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lunes, 26 de diciembre de 2011

Agustín Basave : Escenarios rumbo al 2012

Escenarios rumbo al 2012 15 de diciembre de 2011

  • ¿Qué exigirle a Peña, AMLO o Josefina? 01 de diciembre de 2011
  • Por una convención nacional filoneísta 17 de noviembre de 2011

  • 15 de diciembre de 2011

    En la política, como en la historia, no hay determinismo que valga. El futuro se labra en un entramado de inteligencias y estulticias, de buenas y malas artes, de fortunios e infortunios. A lo largo de veintitantas centurias Occidente ha caído una y otra vez en el error de desentrañar un supuesto plan histórico que predice el rumbo de la humanidad. Y en un plano más inmediatista, muchos politólogos sueñan con una bola de cristal empírica capaz de anticipar acontecimientos, como aquélla en la que en la se han extraviado otros tantos historiadores, filósofos y sociólogos. Y es que en retrospectiva todo parece predeterminado, pero en prospectiva nada lo está. 

    martes, 3 de noviembre de 2009

    El imperio de la mezquindad: Agustín Basave

    El imperio de la mezquindad
    Agustín Basave
    02-Nov-2009
    El debate sobre la Ley de Ingresos es elocuente. Está exhibiendo a un Ejecutivo que no quiere ejecutar, un Legislativo que no quiere legislar y unos partidos que no quieren tomar partido. Y atrás un empresariado que defiende privilegios fiscales indefendibles.

    No hay transición sin generosidad. Ningún país ha sido capaz de pasar de un régimen excluyente a un régimen incluyente sin que sus actores políticos, económicos y sociales cumplan tres requisitos: 1) tener conciencia de que se viven tiempos de excepción, en los que todos tienen que perder un poco en el corto plazo para que todos puedan ganar mucho en el largo plazo; 2) ser capaces de elevar la mira, de pensar en grande, de privilegiar los grandes cambios por encima de los ajustes coyunturales; 3) ponerse de acuerdo para saber qué van a hacer cuando no estén de acuerdo. Sólo con liderazgos generosos se puede gestar esa tríada de convergencias, que a su vez constituye una condición sine qua non para transitar a la democracia. Pero ese tipo de dirigentes no se da en maceta. Y en las sociedades que no castigan la mezquindad, menos.

    Y es que las élites tienden a ser mezquinas. Hay excepciones, por supuesto, pero así se comportan en casi todas partes casi todo el tiempo. Hablo de las cúpulas del gobierno y de los partidos, de las empresas y de los sindicatos, de la milicia y de las iglesias, del periodismo, de la cultura y del deporte. Y también hablo de los elitistas que se disfrazan de proletarios, como los caciques de la economía informal. Si la base no sacude al vértice, la pirámide no suele inmutarse. Son garbanzos de a libra los líderes que, sin necesidad de presiones externas, saben escuchar los llamados de la historia y poseen la visión y la sensibilidad para salir de las encrucijadas por el camino en el que la sensatez y la audacia caminan al unísono.

    En México estamos aprendiendo esta lección del modo más doloroso. Nuestra transición democrática no ha culminado por falta de generosidad, porque tenemos una derecha recalcitrante que no entiende el imperativo de que la izquierda sea opción real de poder, un centro movedizo y ladino y una izquierda atávica que no distingue entre la derecha y el derecho. No se alcanza un nuevo acuerdo en lo fundamental porque nadie quiere ceder. Nadie es capaz de trascender la lógica política convencional de ganancias cortoplacistas ni de levantar la vista para ver más allá de un juego de suma cero. Los grupos de poder, formales o fácticos, están atrapados en sus propios feudos, defendiendo intereses las más de las veces ilegítimos.

    El debate sobre la Ley de Ingresos es elocuente. Está exhibiendo a un Ejecutivo que no quiere ejecutar, un Legislativo que no quiere legislar y unos partidos que no quieren tomar partido. Y atrás, en su trinchera, un empresariado que defiende privilegios fiscales indefendibles. Presenciamos un triste espectáculo cuyo desenlace está cantado: el de un gobierno que seguirá haciendo como si recaudara y ciertos empresarios que seguirán haciendo como si pagaran impuestos. Faltaba más: para eso hay una clase media en cautiverio y una clase baja en inmolación. En suma, muchos fingen, pocos ponen y el país se hunde. Pero no hay por qué alarmarse, que al fin y al cabo hay tiempo. Todavía quedan pozos petroleros por agotar y gente indefensa por exprimir. Cuando broten las últimas gotas de petróleo y de sangre pediremos una reforma hacendaria de fondo.

    Con todo, en medio del regateo se oyen voces inusitadas. El Presidente, por ejemplo, dio un viraje frente al gran capital y pasó del guiño a la admonición. Denunció venturosamente las trampas de los regímenes especiales y la consolidación. Una vez más pareció decidido a ir al monte de piedad fáustico a recuperar su alma y se mostró decidido a rebasar por la izquierda: de la pensión a adultos mayores al intento de meter en cintura a los campeones de la elusión, ya son varias las propuestas de Andrés Manuel López Obrador que hace suyas Felipe Calderón. El problema, claro, es la indefinición. ¿Con quién va a gobernar? No, no se trata de proclamar un gobierno de clase, pero sí de límites y de estrategia. ¿Qué con quién y qué para quién?

    Ahora bien, seamos justos. El problema es idiosincrático. Brincamos de los primeros auxilios a la terapia intensiva; no tenemos medicina preventiva, no tenemos quirófano, sólo sala de urgencias y un pabellón para resucitar al moribundo. Y es que el paciente es muy paciente. Se trata de México que es, de hecho, lo único generoso y noble que hay en México, pese a estar lleno de mexicanos sin piedad por la patria. Si reparamos en la cantidad de veces que la hemos desollado, nos sorprenderemos de que esté viva. Tan sólo la monstruosa metástasis de corrupción que la mayoría de sus “hijos” le ha provocado hubiera acabado ya con cualquier otro país.

    Aceptémoslo: vivimos en el imperio de la mezquindad. Una turba de avaricias se disputa jirones de nadería. ¡Y todavía hay quienes se preguntan por qué los únicos acuerdos que podemos lograr son los que administran la mediocridad! No hemos comprendido que la suma de pequeñeces no da como resultado la grandeza, y que mientras cada quien se aferre a su trozo de sordidez no podremos forjar una gran nación.

    abasave@prodigy.net.mx

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    lunes, 26 de octubre de 2009

    El muro y la esperanza: Agustín Basave

    El muro y la esperanza
    Agustín Basave
    26-Oct-2009
    Han pasado ya veinte años. Me encontraba entonces, la víspera del 6 de octubre de 1989, en la fastuosa celebración del XL Aniversario de la República Democrática de Alemania Mi curiosidad me desbordaba. Escudriñaba todo lo que señalaba Ula, la stasiana intérprete.


    V iajé con la sensación de que algo grande estaba a punto de ocurrir. Construí un escenario durante el vuelo, un vaticinio venturoso. Cuando llegué a Berlín pensé que me había ganado el optimismo: entre los demás invitados se cruzaban apuestas subrepticias por la muerte del régimen, pero los más audaces hablaban de una agonía de dos o tres años. Yo, en cambio, fantaseaba con la idea de que la inminente ceremonia iba a ser el marco de un gesto simbólico, de un primer paso a la apertura, y no veía muy lejana la reunificación de Alemania. Obviamente se trataba más de intuición que de análisis: mi fe en el sino trágico de Mijail Gorbachov sesgaba mi interpretación del endurecimiento de Erich Honecker. Sabía de la vocación totalitaria del hombre fuerte de esa mitad alemana y, sin embargo, me movía el wishful thinking: nada ni nadie resistiría el vendaval libertario que arrastraba al líder ruso.

    Han pasado ya veinte años. Me encontraba entonces, la víspera del 6 de octubre de 1989, en la fastuosa celebración del XL Aniversario de la República Democrática de Alemania. Mi curiosidad me desbordaba. Escudriñaba todo lo que Ula, la stasiana intérprete que los anfitriones nos habían puesto como guía, nos permitía ver en esos tours planeados con una agobiante simbiosis de meticulosidad germánica y censura comunista. Observaba el bienestar con que parecían vivir los berlineses del este, que gozaban de niveles de vida superiores al resto de la Europa oriental. Una peculiar estadística me había predispuesto: cada estealemán comía en promedio más de 85 kilos de carne al año. Aunque del lado occidental había más riqueza, mis recorridos me dieron la impresión de que, a diferencia de la Unión Soviética, el principal problema en la RDA no era económico. Una anécdota me recordó que no sólo de pan vive el hombre. En una recepción, los mexicanos pedimos a Ula que transmitiera a una joven alemana nuestra invitación a visitar México, a lo que la traductora se negó. Ante nuestra sorprendida insistencia, respondió: “Les pido respetuosamente que no le creen a esta muchacha ilusiones que no podrá hacer realidad”. Nos quedó claro.

    El día del aniversario, camino a la ceremonia, alcancé a vislumbrar una manifestación de protesta. Pregunté a Ula qué gritaba la gente. “No alcanzo a escuchar”, me dijo, mientras instaba al chofer a ir más rápido. Llegamos al recinto cuando arribaba el auto con los dos principales personajes. Presencié la significativa reacción de los mirones que se habían arremolinado en las calles aledañas, que espontánea y desordenadamente empezaron a corear “¡Gorby, Gorby!”, mientras ensordecían con silencio a su propio gobernante. Minutos después, los discursos chocaban. El de Honecker, un ríspido compendio de anacronismos estalinistas, rematados con la consigna de que en la separación de las Alemanias no daría ni un paso atrás. El de Gorbachov, en cambio, una bella pieza de oratoria sobre el glasnost de la que rescato una referencia memorable. Aludió a la sentencia de Bismarck en el sentido de que Alemania iba a reunificarse a sangre y fuego y dijo que él prefería las palabras de un poeta ruso que vivió en Berlín y que refutaban al Canciller de Hierro: la reunificación llegaría, pero no por la fuerza, sino por amor.

    La emoción nos envolvió a todos y la ovación resultó ensordecedora. Junto a mí estaba sentada una egresada del Partido Comunista Mexicano, una talentosa mujer llamada Amalia García. Volteé a verla y noté que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Pasé mi brazo sobre sus hombros y los estreché en expresión de concordancia. Amalia representaba en ese instante la esperanza de un renacimiento que llevara a andar el camino de la libertad individual sin desandar el de la justicia social. Su llanto brotaba de la colisión entre una inveterada fatiga y un sueño eterno, del cansancio de la batalla contra el autoritarismo y la inequidad y del anhelo de la convergencia triunfante entre un nuevo socialismo y la socialdemocracia.

    Regresé a México decepcionado. No se había cumplido mi presentimiento, no había empezado el cambio. Un mes más tarde, el 9 de noviembre, me topé con la noticia: había caído el Muro de Berlín. Me reconfortó saber que no me había ilusionado en vano. Me alegré por el derrumbe de la ignominia, por la caída de un sistema inhumano y por la posibilidad de que Alemania se reunificara amorosamente, como profetizó aquel poeta. Pero mi alegría se convirtió pronto en una suerte de melancolía anticipada. Presagiaba el peligro de que la globalización, en pleno nacimiento, trocara en derechización. Y me preocupaba el riesgo de volar sin escalas de la estatolatría al fundamentalismo del mercado. Hoy, dos décadas después, me doy cuenta de que la historia me engañó. Resulta que en 1989 sí fui demasiado optimista. Y en 2009, cuando quiero creer que el péndulo retorna hacia una sociedad verdaderamente abierta y un auténtico Estado de bienestar, temo volver a serlo.

    abasave@prodigy.net.mx

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    lunes, 19 de octubre de 2009

    ¿Qué sindicalismo queremos?: Agustín Basave

    ¿Qué sindicalismo queremos?
    Agustín Basave
    19-Oct-2009
    El conflicto del Sindicato Mexicano de Electricistas ha puesto en la agenda nacional a nuestro sindicalismo. El tema no es Luz y Fuerza del Centro; todos sabemos que era una empresa inaceptablemente cara y mala, es el SME y con él las relaciones laborales en México.

