiario -y entonces los superficiarios en las zonas petroleras eran ya un puñado de empresas extranjeras- a condición de que éste cediera una mínima parte al Estado vía el impuesto del timbre. A partir del arribo de los Gobiernos revolucionarios, y teniendo conciencia de que en México había yacimientos petroleros importantes, el nuevo régimen luchó a brazo partido por arrebatar a los intereses extranjeros una parte justa de la renta petrolera. El éxito del intento fue relativo, pues los petroleros y sus Gobiernos –básicamente los de Washington y Londres- se negaron a reconocer validez a esa parte de la Constitución de 1917 que reintegraba a la nación los derechos sobre el petróleo. Las compañías petroleras alegaron que los revolucionarios nacionalistas hacían una interpretación retroactiva de la ley y que por tanto era contraria al derecho internacional. La expropiación de 1938 cortó de tajo el nudo gordiano creado por casi tres decenios de controversias legales, políticas y diplomáticas en torno a la propiedad petrolera.
A partir de 1938, la explotación petrolera mexicana quedó en manos del Estado, supuesto representante del interés general. Sin embargo, entre 1949 y 1951 –bajo el Gobierno de Miguel Alemán- tuvo lugar un primer intento por modificar el nuevo status quo. Y es que entonces se firmaron cinco “contratos-riesgo” entre Pemex y otras tantas empresas norteamericanas en virtud de los cuales éstas explorarían y explotarían zonas determinadas en la región del Golfo. Si encontraban petróleo, se quedarían con el 15% de lo extraído. Este esquema, de dudosa base jurídica y política, finalmente se declaró ilegal en 1960 y luego se cancelaron esos contratos. El espíritu del ‘38 se reavivó, pero no por mucho tiempo.
Con el advenimiento del quiebre del modelo económico posrevolucionario en 1982 y el triunfo del neoliberalismo, la petroquímica se privatizó parcialmente. Ya con el panismo y con Felipe Calderón como secretario de Energía, volvieron los contratos-riesgo, pero ahora bautizados como “Contratos de Servicios Múltiples” y con duración de 15 a 20 años. Así, para explotar el gas en la Cuenca de Burgos, se firmó con una empresa española un contrato por 2,400 millones de dólares para que se trabajara en 16 campos de gas y pronto se firmaron otros cuatro contratos más, dos con una filial de Petrobras, otro con Industrial Perforadora de Campeche-Tecpetrol y otro con Lewis Energy Group. Calderón defendió esta forma de asociar a Pemex con capital privado externo con los mismos argumentos que en su momento usara Miguel Alemán: Pemex necesitaba del capital y la tecnología externas para hacer frente a las crecientes y urgentes demandas energéticas de México.
Fue así que Calderón, primero en su calidad de miembro del equipo de Vicente Fox y luego ya como jefe del Poder Ejecutivo, sentó las bases para el gran paso que se pretende dar ahora: modificar el marco jurídico de Pemex para evitar cualquier duda sobre la constitucionalidad de los actuales acuerdos con las empresas extranjeras de servicios y, además, ahondar la llamada “modernización” de la actividad petrolera. De esta manera, aseguraría que el gran capital petrolero internacional pueda ser no sólo participante en la producción y transporte de gas, petróleo y refinados, sino también un poderosísimo aliado económico y político de aquellos que le abrieron la puerta a la riqueza petrolera mexicana.
El Origen. En 1821, con la independencia, se vino abajo el modelo económico colonial en cuyo centro estaban los grandes comerciantes españoles, los mineros y los terratenientes criollos. La falta de cohesión política hizo que por un tiempo la nueva nación fuera a la deriva, que perdiera una guerra y territorio, que se endeudara y que se estancara el crecimiento económico. Sólo hasta que en 1867 los liberales impusieron su dominio, pudo volverse a pensar con seriedad en el largo plazo.
Sería bajo la dirección de Porfirio Díaz y en nombre de la modernización, que la élite liberal mexicana se transformó en oligarquía y consolidó una gran alianza con el capital extranjero. En 1910, al celebrarse las fiestas del Centenario de la independencia, el régimen porfirista parecía más sólido que el Peñón de Gibraltar. Sin embargo, en unos cuantos meses ese régimen se vino abajo y en unos cuantos años le sucedería lo mismo a la estructura oligárquica. Y es que el proyecto porfirista, aunque coherente, nunca fue realmente nacional sino de pocos y para pocos, lo que excluyó al resto del país.
La Nueva Oligarquía. La política de privatización iniciada por Miguel de la Madrid, pero llevada lo más lejos posible por Carlos Salinas, dio como resultado la creación o consolidación de enormes fortunas nacionales -Telmex, por ejemplo- y extranjeras –el grueso de la banca, empezando por Banamex- pero el señor de Agualeguas tuvo límites: se detuvo ante Pemex, la joya de la corona de la empresa pública. Sin embargo, hoy el panismo pareciera dispuesto a saltar ese límite y quiere hacer realidad lo que los tecnócratas priistas imaginaron, pero no se atrevieron.