    Para Agustín, para pasado mañana: feliz cumpleaños.

    Los sindicatos surgieron como instrumentos de defensa contra el capitalismo salvaje. En los albores de la revolución industrial, a fines del siglo XVIII, nada impedía que los dueños de las fábricas explotaran a los obreros. Los abusos eran muchos: jornadas y condiciones de trabajo inhumanas, bajísimos salarios y un largo etcétera. Para defender los intereses de los trabajadores se formaron organizaciones sindicales, a contrapelo de una ley que las prohibía expresamente. Su legalización no se dio sino hasta 1824, en Inglaterra, y aún más tarde en otros países. La legitimación de la huelga y los demás derechos laborales en los estados democráticos se retrasaría una centuria más.

    De entonces a la fecha, las cosas han cambiado. La globalización flexibilizó las reglas del juego y los sindicatos se debilitaron. Para bien y para mal —quienes tienen un empleo están más protegidos, pero a los demás les cuesta más esfuerzo encontrar trabajo—, muchos de esos cambios no han llegado a México. Las viejas conquistas sindicales no han sido contrarrestadas por las nuevas conquistas empresariales: la cláusula de exclusión en los contratos colectivos todavía existe y los pagos por hora, la reducción de indemnizaciones y pensiones, los periodos de gracia en la contratación de jóvenes y otras prácticas que ya son comunes en el Primer Mundo no se han incorporado a la legislación mexicana. Y al mismo tiempo los trabajadores mexicanos carecen del seguro de desempleo del que los primermundistas ya disfrutan y que hace viable en sus países la flexibilidad laboral.

    El conflicto del Sindicato Mexicano de Electricistas ha puesto en la agenda nacional a nuestro sindicalismo. El tema no es Luz y Fuerza del Centro; todos sabemos que era una empresa inaceptablemente cara y mala, como lo mostró con su habitual tino la Auditoría Superior de la Federación, y muchos consideramos positivo que la absorba la Comisión Federal de Electricidad, que es un poco más eficiente. El meollo de la discusión es el SME y con él las relaciones laborales en México. A nadie escapa el hecho de que nuestra alternancia se dio en la más rancia tradición mexicana de la imprevisión, y que entre los planes que brillaron por su ausencia estuvo el de sustituir al corporativismo sindical. El gobierno permitió que las antiguas centrales no se dieran por enteradas del cambio.

    Cierto, hay sindicatos que buscaron modernizarse. En las postrimerías de la era del partido hegemónico, tras de la derrota de los movimientos que se enfrentaron al charrismo sindical, algunos de ellos lo intentaron. En ese contexto se creó la Unión Nacional de Trabajadores como alternativa al Congreso del Trabajo. Pero si bien la UNT representa en México a un sindicalismo más vanguardista, y varios de sus miembros han logrado avances en la descorporativización y en la conciliación de transparencia y autonomía sindical, la mexicanísima corrupción no ha sido desterrada. Han superado los contratos de protección tipo cetemista pero mecanismos de control de las bases, como la herencia, la venta o la renta de plazas, son todavía muy socorridos. Aunque se cuece aparte, es el caso del SME.

    La cuestión, sin embargo, no es qué hacemos con un sindicato sino qué sindicalismo queremos. Yo aplaudo la propuesta de que la CFE reemplace a LyFC, pero no el proyecto de desaparición de una organización sindical con base en un criterio casuístico y politizado. Si no vamos más allá pronto estaremos quejándonos de los obstáculos del SUTERM a la competitividad de la CFE. Y es que la liquidación de LyFC no sólo parte de una insoslayable racionalidad económica y administrativa, sino también de un cálculo político del Presidente que implica una carambola de tres bandas: refuerza su debilitado liderazgo frente a la clase empresarial, arrebata al SME el negocio de la fibra óptica e intimida adversarios y golpea a un aliado de la izquierda de cara a la sucesión de 2012. Así no se llega a la raíz del problema. Hay que discutir un nuevo pacto social, una estrategia de transformación que se sitúe por encima de filias o fobias partidistas. ¿Dónde está el equilibrio entre productividad y seguridad social, cuál es la tonalidad justa entre el blanco y el rojo? Si se alcanzara un acuerdo, y en él se privilegiara el combate a la corrupción sindical sin solapar a nadie por razones ideológicas o electorales, México ganaría. Y si el gobierno catalizara la reinserción en el mercado laboral de los desempleados y se siguiera de frente para sanear a Pemex y mejorar la educación pública junto con sus respectivos sindicatos, yo no regatearía el reconocimiento de un hito en nuestra cosa pública. Pero si eso no ocurre, si todo queda en un golpe al SME, condenaré la selectividad. Por lo pronto me solidarizo con quienes perdieron su empleo en LyFC, cuyas familias padecen incertidumbre y angustia sin tener la culpa de los excesos de sus líderes.

    abasave@prodigy.net.mx

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    lunes, 12 de octubre de 2009

    Del barroquismo al desmadre: Agustín Basave: LyFC

    Del barroquismo al desmadre
    Agustín Basave
    12-Oct-2009
    El proyecto de la Cédula de identidad y el conflicto de Luz y Fuerza del Centro prueban que en México no hay borrón pero sí hay cuenta nueva y que la austeridad en el gasto ha sido la última de nuestras prioridades.


    Para Ale, para mañana: feliz cumpleaños.

    Los mexicanos somos barrocos por tradición. Se trata de “un estilo de ornamentación caracterizado por la profusión de volutas, roleos y otros adornos en que predomina la línea curva” (RAE). Empezamos por la arquitectura, pasamos a la literatura y acabamos contagiando al resto de nuestra cultura. Hasta ahí todo está bien. Celebro nuestra predilección por ese estilo artístico, que ha producido obras sublimes. Dejo de congratularme, sin embargo, cuando esa afinidad se traduce en un ethos reacio a las líneas rectas, que nos hace darles vueltas a las cosas hasta enredarlas y enredarnos a nosotros mismos. Y me rebelo cuando nuestro barroquismo invade la cosa pública y se vuelve redundancia y rebuscamiento, convirtiendo un problema de la sociedad en una disfuncionalidad del Estado.

    Ejemplos sobran. Ya he hablado en este espacio de la proliferación de entidades gubernamentales que duplican o intrincan funciones, de la maraña de instrumentos legales que hemos producido. Pero esta vez seré más preciso, y para muestra me bastarán dos botones: el proyecto de la Cédula de identidad y el conflicto de Luz y Fuerza del Centro, que prueban que en México no hay borrón pero sí hay cuenta nueva y que la austeridad en el gasto ha sido la última de nuestras prioridades. Y que no sabemos distinguir eficacia de eficiencia.

    Aunque me preocupa el mal uso que se suele dar en este país a las bases de datos personales, simpatizo con la idea de una identificación holística. Pero la razón de mi simpatía es justamente lo que han soslayado las autoridades: la creación de la tarjeta única del ciudadano, la que reemplace gradualmente a la prolija documentación que hoy tenemos que tramitar y cargar los mexicanos y que le cuesta demasiado dinero al erario. Si bien es imposible eliminar de golpe la credencial de elector, el pasaporte, la cartilla militar, la licencia de manejar, la cédula profesional o el carnet del IMSS o el del ISSSTE, es tecnológicamente viable concentrar al menos varios de ellos. La abreviación de los procedimientos y el ahorro que se lograrían con la convergencia es difícil de sobreestimar. Menos ventanillas, menos personal, menos requisitos, menos corrupción, menos tiempo perdido. No obstante, la Secretaría de Gobernación se atoró en el primer escollo: cuando el Instituto Federal Electoral protestó porque el proyecto desincentivaría la obtención de su credencial, anunció que ambas identificaciones coexistirían. Los argumentos del IFE son válidos, pero nada justifica el dispendio que implicará la producción de dos documentos carísimos y redundantes. ¿Por qué no buscamos otro incentivo para votar? Porque optamos por el facilismo de pagar más, sin importarnos la crisis, y porque no entendemos que la simplificación es siempre la solución más eficiente.

    Y qué decir de la liquidación de LyFC. Más allá de posturas políticas está la realidad de una institución que nos cuesta muchísimo y nos da un pésimo servicio, cuya existencia al margen de la Comisión Federal de Electricidad no nos ofrece ninguna ventaja. Aunque en esto tienen más culpa los gobiernos que han comprado apoyos y votos con prebendas que el Sindicato Mexicano de Electricistas, mis reflejos me llevan a reaccionar positivamente a la idea de que, sin privatización, la CFE absorba a LyFC. Estoy de acuerdo con quienes se quejan de que se actúe contra una organización gremial y no se haga nada contra otras que son peores, pero no creo que lo correcto sea eximir al SME en aras de una ideología sino exigir decisiones contra todo el corporativismo vicioso. Querer servicios públicos más baratos y de mayor calidad y sindicatos más transparentes y honestos no es de derecha ni de izquierda: es de sentido común. No sé si la Secretaría del Trabajo tenga un plan estratégico para impulsar un nuevo sindicalismo, y espero que haga algo para encauzar a los trabajadores desempleados del SME hacia actividades productivas. Lo que sí sé es que prácticamente todos los presidentes del México reciente, estatistas y neoliberales, coincidieron en que la CFE debía absorber a LyFC. Y que sin acciones de ese tamaño no habrá impuestos que alcancen para pagar nuestro colosal gasto corriente.

    La mexicanísima tendencia a enmarañar las cosas ha dañado nuestra tiroides burocrática y nos ha vuelto proclives al gigantismo. En efecto, nunca nos faltan justificaciones para la promiscuidad presupuestaria. El federalismo, por ejemplo, nos sirve para defender los presupuestos de 32 institutos y de otros tantos tribunales electorales estatales, y de miles de corporaciones policiacas. Y en nombre del crecimiento del país nunca nos falta algún matiz para diferenciar y legitimar a un organismo federal que hace lo mismo que otro. Y es que, usualmente, frente a la disyuntiva de no hacer olas o enfrentar intereses creados, preferimos el caos permanente al caos temporal. En otras palabras, nos gusta el desmadre.

    abasave@prodigy.net.mx

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    lunes, 5 de octubre de 2009

    Agustín Basave: Alianza por la alternancia en Oaxaca

    Alianza por la alternancia en Oaxaca
    Agustín Basave
    05-Oct-2009
    Yo, en lo personal, juzgo deseable una nueva alianza oaxaqueña opositora formada por el PRD, el PAN, el PT y Convergencia. En la medida en que un partido se perpetúa en el gobierno esa lógica se refuerza, con todo y el clientelismo y la corrupción.

    Las alianzas electorales se suelen debatir entre extremos viciosos. Por un lado están los políticos hiperpragmáticos, para quienes cualquier coalición ha de ser permitida —o prohibida— si conviene a sus intereses. Por otra parte están los políticos dogmáticos, que rehúsan considerar siquiera los casos excepcionales en que se justifica la unidad de contrarios para derrotar al enemigo común e impulsar una transición democrática. Los primeros probablemente habrían avalado la sibilina coincidencia de conservadores y liberales que sostuvo el apartheid en Sudáfrica y los segundos seguramente se habrían opuesto a la concertación para acabar con la dictadura de Pinochet en Chile.

    Pero hay un justo medio. Es el que acepta la posibilidad de candidaturas comunes cuando hay plataformas compatibles y, tratándose de partidos ideológicamente opuestos, cuando está en juego un proceso de democratización contra un gobierno autoritario. En México esa discusión se ha dado varias veces, en torno a frentes electorales más o menos exitosos contra el PRI en distintas entidades, y está resurgiendo de cara a la próxima elección para la gubernatura de Oaxaca, con la ventaja de que ahora se conocen los errores cometidos. Yo, en lo personal, juzgo deseable una nueva alianza oaxaqueña opositora formada por el PRD, el PAN, el PT y Convergencia. Y es que si bien el avance de la transición a nivel nacional ha activado varios contrapesos que acotan al Presidente de la República, las transiciones estatales son incipientes y los gobernadores todavía tienen un amplio margen de maniobra para abusar del poder. Todos sabemos que muchos de ellos hacen prácticamente lo que les da la gana y que esa gana a menudo apunta a su beneficio personal en detrimento de las sociedades que representan. Y en la medida en que un partido se perpetúa en el gobierno esa lógica se refuerza, con todo y el clientelismo y la corrupción.

    Me he referido antes al tema de los cacicazgos estatales y no voy a abundar en él. Baste con recordar que en las entidades federativas el Ejecutivo está sujeto a equilibrios y mecanismos de rendición de cuentas que existen en condiciones precarias o de plano no funcionan, y que puede manejar el presupuesto con demasiada discrecionalidad. Los gobernadores, en efecto, tienen suficiente fuerza para intimidar adversarios y bastante dinero para comprar voluntades, y a menudo los usan para cooptar a diputados y jueces, a partidos de oposición y órganos autónomos, a alcaldes y periodistas. Por supuesto que hay personas honestas que no se dejan manipular y ejercen con valentía su papel incluso cuando tienen que contrariar al todopoderoso, pero la verdad es que son una minoría. Se necesita para hacerlo algo que no está muy lejos de la heroicidad que se requería para enfrentar al presidente en los tiempos del presidencialismo imperial.

    Se podría decir que hay estados en donde la democratización está un poco más aventajada. A riesgo de que me echen encima reclamaciones regionalistas, debo decir que las ventajas son mínimas en la mayoría de los casos, incluido el oaxaqueño. Su sociedad civil se organiza cada vez más y mejor, y sus impulsores de la democracia son muy valiosos, pero no ha habido más gobierno que el priista y el control que aún detenta Ulises Ruiz es muy grande. Hace cuatro años un movimiento social lo puso en jaque, pero a los errores y excesos de sus ultras se sumó al chantaje que el PRI ejerció en las instancias federales para acabar fortaleciendo al gobernador. A mí, como admirador que soy de ese maravilloso estado, me disgustó tanto el daño que sufrió su ciudad mágica como la connivencia que impidió la salida de Ruiz por cauces legales y pacíficos. Oaxaca no merece caciques, sean de un signo o de otro.

    Hay un precandidato capaz de encarnar la alianza por la alternancia en tierras oaxaqueñas. Se trata del senador Gabino Cué, quien ya tiene de su lado a los moderados de izquierda y de derecha. Los radicales de uno y otro bando no lo aceptan porque no quieren que sus partidos se junten con lo que consideran sus némesis. Mientras tanto el gobernador y sus partidarios, incluido el responsable del ataque que provocó la muerte a un profesor disidente y que fue premiado con una diputación, encomian la “congruencia” de los esfuerzos por boicotear la unidad opositora. Festejan los argumentos de los detractores de esa candidatura, quienes evocan ora agravios lopezobradoristas ora deserciones democráticas foxistas para fundamentar su rechazo a las uniones “contra natura”, como la coalición de facto que ganó en 2000. Yo no me sumé al voto útil; voté por la opción socialdemócrata de Gilberto Rincón Gallardo. Con todo, a pesar del bache de nuestra transición, creo que la alternancia abrió posibilidades inéditas a la democracia en México. Las mismas que abriría en Oaxaca.
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    martes, 29 de septiembre de 2009

    Agustín Basave: Tecnosaurios a examen (economistas sin ética)

    Tecnosaurios a examen
    Agustín Basave
    28-Sep-2009
    En el trazado del rumbo de la economía del país debe haber una mayor participación de la sociedad. Hay suficientes conocimientos en la intelligentsia mexicana y bastante sensatez entre la ciudadanía.

    La economía es demasiado importante para dejársela sólo a los economistas. Y no es que yo esté de acuerdo con la desastrosa premisa del echeverrismo en el sentido de que las estrategias económicas han de ser diseñadas por políticos, sino que pienso que en el trazado del rumbo de la economía del país debe haber una mayor participación de la sociedad. Hay suficientes conocimientos en la intelligentsia mexicana y bastante sensatez entre la ciudadanía para evaluar los resultados económicos de un modelo y analizar si debe continuar o ser cambiado. Los economistas siempre serán necesarios, y mientras más preparación técnica tengan, mejor, pero su escuela de pensamiento debe ratificarse o rectificarse en función del éxito o el fracaso de su gestión.

    En México, como en todos los países subdesarrollados, solemos perseguir la estela del Primer Mundo. Tardíamente, asumimos los paradigmas de quienes manejan las economías desarrolladas. Esta época de crisis no es la excepción. Seguimos imitando un esquema que en aquellos países va de salida, que ya empieza a ser sustituido por una suerte de neokeynesianismo o por un eclecticismo asaz heterodoxo. La mayoría de los economistas del gobierno mexicano son remisos del laissez faire y se han vuelto tan dogmáticos como sus predecesores estatistas. Llegaron al poder copiando la receta globalizadora y criticando los particularismos nacionales, y ahora esgrimen nuestra excepcionalidad para rechazar las medidas que se toman en Estados Unidos y Europa: allá sí pueden regular los mercados, incurrir en déficits, privilegiar el Estado de bienestar; acá no.

    Necesitamos, pues, una mayor apertura de las decisiones en torno a nuestra economía. Existe una propuesta para crear un Consejo Económico y Social que vale la pena analizar con toda atención. ¿En qué nos benefició el haber dejado todo en manos de una élite de economistas monotemáticos? El saldo del Consenso de Washington es negativo, y eso nadie lo puede negar. La tierra prometida por ellos, privatizada y casi libre de ejidos, no dio más que unas parcelas de feracidad a una pequeña parte de la sociedad mexicana. Después de años de ajustes estructurales con un alto costo social, justo cuando se anunciaba que el estoicismo de las mayorías se vería recompensado con un mejor nivel de vida gracias a una revolución microeconómica, el error de diciembre tiró por la borda buena parte del saneamiento macroeconómico alcanzado. Los iniciados no pudieron justificar la endeblez económica del país: habían aprovechado el último aliento del presidencialismo mexicano para implantar los cambios que quisieron hasta donde quisieron y en los tiempos que quisieron. Quienes habíamos otorgado a la política económica de la globalización el beneficio de la duda pasamos a la duda del beneficio, y de ahí a la certeza del fiasco. Pues bien, pese a todo, tres lustros después seguimos por el mismo camino.

    No propongo un retorno al paraíso perdido del populismo en lugar del paraíso terrenal de la mano invisible, deturpado por su mal de Parkinson. No impugno el libre comercio sino los excesos de la liberalización. Pretendo que se reconozca y se enmiende el error de pasar de la estatolatría a la soberanía del mercado, de haber debilitado lo público en aras de lo privado, de haber abrazado un fundamentalismo privatizador. Pido, en suma, que los modernizadores admitan que se han anquilosado y han reemplazado su antiguo pragmatismo por una ortodoxia que olvidó el análisis casuístico de costo-beneficio. La falta de crecimiento, el aumento de la pobreza y la desigualdad son en gran medida producto de su dogmatismo anacrónico, que descalifica a priori cualquier viraje, por sutil que sea. Los guardianes del santo sepulcro de Adam Smith han resultado más fieros que los del propio Karl Marx. Y tenemos que sufrir la vergüenza de que sean líderes europeos de derecha o el mismísimo Fondo Monetario Internacional los que nos sugieran dejar de ser más papistas que el Papa.

    Hace tiempo, algunos economistas decidieron convertirse en juristas autodidactos para romper el monopolio de la acción legislativa que detentaban los del viejo régimen. Surgieron así los que yo llamo “econogados”, políticos como Pablo Gómez, Jorge Alcocer y Arturo Núñez, quienes por vocación personal o empujados por la carencia de abogados en las filas de la izquierda enriquecieron el debate jurídico con su visión exógena. Ya antes había habido licenciados en derecho que manejaron magistralmente la economía, como don Antonio Ortiz Mena. ¿Por qué no impulsar una mayor interdisciplinariedad y escuchar otras opiniones en el debate económico? Después de todo, a juzgar por sus propias estadísticas, los tecnosaurios neoliberales están reprobados.

    abasave@prodigy.net.mx

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    miércoles, 23 de septiembre de 2009

    Agustín Basave : Partidos esquizoides

    Partidos esquizoides
    Agustín Basave
    21-Sep-2009
    En el PRI empieza a abrirse una grieta que separa a quienes conciben un partido-escudo de los que desean un partido-lanza. Por una parte están los priistas que tienen grandes intereses que defender y forman parte del establishment metapartidario.


    Para Orla, por la dualidad felicitaria.

    No hay partidos monolíticos. Todos tienen camarillas, corrientes, facciones. Otra cosa es que algunos de ellos las oculten, que impongan a sus militantes una disciplina de silencio. En esos casos la imagen de homogeneidad es engañosa. Puede haber partidos bien integrados, armónicos quizá, pero no uniformes. Ni aquí ni en China, literalmente. De hecho, lo que en otras partes es heterogeneidad, en México es esquizofrenia.

    En el antiguo régimen mexicano el presidente cohesionaba a su partido. Pero de ahí a que el PNR/PRM/PRI haya carecido de diversidad, o incluso de divisiones internas, media un abismo. De la misma matriz partidista nacieron las presidencias de Lázaro Cárdenas y de Miguel Alemán, entre las cuales hubo más distancia ideológica que la que existe ahora entre el PRD y el PAN. Y si bien la mayoría de las amenazas de cisma en el priismo se conjuraron, otras se cumplieron. Hoy, naturalmente, el PRI tiene un ensamblaje distinto. Perdido su centro de gravedad presidencial, ha tenido que buscar otros mecanismos de articulación y ha revertido a sus orígenes penerristas, recreando una confederación de liderazgos o cacicazgos regionales. Aunque la dirigencia nacional y los coordinadores parlamentarios tienen fuerza, los gobernadores son cada vez más los verdaderos depositarios del poder priista.

    Simultáneamente a esta obviedad, sin embargo, en el PRI empieza a abrirse una grieta que separa a quienes conciben un partido-escudo de los que desean un partido-lanza. Por una parte están algunos de los priistas que ya dominaron el país, que tienen grandes intereses que defender y forman parte del establishment metapartidario. A ellos les gustaría que el PRI recuperara la Presidencia de la República, por supuesto, pero no están dispuestos a arriesgar demasiado porque su entrelazamiento con el gobierno federal panista y sus nexos con diversos gobiernos estatales les permiten proteger y acrecentar sus enclaves económicos y sus posiciones políticas tanto o más de lo que se los permitiría un nuevo presidente priista. Y del otro lado está el priismo que no ha llegado al cenit, el que sí se juega el todo por el todo de cara al 2012. El diferendo no es necesariamente generacional, porque hay jóvenes y viejos en ambos bandos, pero sí es potencialmente bifurcador porque propicia lógicas antagónicas. Unos pretenden perpetuar la actual correlación de fuerzas y los otros revertirla; unos apuestan a fortalecer al Congreso de la Unión y a los gobiernos estatales a expensas del Ejecutivo federal, otros a regresar a un presidencialismo fuerte; unos saben que no ganan en las urnas y optan por el poder tras el trono y otros quieren sentarse en el trono. Aunque todavía no se manifiesta cabalmente esta disputa, pronto se sentirán los escarceos en las bancadas priistas de la LXI Legislatura.