La idea no es hacer con Pemex lo que se hizo con Telmex –venderla- sino algo más sutil. Primero, documentar hasta la saciedad el estado de postración de la empresa, pero sin explicar que desde el Gobierno se labró el desastre y, en cambio, sugerir que el mal es básicamente resultado de no seguir las reglas del mercado. Luego, subrayar que la solución de tan lamentable situación no pasa por buscar fuentes fiscales alternativas para poner fin a los impuestos criminales que ahogan a Pemex ni tampoco por la compra directa de la tecnología que falta, sino en abrir más la puerta a las empresas petroleras externas para que de aquí en adelante “acompañen” a Pemex en su trayecto. Obviamente nada se dice que esas empresas no sólo aportarían recursos que evitarían temporalmente la tan pospuesta reforma fiscal a costa de una tajada de la renta petrolera ni que también se convertirían en nuevos actores políticos, garantes de los intereses particulares de quienes les aseguren que las cosas no van a cambiar, al menos en el futuro previsible.
En suma, en la política petrolera pretendida por la derecha están claras las semillas de un propósito que, en esencia, no difiere mucho de ese otro que hace un siglo estaba por entrar en crisis: el de la oligarquía liberal porfirista. Hoy, como hace un siglo, el proyecto de los que deciden “quién consigue qué, dónde y cuándo” no es realmente nacional sino una maquinación de grupo y que se enfrenta a una oposición cuyo objetivo es hacer del sostenimiento del espíritu de 1938 el eje de una movilización nacional que podría ser la base para recrear lo que hoy está ausente: el proyecto nacional.
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“La política petrolera sugerida por el Gobierno es la semilla de un proyecto de largo plazo de la derecha”.
Un Proyecto, pero no Nacional. Para que una visión de futuro sea nacional debe ser capaz de despertar la imaginación no sólo de la minoría dirigente sino desbordarse hasta alcanzar a la imaginación de la mayoría. De lo contrario, se estará frente a otra cosa: la maquinación de un grupo. Ese fue el caso del proyecto oligárquico del Porfiriato y quizá sea también el del Gobierno de Felipe Calderón.
La propuesta del Gobierno para cambiar el marco legal de la actividad petrolera ya debió de haber sido presentada, pero justamente por carecer de apoyo social sólido y de haber despertado la oposición de sectores nacionalistas, el Gobierno y su partido apenas si se atrevieron a hacer público un diagnóstico donde se sugiere que Pemex requiere con urgencia de cambios y de ayuda, pero nada más.
Aunque el Gobierno apenas si ha esbozado sus planes para el futuro del petróleo mexicano, es de suponer que ya ha elaborado un plan con metas específicas para hacer de esa gran riqueza natural no renovable, el cimiento material de un México donde las grandes concentraciones de capital privado, nacional y externo, sean los ejes del desarrollo de una estructura de poder que le permita a la derecha mantenerse y solidificarse como la fuerza dominante en el largo plazo. Y el petróleo es uno de los mejores medios para lograr la utopía conservadora.
Lo que Está en Juego. En el centro de la actual agenda política mexicana está la disputa sobre la naturaleza de un cambio al marco legal y administrativo de la industria petrolera. Esa transformación puede modificar o reafirmar la esencia de la política nacionalista en ese campo. Si política significa, según Harold D. Laswell “quién consigue qué, cuándo y como”, entonces lo que se disputa en la política petrolera es quiénes, cuándo y de qué manera se van a apropiar de la enorme renta de esa industria.
En el esquema anterior a 1917, la riqueza petrolera era enteramente propiedad del superficiario -y entonces los superficiarios en las zonas petroleras eran ya un puñado de empresas extranjeras- a condición de que éste cediera una mínima parte al Estado vía el impuesto del timbre. A partir del arribo de los Gobiernos revolucionarios, y teniendo conciencia de que en México había yacimientos petroleros importantes, el nuevo régimen luchó a brazo partido por arrebatar a los intereses extranjeros una parte justa de la renta petrolera. El éxito del intento fue relativo, pues los petroleros y sus Gobiernos –básicamente los de Washington y Londres- se negaron a reconocer validez a esa parte de la Constitución de 1917 que reintegraba a la nación los derechos sobre el petróleo. Las compañías petroleras alegaron que los revolucionarios nacionalistas hacían una interpretación retroactiva de la ley y que por tanto era contraria al derecho internacional. La expropiación de 1938 cortó de tajo el nudo gordiano creado por casi tres decenios de controversias legales, políticas y diplomáticas en torno a la propiedad petrolera.
A partir de 1938, la explotación petrolera mexicana quedó en manos del Estado, supuesto representante del interés general. Sin embargo, entre 1949 y 1951 –bajo el Gobierno de Miguel Alemán- tuvo lugar un primer intento por modificar el nuevo status quo. Y es que entonces se firmaron cinco “contratos-riesgo” entre Pemex y otras tantas empresas norteamericanas en virtud de los cuales éstas explorarían y explotarían zonas determinadas en la región del Golfo. Si encontraban petróleo, se quedarían con el 15% de lo extraído. Este esquema, de dudosa base jurídica y política, finalmente se declaró ilegal en 1960 y luego se cancelaron esos contratos. El espíritu del ‘38 se reavivó, pero no por mucho tiempo.