    Pero el PRI no tiene el monopolio de las tendencias esquizoides. Ahí está el PAN, el partido que ponía sus normas por encima de sus personas, al que comienza a partirlo el personalismo. Y qué decir del PRD, el partido de tribus por antonomasia, que alberga una bipolaridad mucho más ostensible. Muchos partidos tienen un ala radical y una moderada, pero en el perredismo la coexistencia de ambas produce el síndrome de Penélope: lo que una teje de día la otra lo desteje de noche. Sus estrategias se merman recíprocamente. Es como si el inconsciente de los perredistas los hiciera esperar el regreso del Odiseo socialista antes de llegar al poder, y que mientras tanto estuvieran decididos a ahuyentar a cuantos electores los cortejen. La pugna se ha vuelto personal y su visceralidad ha escalado al grado de propiciar apuestas en el sentido de que mientras esas expresiones compartan un mismo registro preferirán ganar la batalla interna a la externa. Lo cierto es que en el PRD, de manera sistemática, uno de sus costados se pelea con el otro.

    Ninguno de esos tres casos debe sorprendernos. Es una manifestación más de lo que yo he llamado “el mexiJano”: el ser dual de nuestra identidad que, como el dios de las dos caras, mira en direcciones opuestas. Nos gusten o no, PRI, PAN y PRD son los principales partidos de México y nada de lo mexicano les es ajeno. Por eso a menudo actúan contra sí mismos. No siempre, claro está, porque, como todos nosotros, de vez en cuando acatan la sensatez, superan el desdoblamiento de personalidades y se comportan racionalmente. De lo que parecen incapaces es de portarse con generosidad hacia México; al menos no en estos tiempos en que nuestro país la necesita desesperadamente.

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    lunes, 14 de septiembre de 2009

    ¿Y el gasto? ¿Y la altura de miras?: Agustín Basave

    ¿Y el gasto? ¿Y la altura de miras?
    Agustín Basave
    14-Sep-2009
    La primera iniciativa que manda el Presidente después de su plausible discurso a favor de las reformas de fondo siguió la lógica de los parches posibles, y quizá ni eso. Deja insatisfecha a la derecha, dividido al centro e irritada a la izquierda.


    Todo mundo en México habla del presupuesto pero casi nadie se refiere a él. Y es que la discusión ha sido dominada por la propuesta tributaria de la Secretaría de Hacienda: la permanencia del IETU, los aumentos en el ISR y los IEPS y, sobre todo, el controvertido gravamen del 2% “contra la pobreza”, que en realidad es un incremento al IVA. Los impuestos no son populares en ninguna parte del mundo, y cada vez que un ministerio de finanzas presenta su proyecto anual enfrenta una intensa crítica de la opinión pública. Pero a veces se encuentra uno en los medios de comunicación, incluidos los mexicanos, algunas voces de apoyo al nuevo esquema de recaudación. Quizá no he buscado bien, pero esta vez no he hallado ninguna más allá de los susurros afónicos del gobierno y su partido. Y es que la proposición gubernamental se quedó en facilismo de apretar al causante cautivo y gravar más el consumo. La primera iniciativa que manda el Presidente después de su plausible discurso a favor de las reformas de fondo siguió la lógica de los parches posibles, y quizá ni eso. Porque, pese a ser una miscelánea fiscal que está muy lejos de la profundidad que requerimos, su factibilidad está por verse. Deja insatisfecha a la derecha, dividido al centro e irritada a la izquierda. Cierto, si hubiera optado por el IVA generalizado hubiera provocado una gran movilización social, y si hubiera tocado los regímenes especiales y las consolidaciones se habría echado encima a los empresarios, pero ¿no son esos los costos del asalto a las alturas?

    Mientras tanto, el presupuesto sigue eclipsado. Veamos. Se anuncia, y suena bien, una reestructuración de la administración pública federal y un programa de austeridad. Los dos sexenios panistas han elevado desproporcionadamente el número de subsecretarías y direcciones, y los sueldos y prestaciones de los altos mandos han llegado a la exageración. Habrá que ver en qué quedan. Se propone que la Secretaría de Agricultura, la de Desarrollo Social y la de Economía absorban a la Reforma Agraria y a Turismo, y que la Secretaría de la Función Pública pase a ser una Contraloría. Opiniones aparte —yo creo que en nuestro futuro previsible se justifica más mantener el estatus secretarial de Turismo que el de Energía— hay que decir que el diablo está en los detalles: ¿cuántas de las áreas realmente desaparecerán y cuántas sólo se reubicarán?

    Pero veamos más allá. Una de las razones por las que en este país el gasto corriente es tan alto es que nuestra burocracia ha crecido de manera irracional. No me refiero sólo a la multiplicación de plazas que llevaron a cabo las gestiones de Fox y Calderón, sino a algo que viene de más lejos. En el afán de evitar problemas con sindicatos difíciles, de eludir la descomposición de algunos organismos, de hacer estructuras ad hominem, se crearon una enorme cantidad de institutos, consejos, comisiones, fideicomisos, muchos de los cuales son redundantes o fragmentarios. Duplican o parten sus funciones e impiden que se cumplan sus objetivos con eficiencia. Tienen al mismo tiempo exceso y carencias de recursos humanos, financieros y materiales y no permiten economías de escala. Por ejemplo, ¿no sería mejor que hubiera una sola institución de salud pública que sirviera a todos los mexicanos, sin excepción, en vez de las seis o siete que tenemos? Obviamente, hacer esa integración implicaría un desafío portentoso por las batallas sindicales y los problemas políticos y legales que habría que enfrentar. Y algo similar ocurre con la Comisión Federal de Electricidad y Luz y Fuerza del Centro. Con todo, ¿no quedamos en que se lanzarían reformas de gran calado? El precio a pagar es proporcional a la altura de miras; ¿o alguien piensa que las grandes transformaciones no cuestan sangre, sudor y lágrimas? Y en todo caso, ¿por qué no empezar por fusionar al menos las entidades de menor peso, entre las cuales abunda la duplicidad y la atomización?

    Estoy consciente de que México recauda muy poco. Desde luego que tenemos que hacer una reforma hacendaria radical, con criterio progresivo y progresista, para aspirar a crecer y a combatir la pobreza. Pero se habla mucho de los ingresos y muy poco de los egresos. Gastamos demasiado, y gastamos muy mal. Acabo de mencionar los excesos burocráticos, pero hay algo aún más grave y gravoso: la corrupción. La parte del presupuesto que se desvía a las arcas de políticos o contratistas o burócratas o líderes sindicales es inconmensurable. Con ese dinero se podrían hacer muchas de las cosas para las que ahora pedimos más impuestos o más deuda, y sin embargo no vemos propuestas audaces para operar ese cáncer. ¿Dónde están las grandes medidas, los planes ambiciosos? ¿Cuándo vamos a emprender una auténtica cruzada por la moral política y la ética moral social?

    Finalmente, enhorabuena por la disminución del gasto, pero de ninguna manera por el recorte a la inversión. Mientras la refinería se convierte en Godot, a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes se le reducen los recursos para obras; y no son los únicos ejemplos. No distinguimos bien entre gastar e invertir, o no sabemos priorizar. Nuestro país requiere invertir en infraestructura, porque con ella se crea empleo, se reactiva la economía y se sientan las bases del desarrollo. Hace unos meses, cuando la situación económica se volvió crítica, presenciamos una reacción alentadora que anunciaba la intervención del Estado para estimular contracíclicamente nuestra economía. Por primera vez en mucho tiempo no recibimos la receta neoliberal sino una prescripción diferente, acaso neokeynesiana y sin duda más en consonancia con la tendencia global en contra del laissez faire. Pero, claro, eso fue antes de las elecciones…

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    lunes, 7 de septiembre de 2009

    Pacto de redención nacional: Agustín Basave

    Pacto de redención nacional
    Agustín Basave
    07-Sep-2009
    PERO YO PROPONGO ELIMINAR EL CAPITALISMO SALVAJE
    PROPONGO QUE LA IZQUIERDA Y EL SOCIALISMO GOBIERNE
    PROPONGO QUE LOS POLITICOS SEAN MAS QUE AUDITADOS Y QUE GANEN EL SUELDO MINIMO,
    QUE LOS OLIGARCAS TRAGUEN CAMOTE.
    QUE LE PARECE UN POQUITO DE JUSTICIA ...

    Me atrevo a proponer un pacto de redención nacional con dos vertientes: una política, en torno a un cambio de régimen que entre en vigor a partir de 2012, y una socioeconómica, que geste la reforma laboral a cambio del seguro de desempleo.


    Estamos a medio camino. No sólo en este sexenio sino en la transición democrática, en la crisis socioeconómica, en casi todo. Vivimos a horcajadas entre un México viejo que no acaba de irse y un México nuevo que no acaba de llegar y no ha sido equipado para sacudirse las plagas que lo azotan. Nos encontramos atrapados entre el pasado y el futuro, pero no vivimos el presente. El hoy se desvanece, se nos escurre entre las manos, quedando una mitad disuelta en el ayer y la otra inmaterializada en el mañana. En medio de innumerables discusiones sobre lo que debió haber sido y lo que deberá ser, no acertamos a modificar lo que es. Y mientras tanto nos amenazan el desplome de la economía y el aumento de la pobreza, el crimen organizado, el milenarismo insurreccional y hasta los virus y la escasez de agua. Se nos dice una y otra vez que ya tocamos fondo, pero llevamos tanto tiempo escuchándolo que pese a la sequía empezamos a sentir que nos ahogamos.

    Nuestro país requiere muchos cambios, pero dos de ellos le urgen. Uno es la reforma del Estado, sin la cual el sistema político seguirá siendo disfuncional. Ya se ha dado un paso, pero falta lo más importante: sustituir el presidencialismo por un régimen parlamentario. Aunque la mayoría de los presidencialistas se ha dado cuenta de que lo que tenemos es ya insostenible, el parlamentarismo es en México la necesidad que no se atreve a pronunciar su nombre. Algunos hablan de “adecuar y actualizar” el diseño de 1917, los más audaces exigen un “semipresidencialismo”, pero más allá de eufemismos que buscan disimular el imprescindible viraje, cada vez más académicos y políticos piden en voz baja una inyección parlamentara. Todavía quedan por ahí algunos despistados que dicen que eso no conviene porque debilitaría al Presidente. ¿Más todavía? Por favor, salvo alguna excepción, los sistemas europeos propician mayor gobernabilidad y otorgan más poder a sus primeros ministros que lo que actual esquema mexicano da a nuestro jefe de Estado y de gobierno. Pero así es nuestra cultura política, misoneísta y simuladora.

    El otro cambio urgente es el del modelo económico y social. No, nadie pide acabar con el capitalismo, entre otras razones porque no existe alternativa viable, pero sí hacerle ajustes significativos. Restringir y gravar su faceta especulativa, realizar una reforma fiscal que minimice regímenes de excepción y consolidaciones, forjar un Estado de bienestar. Esto último es esencial. Los templarios de la mano invisible suelen pregonar que no podremos ser globalmente competitivos mientras no tengamos una flexibilidad laboral primermundista, pero soslayan el hecho de que México carece del subsidio a los desempleados que les permite ser flexibles a los países del Primer Mundo. Lo anticipo a guisa de rendija por donde puede colarse la gran oportunidad que da la gran crisis. Para ello, desde luego, el gobierno tiene que dejar atrás el doble discurso. Antes de las elecciones nos anunció planes contracíclicos y magnas inversiones públicas para reactivar la economía y ahora nos endilga recortes presupuestales y aumentos de impuestos; antes regañaba a los catastrofistas y ahora nos advierte de la catástrofe para sensibilizarnos del apretón de cinturón; antes presumía las reformas posibles y ahora proclama la lógica de los cambios de fondo. ¿Por qué no acepta de una vez que en esta coyuntura un pesimista es un optimista bien informado?