Con el advenimiento del quiebre del modelo económico posrevolucionario en 1982 y el triunfo del neoliberalismo, la petroquímica se privatizó parcialmente. Ya con el panismo y con Felipe Calderón como secretario de Energía, volvieron los contratos-riesgo, pero ahora bautizados como “Contratos de Servicios Múltiples” y con duración de 15 a 20 años. Así, para explotar el gas en la Cuenca de Burgos, se firmó con una empresa española un contrato por 2,400 millones de dólares para que se trabajara en 16 campos de gas y pronto se firmaron otros cuatro contratos más, dos con una filial de Petrobras, otro con Industrial Perforadora de Campeche-Tecpetrol y otro con Lewis Energy Group. Calderón defendió esta forma de asociar a Pemex con capital privado externo con los mismos argumentos que en su momento usara Miguel Alemán: Pemex necesitaba del capital y la tecnología externas para hacer frente a las crecientes y urgentes demandas energéticas de México.
Fue así que Calderón, primero en su calidad de miembro del equipo de Vicente Fox y luego ya como jefe del Poder Ejecutivo, sentó las bases para el gran paso que se pretende dar ahora: modificar el marco jurídico de Pemex para evitar cualquier duda sobre la constitucionalidad de los actuales acuerdos con las empresas extranjeras de servicios y, además, ahondar la llamada “modernización” de la actividad petrolera. De esta manera, aseguraría que el gran capital petrolero internacional pueda ser no sólo participante en la producción y transporte de gas, petróleo y refinados, sino también un poderosísimo aliado económico y político de aquellos que le abrieron la puerta a la riqueza petrolera mexicana.
El Origen. En 1821, con la independencia, se vino abajo el modelo económico colonial en cuyo centro estaban los grandes comerciantes españoles, los mineros y los terratenientes criollos. La falta de cohesión política hizo que por un tiempo la nueva nación fuera a la deriva, que perdiera una guerra y territorio, que se endeudara y que se estancara el crecimiento económico. Sólo hasta que en 1867 los liberales impusieron su dominio, pudo volverse a pensar con seriedad en el largo plazo.
Sería bajo la dirección de Porfirio Díaz y en nombre de la modernización, que la élite liberal mexicana se transformó en oligarquía y consolidó una gran alianza con el capital extranjero. En 1910, al celebrarse las fiestas del Centenario de la independencia, el régimen porfirista parecía más sólido que el Peñón de Gibraltar. Sin embargo, en unos cuantos meses ese régimen se vino abajo y en unos cuantos años le sucedería lo mismo a la estructura oligárquica. Y es que el proyecto porfirista, aunque coherente, nunca fue realmente nacional sino de pocos y para pocos, lo que excluyó al resto del país.
La Nueva Oligarquía. La política de privatización iniciada por Miguel de la Madrid, pero llevada lo más lejos posible por Carlos Salinas, dio como resultado la creación o consolidación de enormes fortunas nacionales -Telmex, por ejemplo- y extranjeras –el grueso de la banca, empezando por Banamex- pero el señor de Agualeguas tuvo límites: se detuvo ante Pemex, la joya de la corona de la empresa pública. Sin embargo, hoy el panismo pareciera dispuesto a saltar ese límite y quiere hacer realidad lo que los tecnócratas priistas imaginaron, pero no se atrevieron.
La idea no es hacer con Pemex lo que se hizo con Telmex –venderla- sino algo más sutil. Primero, documentar hasta la saciedad el estado de postración de la empresa, pero sin explicar que desde el Gobierno se labró el desastre y, en cambio, sugerir que el mal es básicamente resultado de no seguir las reglas del mercado. Luego, subrayar que la solución de tan lamentable situación no pasa por buscar fuentes fiscales alternativas para poner fin a los impuestos criminales que ahogan a Pemex ni tampoco por la compra directa de la tecnología que falta, sino en abrir más la puerta a las empresas petroleras externas para que de aquí en adelante “acompañen” a Pemex en su trayecto. Obviamente nada se dice que esas empresas no sólo aportarían recursos que evitarían temporalmente la tan pospuesta reforma fiscal a costa de una tajada de la renta petrolera ni que también se convertirían en nuevos actores políticos, garantes de los intereses particulares de quienes les aseguren que las cosas no van a cambiar, al menos en el futuro previsible.
En suma, en la política petrolera pretendida por la derecha están claras las semillas de un propósito que, en esencia, no difiere mucho de ese otro que hace un siglo estaba por entrar en crisis: el de la oligarquía liberal porfirista. Hoy, como hace un siglo, el proyecto de los que deciden “quién consigue qué, dónde y cuándo” no es realmente nacional sino una maquinación de grupo y que se enfrenta a una oposición cuyo objetivo es hacer del sostenimiento del espíritu de 1938 el eje de una movilización nacional que podría ser la base para recrear lo que hoy está ausente: el proyecto nacional.
Kikka Roja