    Yo he vaticinado en este espacio que en lo que resta del sexenio no habrá reformas de gran calado. Creo que, previendo que la presidencia calderonista terminará mal, el PRI buscará proyectar al electorado la imagen de partido responsable pero no corresponsable: apoyará las iniciativas del PAN-gobierno que eviten el colapso pero regateará aquellas que oxigenen electoralmente a su rival. Con todo, tengo muchas ganas de equivocarme en el pronóstico. Tantas que me atrevo a proponer, además de una reforma fiscal, un pacto de redención nacional con dos vertientes: una política, en torno a un cambio de régimen que entre en vigor a partir de 2012, y una socioeconómica, que geste la reforma laboral a cambio del seguro de desempleo. Hay muchos puntos más que podrían incluirse en la agenda, pero en política es mejor disparar con bala rasa que dar escopetazos. De lo que se trata es de encontrar un detonador, un par de consensos que desaten un círculo virtuoso de negociaciones ulteriores para avanzar después en otro quid pro quo entre izquierda, centro y derecha que bien podría ser la edificación de un sistema de salud universal a cambio de ciertas concesiones a la inversión privada. Y de ahí a una cruzada por la honestidad y a un renacimiento educativo. Claro, acuerdos de esta naturaleza sólo serían posibles si nadie intentara monopolizar las medallas, si hubiera conciencia de que sin generosidad se pueden obtener ganancias partidarias a corto plazo pero a la larga la nación entera pierde.

    Se dice fácil, lo sé. ¿Cómo van a unirse los partidos en torno a algo tan ambicioso si no se ponen de acuerdo en cosas mucho menores? No quiero ser ave de mal agüero, pero las cosas pueden ponerse peor y un pacto de esa magnitud puede ser el único antídoto contra un estallido social. Dicho sea de paso, está poniéndose en boga predecir ese peligro del que llevo tres años advirtiendo, y que ya no se ve tan remoto. Por una vez en nuestra historia seamos previsores y no esperemos la hecatombe para actuar. Digámosle al presidente que si su mensaje con motivo del Tercer Informe fue una desesperanzada constancia de buenas intenciones, apreciamos su discurso, pero que si fue un genuino llamado a enmendar el rumbo, por el bien de México le entramos todos. Con lo que está en juego no se juega.

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    lunes, 31 de agosto de 2009

    Lo que nos queda: Agustín Basave

    Lo que nos queda
    Agustín Basave
    31-Ago-2009
    Los que se quedan es, con todo, un canto a la esperanza. Nos presenta una sociedad mutilada pero plena, zaherida pero sorprendentemente dichosa. En estos tiempos de adversidades, la película de Rulfo y Hagerman me dejó inenarrablemente esperanzado. Con esos mexicanos, a pesar de todo, México tiene remedio.

    Para mis hijos Agustín, Alejandro y Francisco, aún más cinéfilos que su padre.

    El cine es otro universo. Empieza donde termina éste, el real, el cotidiano, y llega hasta los últimos confines del alma. Es un universo hecho de muchos mundos, cada uno tan grande como la imaginación del espectador. Se entra a él cuando, al cruzar el umbral de la sala cinematográfica o del cuarto de la televisión, se entra a uno mismo. La proyección de una película suele convertirse en nuestra “intraproyección”: la luz que rebota en la pantalla se mete a nuestro ser interior y lo recorre buscando afinidades y sonrisas, disonancias y miedos, filias y fobias. A veces quema heridas y provoca ira o tristeza; otras alumbra recodos gratos de la memoria y reconforta.

    Yo soy cinéfilo en el sentido etimológico del término: me gusta el cine. Aún no soy experto en la cinematografía clásica pero mi adicción ha llegado al grado de provocarme síndrome de abstinencia cuando pasan varias semanas sin que encuentre un buen filme. Creo que mi afición se consolidó cuando vi Cinema paradiso. Y es que me di cuenta de que no sólo una genialidad trastornada o trágica puede inspirar una obra de arte, de que una joya puede surgir de esos hondones maravillosamente simples del ser humano. Se trata del más bello lienzo de la nostalgia que se ha pintado en el cine, una oda a la sencillez y a la bonhomía, un homenaje al amor en todas sus expresiones que contiene la más radical de las añoranzas, la de la virginidad de los orígenes, la del paraíso perdido. Es el cine que se hace de cine: el viejo proyeccionista que se queda ciego y el niño cinéfilo que se convierte en cineasta. Es, en pocas palabras, el embellecimiento del incesto cinematográfico.

    Antes del Cinema de Giuseppe Tornatore me había marcado el cine mexicano. En mi infancia y adolescencia había visto, en compañía de mi padre, las películas de Cantinflas, de Joaquín Pardavé y de Pedro Infante. Después vi las del Indio Fernández y muchas de las grandes producciones de la época de oro. Salvo las de Mario Moreno, había que verlas en la programación televisiva o de la videocasetera, porque para los años 70 y 80 ya se producía, con honrosas excepciones, puro celuloide basura. Pero de los 90 para acá empezó a resurgir en México el buen cine. Hoy gozamos de una suerte de renacimiento de nuestro séptimo arte, representado emblemáticamente por Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón, una famosa trilogía que debería ser tetralogía porque Guillermo Arriaga, que empezó su carrera escribiendo varios de los mejores guiones que se han producido recientemente a nivel mundial, es un creador tan talentoso como el que más a quien algunos le deben buena parte de su encumbramiento y quien ha sumado a su faceta de guionista la de director. Pero pronto recibirá el lugar que merece, y quedará en el anecdotario la injusticia que cometió la Academia al no haberle dado el Oscar por su guión en 21 gramos.

    Además de ellos hay varios directores mexicanos que aunque todavía no alcanzan la misma notoriedad ya destacan a nivel nacional e internacional. Y otros tantos actores, como Gael García, Diego Luna, Daniel Giménez Cacho, y al menos dos fotógrafos Rodrigo Prieto y Emmanuel Luzbeki que se perfilan como posibles sucesores del gran Gabriel Figueroa. Pero hay un género que solemos olvidar en el que tenemos representantes de primerísimo orden. Me refiero al documental, que a mi juicio es una película de libreto ignoto y final impredecible en la que los directores imaginan la trama y adivinan a los actores, pero no pueden prever el desarrollo ni el desenlace. Porque los documentalistas emprenden su tarea como los aventureros se lanzan a un río caudaloso, sabiendo que van a tener que nadar pero ignorando por dónde y a dónde los llevará la corriente. Y es que los protagonistas de sus historias escriben sobre las rodillas su propio script o, mejor dicho, improvisan de principio a fin. El guionista de un documental es la vida misma. O la realidad, si se quiere, por más que el filme finja ficción.

    En este país tenemos grandes realizadores de documentales, empezando por Juan Carlos Rulfo. Su nombre nos recuerda que no hurta nada de su lucidez y sensibilidad pero su obra nos enseña que tampoco lo hereda todo: Juan Carlos tiene su propia personalidad y ha dejado ya una impronta inconfundible. Me percaté de eso cuando vi En el hoyo y ahora que tuve oportunidad de ver Los que se quedan lo corroboré con creces. Esta nueva cinta, que realizó con ese otro espléndido director que es Carlos Hagerman, no ha sido exhibida en cines con la amplitud que su calidad exige. Yo la vi en una premier a la que me invitó Jesús Silva Herzog y quedé gratamente impresionado con su crudeza: es una recreación del México en carne viva. Muestra a nuestro país desollado por la emigración, el que sangra sin la piel que la necesidad le arrancó, el que sufre y llora y se las ingenia para reír sin tener una razón para hacerlo.

    Los que se quedan es, con todo, un canto a la esperanza. Nos presenta una sociedad mutilada pero plena, zaherida pero sorprendentemente dichosa. La entereza y la valentía de las familias que esperan, la cohesión y la fortaleza que milagrosamente conservan, la fe y las aspiraciones que las impulsan a seguir adelante, todo acredita la factibilidad de la salvación. En estos tiempos de adversidades, la película de Rulfo y Hagerman me dejó inenarrablemente esperanzado. He escrito tanto sobre nuestros vicios y he advertido con tanta insistencia sobre los peligros que se ciernen sobre nosotros que me resulta gratificante salir del cine con la sensación de que somos redimibles: con esos mexicanos, a pesar de todo, México tiene remedio.

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    lunes, 24 de agosto de 2009

    Que México se llame México: Agustín Basave

    Que México se llame México
    Agustín Basave
    24-Ago-2009
    El nombre no escrito de esta patria o filia nuestra debe ser su nombre escrito. Los mexicanos no la identificamos como Estados Unidos Mexicanos, sino como México. Si hemos elevado tantas cosas irreales a rango constitucional, ¿por qué no habríamos de constitucionalizar esta realidad?

    Para Omar, para Pablo y para los doctores Echevarría, Madrazo y Serrano, junto con el muchas veces heroico personal del Hospital de Especialidades del Centro Médico Nacional Siglo XXI del IMSS.

    ¿Usted le pondría a su hijo el nombre de un vecino? Yo no. Y no es que no haya tenido buenos compañeros de condominio, sino que no he desarrollado a ese grado la amistad con ninguno de ellos. Me parece improbable, de hecho, que se geste un compadrazgo entre dos personas que comparten las mismas áreas comunes y se disputan los mismos espacios de estacionamiento o distintos tiempos de fiesta y silencio. Ese tipo de convivencia no es fácil. Y no se diga cuando el vecino es más rico y poderoso y le arrebató a la mala la mitad de su terreno y varias veces se ha inmiscuido en sus asuntos familiares. Permítame preguntarle: si usted estuviera en esa situación y antes de que el ricachón de la colonia se volviera agresivo hubiera bautizado al primogénito en su honor, ¿desearía cambiarle el nombre después de padecer sus abusos?

    Recurro a este símil a falta de uno mejor. Y es que nuestro país se llama oficialmente Estados Unidos Mexicanos porque cuando se elaboró la Constitución de 1824 era incontrastable la admiración por nuestro vecino del norte: los Estados Unidos de América era el país más pujante, más progresista, más próspero del continente, el primero que había obtenido su independencia y el que deslumbraba con su ejemplo republicano, liberal y federalista. Y justamente por esto último, por ese federalismo que como bien dijo fray Servando Teresa de Mier imitamos extralógicamente, la mayoría de los constituyentes eligieron el nombre de pila de “Estados Unidos” seguido del apellido “Mexicanos”. Después de todo, Miguel Ramos Arizpe y sus correligionarios eran mayoría y aseguraban que la naciente república era producto de un pacto federal como el de los gringos, aunque fray Servando gritara a los cuatro vientos que las circunstancias eran opuestas: allá trece colonias habían acordado unirse en un todo, y acá un todo se partía en muchos estados por la voluntad del centro.

    El hecho es que así le pusieron a la criatura y así se sigue llamando. Y dicho sea de paso, si bien tengo algunas dudas sobre la pertinencia de la analogía del vecino, la del hijo me parece incuestionable. Porque siempre he sostenido que los mexicanos debemos ver a nuestro país más como nuestra filia que como nuestra patria, y que en consecuencia el sentimiento que debe movernos es el filiotismo más que el patriotismo; nuestro amor por México tiene que parecerse más al que un padre siente por su hijo, lo que quiere decir dar más que recibir, cuidar más que ser cuidados, educar más que ser educados, que es como los ciudadanos de una nación adolescente hemos de tratarla. Pues bien, resulta que a nuestra filia le hemos llamado siempre por una suerte de sobrenombre que deriva de su apellido constitucional. No le decimos Estados Unidos Mexicanos, sino México. Así la conocemos todos, dentro y fuera del país, y así nos referimos siempre a ella. El apelativo oficial solamente se usa en la papelería del gobierno. Y sin embargo, cuando un grupo de diputados de varios partidos sugirió en 1993 que se oficializara lo extraoficial, se suscitó un inmediato rechazo en el Congreso. Poco faltó para que se calificara de sacrilegio semejante pretensión. ¡Era inadmisible que alguien se atreviera a insinuar siquiera el cambio de nombre del país! ¿Quién rayos quería que México se llamara México?

    Yo no soy antiyanqui. Es más, el hecho de que nuestro gentilicio pudiera ser estadunidenses-mexicanos por habernos copiado del vecino me molesta por la copia más que por el copiado. Lo que me mueve a pedir la modificación legal del nombre de nuestro país es el rechazo a la imitación, provenga de donde provenga. Pienso que las grandes civilizaciones nacen de la originalidad, que como diría Dostoievski una nación no puede existir sin una idea sublime y que ninguna sociedad puede engrandecerse sin una nueva cosmovisión y un proyecto civilizatorio propio. A esta idea la denominé filoneísmo hace muchos años en estas mismas páginas de Excélsior. Acuñé este neologismo la palabra que existe en el Diccionario de la Real Academia es el antónimo: misoneísmo en referencia a la búsqueda de lo nuevo, de la invención, de la creatividad. Estoy convencido de que sólo quienes conciben su propia cima de grandeza pueden aspirar a escalarla. Quienes se dedican a imitar, a seguir la estela de los poderosos, no trascienden el subdesarrollo y la mediocridad. Por eso aspiro a que mi país sea almácigo de innovación. Y por eso propongo que empecemos por el principio.

    México debe llamarse México. El nombre no escrito de esta patria o filia nuestra debe ser su nombre escrito. Los mexicanos no la identificamos como Estados Unidos Mexicanos, sino como México. Así conocemos a la raíz nominal de nuestra identidad nacional. Si hemos elevado tantas cosas irreales a rango constitucional, ¿por qué no habríamos de constitucionalizar esta realidad? Alguien me dirá que hay varios cambios más trascendentales y urgentes que ése, y yo contestaré que estoy de acuerdo: lo son una reforma del Estado, una reforma fiscal, una reforma para crear un seguro de desempleo y un sistema de salud universal, una reforma educativa y varias reformas más. Pero si desgraciadamente se cumple mi vaticinio de que la Legislatura entrante no va a tener incentivos para acordar ninguna reforma de gran calado, si no vamos a ver transformaciones profundas y significativas, ¿por qué no poner este punto en la agenda? Con suerte en los próximos tres años al menos eso podría legislarse, ¿no cree usted?

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    lunes, 10 de agosto de 2009

    Escenarios priistas: Agustín Basave

    Escenarios priistas
    Agustín Basave
    10-Ago-2009
    El PRI va a apoyar algunas iniciativas panistas menores o incontrovertidas, pero no va a avalar ningún cambio de fondo. No le regalará al PAN un posible repunte económico ni cargará con ningún costo político, mas tampoco va a erigirse en una versión tricolor de la intransigencia opositora perredista.


    La nueva correlación de fuerzas en el Congreso de la Unión ha suscitado las más disímbolas apuestas sobre la estrategia del PRI de cara a 2012. Unos dicen que ya tiene en la bolsa la Presidencia de la República y que en los próximos tres años va a apoyar la agenda de “cambios estructurales” del gobierno —reforma fiscal, reforma laboral, reforma energética, etcétera— a fin de recibir un país deteriorado pero viable, sin cargar con la mayor parte del costo político y social de medidas impopulares. Otros afirman que la experiencia de 2003-2006 hará que el PRI no se confíe y a fin de asegurar su retorno al poder presidencial se convierta en oposición frontal del PAN-gobierno, deslindándose inequívocamente de una administración que terminará en situación desastrosa y borrando de la mente del electorado cualquier reminiscencia de alianza o colaboración. Y en medio de esos dos vaticinios extremos nos situamos quienes creemos que el PRI jugará a apoyar y a oponerse al gobierno, respaldando al PAN en aquello que no lo salve de la derrota y bloqueándolo cuando el hacerlo no le granjee la animadversión de la gente. Veamos los argumentos de cada quien.

    Escenario 1. Los priistas saben que tienen todo para ganar la próxima elección presidencial. Los resultados electorales del mes pasado demostraron que la mayoría de los mexicanos quiere que vuelvan a gobernar a México, porque con los panistas en el poder ven la misma corrupción y menor oficio. En los próximos tres años contarán con 19 gubernaturas y en el esquema del nuevo cacicato mexicano eso asegurará su regreso a Los Pinos por las buenas o por las malas. Su triunfo contundente, no sólo en la contienda federal sino también en los comicios estatales y municipales, es prueba irrefutable de que la sociedad pide a gritos que la rescaten los políticos experimentados. El PRD no es opción por su caos interno y su radicalismo externo, el PAN carece de precandidatos fuertes y ellos tienen al puntero en las encuestas. Más vale, pues, que el PRI refrende su imagen de partido responsable, que le eche la culpa de lo que salga mal al actual partido gobernante pero que al mismo tiempo apruebe con las bancadas panistas la agenda que habrá de pavimentar el sexenio priista 2012-2018.

    Escenario 2. Esta película ya la vieron los priistas. En las elecciones intermedias del gobierno de Vicente Fox ganaron la Cámara de Diputados, y cuando ya festejaban anticipadamente la recuperación del Palacio Nacional empezaron a desgastarse hasta quedar en un humillante tercer lugar en la contienda presidencial. Hay quienes sostienen que las causas de la derrota fueron sus divisiones internas y una mala candidatura. Lo cierto es que el principal problema fue su incapacidad de distinguirse suficientemente del PAN, y que el surgimiento de un candidato de izquierda que se posicionó como la verdadera oposición polarizó al país. Por eso en esta recta final que apunta a una debacle socioeconómica, el PRI va a alejarse de cualquier colaboración que lo identifique como corresponsable de una administración que le hará mucho daño a México. Va, ahora sí, a presentarse ante la opinión pública como el partido que se opuso consistentemente a todo lo que no funcionó. Va a situarse en el imaginario colectivo como el salvador de los mexicanos.

    Escenario 3. Ni uno ni otro. A los priistas no les conviene que se aprueben reformas de gran calado que den oxígeno político al gobierno del PAN, y aunque los presuntos frutos económicos de varias de ellas se cosecharían a largo plazo no van a correr el riesgo de que este sexenio termine mejor de lo que se espera. Menos aún si eso los hace copartícipes de proyectos que por su impopularidad son rechazados por muchos mexicanos. Pero de ahí a confundir su imagen con la del PRD, que es percibido por la mayoría de los electores como el partido del no, media una clara distancia. El PRI va a apoyar algunas iniciativas panistas menores o incontrovertidas, pero no va a avalar ningún cambio de fondo. No le regalará al PAN un posible repunte económico ni cargará con ningún costo político, pero tampoco va a erigirse en una versión tricolor de la intransigencia opositora perredista. Una y otra vez se ha demostrado que en México, si bien otorga base social y poder regional, el extremismo no gana elecciones presidenciales.

    A fe mía, el tercer escenario es el más probable. No descarto una sorpresa, pero creo que el ADN del PRI lo hace bastante predecible, si no es que inmutable. Esto no quiere decir que no sea capaz de modificar su proyecto de nación, sino que no suele trastocar su instinto político ni sus coordenadas intuitivas. Se trata de un partido pragmático, que posee el mayor acervo de astucia y sagacidad que hay en el país. No es casualidad que su gran virtud sea la eficacia y que su gran vicio sea la corrupción.

    Cumbre norteamericana. Ayer y hoy se reúnen en Guadalajara los presidentes de México y Estados Unidos y el primer ministro de Canadá. Los analistas advierten que no hay que esperar resultados específicos, importantes, de una reunión protocolaria. Y yo pregunto: ¿cuándo podremos verlos? Si este encuentro no sirve para persuadir al gobierno canadiense de cambiar su decisión de exigir visa a los mexicanos o para recibir del estadunidense garantías en torno a la prohibición de armas de asalto o al replanteamiento de la certificación de nuestro desempeño en materia de derechos humanos, al menos debe servir para lograr avances concretos. No en todos los foros internacionales se llegan a amarrar acuerdos trascendentales, desde luego, pero en todos los que valen la pena al menos se dan pasos en esa dirección.

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    martes, 4 de agosto de 2009

    El racismo mexicano (II) : Agustín Basave

    El racismo mexicano (II)
    Agustín Basave
    27-Jul-2009
    México es un país habitado por una mayoría mestiza. En el mestizaje cultural reside el germen de nuestra identidad y nuestra grandeza, aunque les pese a algunos multiculturalistas. Es autodenigrante que nuestra televisión y nuestros referentes sociales privilegien, a veces más que los europeos o los estadunidenses, arquetipos de minorías.


    En México el criollo es rico y el indomestizo es pobre. Si observamos nuestra pirámide social podemos apreciar la correlación: el vértice lo monopolizan los mexicanos de raza blanca, cuyo número disminuye conforme baja el ingreso en la misma proporción en que aumenta, hasta colmar la base, el de los mexicanos morenos. Quien niega esta realidad aduciendo la dificultad de distinguir unos de otros se engaña a sí mismo. Es evidente que en las élites partidistas, empresariales y hasta sindicales predomina el criollaje. El fenómeno es un poco menos obvio en la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, en la cúpula militar, porque afortunadamente nuestras Fuerzas Armadas no tienen la raigambre aristocrática de otros ejércitos latinoamericanos. Pero aun en esas dos instituciones las excepciones confirman la regla. Aunque nos moleste aceptarlo, aunque consideremos políticamente incorrecto decirlo, en México hay racismo.

    Ahora bien, denunciarlo presupone demostrar que aquí la pigmentación cutánea y la fisonomía inciden en el ascenso social. Y es que habrá quien argumente que las causas de la segregación mexicana son meramente históricas, que desde 1521 los españoles acapararon la riqueza y marginaron a los indios y que la dinámica de dominación y explotación arrojó a los mestizos del lado de los perdedores y perpetuó la división étnico económica. El argumento es endeble, sin embargo, porque lo que distingue a una sociedad de clases de una estructura de castas es precisamente la capilaridad. En cualquier país capitalista es difícil que una persona nazca pobre y muera rica, pero la dificultad es menor si no hay barreras de discriminación racial que desnivelen más la cancha de las oportunidades. Y yo creo que es evidente que en México los indomestizos, por el solo hecho de serlo, tienen una desventaja que los criollos sólo experimentamos las pocas veces que nos toca padecer la otra cara de la moneda racista.

    Podría decirse que algo similar ocurre en Estados Unidos y en Europa, y es verdad. La diferencia es que allá, además de pobres negros, asiáticos o latinos, hay muchos pobres blancos; de hecho hay ocasiones en que la única forma de distinguir en un restaurante caro a un mesero de un comensal es la ropa que uno y otro traen puesta. Aquí no. Cuéntense en los comederos elegantes de México los clientes mestizos y los empleados criollos, o cuéntense en los barrios proletarios a los vecinos criollos y en las colonias de lujo a los residentes mestizos. Sobran dedos de la mano. Y el ejercicio puede realizarse en cualquier ciudad del país, porque la migración ha borrado la supuesta diferencia entre el México conquistado del sur y el México colonizado de norte.

    Entre muchos mexicanos la palabra “indio” sigue siendo un insulto, sinónimo de hombre incivilizado o tonto. Las etimologías del vocablo “naco” están asociadas al mundo prehispánico. Y en la sexualidad, nuestros paradigmas estéticos son mediterráneos o nórdicos, no mestizoamericanos. Cuando la soberbia ignara lleva a decir que una mujer “tiene tipo corriente” o “parece sirvienta” quiere decirse que posee facciones indígenas, y si se califica a un hombre como “distinguido” es porque tiene rasgos norteamericanos o europeos. Peor aún, en la advertencia a quienes buscan ciertos empleos —“se requiere buena presentación”— el mensaje implícito es que a mayor aspecto caucásico mayores probabilidades de obtener el trabajo. Y qué decir de aquellos letreros de “nos reservamos el derecho de admisión” que se despliegan en centros nocturnos; pregúntese en corto a quienes aplican el filtro si el color de tez de los candidatos a entrar influye o no en su criterio.

    Conste que hablo de un mal de muchos. He aquí lo más grave de nuestro racismo: ya no sólo se incuba sólo en la minoría criolla sino incluso dentro de la mismísima mayoría mestiza, lo cual explica nuestro complejo de inferioridad. Que un criollo celebre a un inmigrante por su blancura y no por sus cualidades aduciendo que “hay que mejorar la raza” es una señal de imbecilidad, pero que lo haga un mestizo es un síntoma de degradación social. Y eso sucede con mayor o menor disimulo. Se trata de una interpretación de la realidad que se ha popularizado: aunque la historia oficial exalta al indio muerto por el esplendor de sus civilizaciones, las reglas del social-climbing vilipendian al indio vivo por su miseria. Se ha inculcado así en algunos mestizos una pulsión aspiracional que los hace soñar no sólo con ganar más dinero sino también con blanquear su descendencia, como algunos orientales anhelan operarse sus ojos rasgados para parecer occidentales. Si eso no es un instinto autodestructivo, no sé qué sea.

    México es un país habitado por una mayoría mestiza. En el mestizaje cultural reside el germen de nuestra identidad y de nuestra grandeza, aunque les pese a algunos multiculturalistas. Es autodenigrante que nuestra televisión y nuestros referentes sociales privilegien, a veces más que los europeos o los norteamericanos, arquetipos de minorías, y es absurdo que haya quien piense que la población criolla es más bella o inteligente que la indomestiza. Hace más de medio siglo se superaron las falacias de que la raza es la variable que determina el progreso humano y de que hay grupos raciales superiores e inferiores. Mientras persistan entre nosotros esos prejuicios y nos empeñemos en mantenerlos como el secreto mejor guardado vamos a alentar el suicidio nacional. La solución es resolver nuestra crisis identitaria y cimentar la autoestima de nuestro pueblo mediante la educación, la formal y la informal. Sólo así podremos acabar de una vez por todas con el racismo mexicano.

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    Calderón o las trampas de la fe: Agustín Basave

    Calderón o las trampas de la fe
    Agustín Basave
    03-Ago-2009
    El PAN se debate hoy entre reeditar esta regla no escrita del PRI o redimirla. El presidente Felipe Calderón desea un partido incondicional y un dirigente a modo, mientras que un conjunto de disidentes quiere que la Presidencia saque las manos de la elección interna. Hay exageración de los dos lados, pero en el deseo presidencial existe además un equívoco.

    La larguísima permanencia del PRI en la Presidencia de la República distorsionó muchas cosas. Prácticas del Primer Mundo se desvirtuaron en México, al punto de ser consideradas antidemocráticas. Lo que llamamos mayoriteo, por ejemplo, es normal en los parlamentos europeos: los legisladores del partido gobernante imponen sistemáticamente su mayoría a favor de las iniciativas del primer ministro. Claro, allá hay alternancia y la fracción parlamentaria del gobierno elabora o vota previamente los proyectos de ley, y acá no había nada de eso. Pero quizá la mayor distorsión fue provocada por la prerrogativa metaestatutaria que tenían los presidentes priistas de nombrar a los líderes de su partido. Aunque algo parecido ocurre también en las democracias occidentales, allá no hay la discrecionalidad que existía acá sino un acotamiento a los mandatarios que se aplica en forma inversamente proporcional al éxito de su mandato.

    El PAN se debate hoy entre reeditar esta regla no escrita del PRI o redimirla. El presidente Felipe Calderón desea un partido incondicional y un dirigente a modo, mientras que un conjunto de disidentes quieren que la Presidencia saque las manos de la elección interna. Hay exageración de los dos lados, pero en el deseo presidencial existe además un equívoco. Y es que el Presidente tiene razón en esperar el apoyo de los panistas pero no la tiene, ni ética ni pragmáticamente, en adoptar una postura que podría convertir al PAN en un apéndice del gobierno. En el ámbito de la eticidad el desbarro es obvio y para apreciarlo basta evocar el razonamiento que llevó al propio Calderón a advertir el riesgo de ganar el poder perdiendo al partido. Y en el terreno del pragmatismo el yerro nace de una imitación extralógica: el PRI funcionó bien como un instrumento de la Presidencia porque el control interno era mayor y la competencia externa era menor. En la nueva correlación de fuerzas, sin embargo, la sumisión total del PAN al gobierno perjudicaría a ambos.

    La crítica de los rebeldes panistas es certera. Si bien no es justo ni realista pedir que el Presidente quede al margen de la decisión sobre el nuevo dirigente de su partido, tampoco puede negarse que el registro de su ex secretario particular representa un exceso presidencial por acción y por omisión. En Europa, un premier exitoso ya no digamos un jefe de gobierno con una contundente derrota electoral a cuestas tendría dificultades para poner a una persona con semejante trayectoria en la dirigencia de su partido. Más difícil debería serlo en un régimen presidencial. Y es que en buena praxis democrática, el papel del partido de un jefe de Estado y de gobierno es secundarlo pero también administrarle los primeros auxilios en caso de un ataque de la locura del poder. Ha de tener siempre listo el antídoto contra posibles desvaríos, lo que implica que su respaldo termine donde empieza ese trastorno que podría denominarse “presunta omnipotencia contrariada por impotencia real” y que suele provocar graves daños al país. No se trata de que se erija en oposición sino de que impida que Calígula haga cónsul a su caballo, si se me permite la caricaturización, que no analogía.

    Obviamente, Felipe Calderón no es el emperador romano, su ex secretario no es Incitatus y la idea de hacerlo dirigente del PAN no llega a locura. Pero frente a la actual crisis socioeconómica y la precariedad política de la administración calderonista, alimentar la inconformidad de una corriente tradicionalista subterránea y granjearse la enemistad de varios notables de su partido —así el grupo sea por ahora minoritario— es un desacierto y una imprudencia. La única explicación que encuentro emana del personaje contradictorio en que se ha convertido Calderón. Pese a haberse educado en un panismo acendrado y a haber profesado un antipriismo radical, desde que se acercó al poder parece haber encontrado muy apetecibles algunos de los viejos usos y costumbres del PRI. Me refiero específicamente a cuatro de ellos: requisición de apoyos electorales inconfesables, preponderancia de la lealtad y la valentía sobre los demás valores, prohibición del protagonismo del gabinete y control presidencial del partido. De insistir en no negociar con el panismo al grado que su debilitamiento político aconseja, este último afán podría meterlo a él o meternos a todos en problemas. Si sus correligionarios no lo contrapesan, la amenaza de ingobernabilidad y la lucha por la sucesión presidencial podrían empujarlo a ir más allá y recrear el esquema del partido de Estado, lo cual sería un terrible retroceso para México. Por eso me preocupa el desenlace de lo que a mi juicio es una batalla en su fuero interno entre su remordimiento de conciencia y su cada vez más taimada desconfianza, que podría llevarlo a reivindicarse o a cometer un desatino en el umbral de un escenario aciago.

    Se vienen tres años endemoniadamente complicados para el país. El presidente Felipe Calderón necesita un partido encabezado por alguien que concite unidad y no división, que lo defienda pero que también pueda confrontarlo si las presiones de la adversidad lo inclinan a hacer una tontería, que en suma tenga el peso propio y la sensatez suficientes para sublimar su fidelidad. En política, la fe sin reciprocidad es un despeñadero. Un jefe que en circunstancias desventajosas exige la incondicionalidad de todos mientras desconfía de todos se asoma al abismo. El buen líder no confunde viabilidad con deseabilidad ni arriesga su liderazgo desdeñando a los hijos desobedientes. El buen estadista es capaz de recapacitar, volcar su carga de conciencia sobre su propia infidelidad y enderezar el rumbo de la historia.

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    lunes, 20 de julio de 2009

    El racismo mexicano (I): Agustín Basave

    El racismo mexicano (I)
    Agustín Basave
    20-Jul-2009
    Ha existido desde tiempos inmemoriales. Ha sido causa de bárbaras agresiones, de exterminios y esclavitudes inenarrables. Pueblos enteros —judíos, gitanos, negros y un largo etcétera— han sido brutalmente zaheridos por ser y parecer diferentes.


    El racismo es una de las más deleznables manifestaciones del rechazo a la otredad. Es un reflejo de los peores rasgos del ser humano: el egoísmo, la estulticia, la intolerancia, el miedo a lo desconocido, la estrechez mental. En pueril búsqueda de protección, el hombre se niega a asir la diferencia. Opta por aferrarse a su pequeño mundo como un niño atemorizado abraza su frazada en la oscuridad. Ante su incapacidad de distinguir, en la angustia de la incertidumbre, cualquier presencia le parece amenazante. Y cuando el extraño resulta inofensivo, trueca su temor en desprecio. Del recelo pasa a la discriminación. Claro está, el proceso se facilita en la medida en que el discriminador puede identificar al discriminado. Si el otro es diferenciable por su apariencia exterior, por sus facciones y el color de su piel, el rechazo es inmediato y contundente.

    El racismo ha existido desde tiempos inmemoriales. Ha sido causa de bárbaras agresiones, de exterminios y esclavitudes inenarrables. Pueblos enteros —judíos, gitanos, negros y un largo etcétera— han sido brutalmente zaheridos por ser y parecer diferentes. En México tenemos antecedentes en la era prehispánica y en el virreinato. Los aztecas abusaron de las etnias que conquistaron, y los españoles cometieron todo tipo de atropellos con las civilizaciones indígenas. De hecho, la existencia de dos grandes grupos raciales, europeos e indios, fue fuente de preocupación para la intelligentsia de este país. Durante mucho tiempo se creyó imposible forjar una nación a partir de semejante heterogeneidad, y se prescribió el mestizaje como condición sine qua non para solucionar los problemas políticos y las turbulencias sociales del país.

    Con todo, el mestizo también padeció discriminación racial. La Colonia legó al siglo XIX mexicano un laboratorio racial en el que se probó la resistencia de la pirámide: los peninsulares discriminaban a los criollos, los criollos a los mestizos y los mestizos a los indios. La situación quedó en una infame dicotomía: la marginación de la mayoría “de color” a manos de la minoría blanca. Por eso, porque confirmó la regla, la figura de Benito Juárez es tan emblemática como excepcional. Ni el único Presidente indio que hemos tenido pudo sustraerse a la injusta realidad étnica: la Ley de Desamortización hizo un enorme daño a las comunidades indígenas. Y cuando la Revolución Mexicana provocó el vuelco introspectivo del mexicano sobre sí mismo, cuando nuestra sociedad dejó de confundir el espejo con la ventana y empezó a aceptarse como era, las viejas castas sólo recibieron una efímera permeabilización. El México mestizo se adueñó de los murales y de los libros de texto, pero no del bienestar social.

    No nos gusta admitirlo, pero el problema sigue aquí. A contrapelo de una educación pública formalmente indigenista e hispanófoba, y con mucha mayor eficacia, se difunden en nuestra sociedad paradigmas culturales y arquetipos estético eróticos que denigran a la gran mayoría de nuestra población. Los vehículos son los medios electrónicos, particularmente la televisión. Contra la visión escrita de los vencidos se impone la historia oral de los vencedores. Miguel León Portilla y la Secretaría de Educación Pública no han podido contrarrestar el influjo de muchas generaciones de criollos privilegiados, apuntalados por los publicistas y por los guionistas y los encargados del casting de los culebrones. Ya no se publicita cínicamente a “la rubia Superior” pero se sigue vendiendo la misma fórmula: blancura igual a belleza, inteligencia y riqueza.

    El fenómeno se origina en el encontronazo entre dos mundos (Luis González y González dixit) y sus secuelas. Los españoles derrotaron a los indios y los sojuzgaron, quedando unos en condición de patrones y otros en calidad de sirvientes. Los descendientes de ambos conservaron, en mayor o menor medida y salvo pocas excepciones, esos papeles. Durante más de cuatro siglos quienes han acaparado el dinero y la educación tienen pinta de europeos, y los que han cargado con la pobreza y la ignorancia se parecen más a los indígenas. Ante esa realidad, tan lacerante como ostensible, la discriminación y el complejo de inferioridad proliferan. No es fácil para los mestizos desechar las pretensiones de los criollos de ser los poseedores de la virtud absoluta, cuando los hechos con los que se topan en su vida cotidiana les reiteran que siguen perdiendo la batalla por los mejores espacios socioeconómicos, políticos y culturales. Entre los desfavorecidos hay quienes se dan cuenta de que el terreno de juego no es parejo, de que no hay igualdad de oportunidades, pero muchos otros simplemente se allanan a la injusticia. Desarrollan así aspiraciones antinaturales y caen consciente o inconscientemente en la frustración.

    El tema es tabú. A los mexicanos nos gusta engañarnos pensando que no somos racistas, que ése es un estigma de otros países. Pero la verdad es que aquí el racismo no sólo existe sino que en cierto modo es peor que el que prevalece, por ejemplo, en Estados Unidos o Europa, porque allá se trata de mayorías que discriminan minorías mientras que aquí es a la inversa. Sí, tenemos una suerte de apartheid informal cuyas bases no son las leyes sino las reglas no escritas. Y es que permanece la correlación entre raza y clase que Andrés Molina Enríquez describió en Los grandes problemas nacionales: casi todos los criollos somos burgueses y casi todos los burgueses somos criollos, como en su inmensa mayoría la población indomestiza y el proletariado son lo mismo. Y esa inequidad es causa y efecto de los más destructivos, nefastos y estúpidos prejuicios.

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    lunes, 13 de julio de 2009

    Del presidencialismo al cacicato: Agustín Basave

    Del presidencialismo al cacicato
    Agustín Basave
    13-Jul-2009
    Nuestra transición democrática estaba trunca, detenida por el veto a la izquierda representada en 2006 por Andrés Manuel López Obrador. Ya no. Ahora empieza a retroceder, y no sólo porque el PRI vuelve a sus orígenes, sino también porque los gobernadores priistas controlarán el país.


    Se han comentado hasta la saciedad los resultados de las elecciones del 5 de julio. Sobran los dictámenes sobre ganadores y perdedores, sobre el ascenso y el descenso de los partidos y de sus líderes y precandidatos, sobre el impacto del voto nulo. Lo que apenas encuentro son reflexiones sobre la ausencia de figuras panistas posicionadas en la carrera al 2012, sobre la patente disfuncionalidad de nuestro régimen presidencial y el imperativo de parlamentarizarlo y sobre la próxima mayoría que formarán el PRI y el PVEM en la Cámara de Diputados (¿cuánto y en qué divisa van a pagar los priistas y el país entero por el infiel de la balanza verde, que representará los intereses de las televisoras?). Y lo que de plano no he visto por ningún lado es un análisis de prospectiva sobre la falta de contrapesos a los gobernadores y su nuevo rol como artífices de la regresión política de México.

    Nuestra transición democrática estaba trunca, detenida por el veto a la izquierda representada en 2006 por Andrés Manuel López Obrador. Ya no. Ahora empieza a retroceder, y no sólo porque el PRI vuelve a sus orígenes y recrea la confederación de caciques de su abuelo el PNR sino también, y principalmente, porque los gobernadores estatales priistas prácticamente controlarán el país. Serán 19 de 31, nada más. Y ya demostraron que es tremendamente difícil que les ganen porque tienen todos los recursos disponibles para acarrear votos y ninguno de los límites necesarios para acotar su corporativismo clientelar. Y no es que los gobernadores panistas no quieran recurrir a esos métodos sino que, aunque pueden aprender, aún no saben emplearlos con la maestría del PRI. Si el mensaje de estos comicios es que para arrebatarle al priismo una gubernatura hace falta una tragedia como la de la guardería en Sonora, Dios nos agarre confesados.

    La brida de un gobernador en la era del partido hegemónico la sujetaba el jefe del Estado, del gobierno y del partido. Por sí mismo o por interpósita persona —el secretario de Gobernación, el secretario de Hacienda, el líder nacional del PRI—, el presidente podía dar un jalón y domar a cualquier caballo pajarero que gobernara una entidad federativa creyéndose aquello de que los estados son libres y soberanos. Ya no. Ahora los gobernadores siguen careciendo de contrapesos dentro de sus estados pero, además, se sacudieron el freno presidencial. Nadie los vigila, nadie los llama a cuentas. Usan el presupuesto como se les da la gana y, salvo honrosas excepciones, controlan a los poderes legislativos y judiciales, a los presidentes municipales y a los medios de comunicación de su estado. La única instancia que no se atreven a desafiar es la de los poderes fácticos nacionales. En otras palabras, en el México de hoy existen dos tipos de gobiernos estatales: los que ejercen un cacicazgo y los que pueden ejercerlo si el cacique en potencia se decide a serlo.

    Hemos pasado, pues, del presidencialismo al cacicato. Aunque no cabe duda de que el presidente todavía es poderoso, en el terreno político e incluso en el ámbito de los dineros hacendarios el control del centro es cada vez menor. Tal vez algún federalista idílico se congratule de ello o se queje de que todavía hay demasiada centralización, pero un politólogo pragmático no puede sino deplorar la situación: quienes se benefician de esa “descentralización” no son los ciudadanos que viven en los estados sino el gobernador y su partido. Antes, la democratización implicaba la transferencia de poder de la Federación a sus entidades. Ya no. Ahora, lamentablemente, democratizar presupone quitar poder a los gobernadores.

    Hay una lectura preocupante de lo que está ocurriendo en México. Según ella, la alternancia se dio, en buena medida, porque la sociedad mexicana abrió los ojos o decidió rechazar los vicios del antiguo régimen merced al deterioro económico. Mientras el país tuvo un relativo avance en un relativo orden, primero con un gobierno que otorgaba dádivas a grupos sociales desfavorecidos y evitaba que se perdiera la tranquilidad social y después con un desarrollo estabilizador que ensanchaba y protegía a la clase media, la gente toleró los cacicazgos y la corrupción. Cuando la economía empezó a descomponerse a mediados de los años 70 y cayó en crisis recurrentes que golpearon el bolsillo de la gente, creció una inconformidad social que acabó sacando al PRI de Los Pinos. Si eso fuera cierto, si la mayoría votaba por el priismo porque le parecía que su eficacia gubernamental compensaba sus corruptelas caciquiles, podría ser que la decisión de volver a apoyar al PRI se debiera a su convencimiento de que entonces se estaba mejor que ahora. Y si ése fuera el caso, el problema no sería un partido sino nuestra sociedad.

    Pese a los rezagos, a nivel federal varias cosas han cambiado para bien en la política de México. Pero en el plano estatal las cosas están iguales o peores que antes. Y si el viejo PRI, el que parece predominar, regresara a la Presidencia de la República, o si el PAN se quedara ahí y adquiriera la astucia y la sagacidad para reproducir el modelo priista, la restauración o la construcción de algo parecido al antiguo sistema político mexicano dejaría de ser inviable. Quienes creímos en la irreversibilidad de nuestra transición tendríamos así que admitir que nos equivocamos. Porque el hecho es que los renovadores priistas y panistas, que los hay, están en desventaja y no pueden contra la inercia social. Y es que eso es lo más grave: a la mayoría de los electores no parece disgustarle el PRI de siempre. A ése le entregó, sin exigirle que cambie, su voto y su confianza. Es la triste realidad.
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    martes, 7 de julio de 2009

    Un fantasma recorre México: Agustín Basave

    Un fantasma recorre México
    Agustín Basave
    06-Jul-2009
    La disputa por el poder es de minorías y la lucha por el bienestar es de mayorías: una genera violencia política y la otra puede detonar, si no corregimos el rumbo, violencia social. Si bien la polarización en torno a López Obrador ha disminuido, la crispación sigue latente.

    Hay vida después de las elecciones. Muchos mexicanos amanecemos hoy escépticos de nuestra supervivencia, pero al vernos en el espejo nos damos cuenta de que todo sigue igual. Los rumores sobre operativos justicieros que acabarían con la impunidad de la narcopolítica resultan infundados y los esperanzadores anuncios de la muerte de las campañas negras quedan en una notificación de su cambio de domicilio de la televisión a internet. El rastro de los spots es, por lo demás, un galimatías que pasa por todos lados y no acaba en ninguna parte. Así pues, estamos vivos pero no sentimos nada. Lo único que nos reconcome es la nueva energía ciudadana expresada en el movimiento del voto nulo que, en términos periodísticos, se lleva la nota.

    El marasmo terminará pronto, sin embargo, y no por las buenas razones. A partir de ahora dos peleas encarnizadas saldrán de la clandestinidad: la de los que buscan la Presidencia de la República en 2012 y la de quienes intentan sobrevivir a la crisis socioeconómica de México. La primera se disfrazó de temas de campaña y la segunda se escondió tras una cortina de financiamiento efímero que postergó los efectos más nocivos de una economía terriblemente deteriorada. Pero ambas son ya inocultables, y cada día que pase serán más evidentes y peligrosas. La disputa por el poder es de minorías y la lucha por el bienestar es de mayorías: una genera violencia política y la otra puede detonar, si no corregimos el rumbo, violencia social.

    He aquí el desafío en este precoz fin de sexenio. Todos tenemos que impedir que se suelte el tigre mexicano, porque todos perderemos si no somos capaces de dirimir nuestras discrepancias sin abrir la puerta al caos. Y es que, como he dicho en otras ocasiones, nuestro pasto social está seco y debemos guardar los cerillos mientras lo regamos. El aumento del desempleo y de la pobreza, el desbocamiento del crimen organizado y hasta el simbolismo milenarista (o centenarista), todo empuja en la misma dirección: 2010 como el año en que viviremos en peligro y 2011 como la última prueba de sensatez. El problema se empezó a agudizar en la anterior contienda electoral, y si bien la polarización que se generó entonces en torno a la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador ha disminuido, la crispación sigue latente. Hay que atender sus causas, que son la injusticia social y la exclusión política.

    Lo vengo advirtiendo desde hace cuatro años. Permítaseme citar algo que escribí en el primer artículo de mi segunda etapa en Excélsior (“Democracia hemipléjica”, 11/IX/06): “La política se hace de una realidad y muchas percepciones. En la mente de los perredistas, de la gente que fue y es de izquierda, la especie de que había que impedir el triunfo de López Obrador a cualquier precio sigue reverberando. Para ellos es la repetición de 1988, de todas las elecciones en las que se les hizo fraude para impedir que llegaran al poder. Por eso la frase de que en la democracia nadie pierde para siempre no les hace mella. Porque perciben que existe la consigna de no dejarlos ganar, de pararlos a la mala. Y se trata de una percepción que en este proceso electoral algunos se empeñaron en fundamentar. Esos que… contribuyeron a engrosar en un futuro no muy lejano las filas de la izquierda violenta. Y es que la más deplorable consecuencia de la iniquidad y de las turbiedades del proceso y de la negativa del Tribunal Electoral al recuento total de los votos es que no son pocos los izquierdistas que se están convenciendo de que por las buenas nunca los van a dejar llegar”.

    Es anómalo que el país de las desigualdades no haya sido gobernado por la izquierda. El más soslayado y terco de los datos duros en México —el tercio de nuestra población sigue descalificando los comicios de 2006— explica el considerable número de izquierdistas decepcionados de nuestra democratización al grado de creer que sólo la movilización desestabilizadora puede llevarles a la Presidencia. La mezcla de esta percepción de veto a la izquierda con la miseria y la inseguridad y con la misma política económica y social da como resultado una gobernabilidad asaz frágil. Y no estoy hablando sólo del riesgo de la guerrilla. A menudo se nos olvida que entre la izquierda armada y la izquierda democrática hay un punto intermedio, un paraje donde una parte de los socialistas mexicanos se siente a gusto y donde detuvo su peregrinaje de la revolución a la democracia. Es la insurgencia civil, la vía boliviana, la protesta en el filo de legalidad e ilegalidad que presupone que sólo haciendo ingobernable el país podrán llegar al poder.

    Lo que viene es un Congreso enconado. Un PRI fortalecido que probablemente deje atrás su estrategia de colaboración con el gobierno para erigirse en opositor, un PRD cuya fractura dificultará la negociación y un PAN que tenderá a dividirse entre los calderonistas y quienes intentarán recurrir a la estrategia calderonista de rebelarse contra el sometimiento del partido al Presidente. Salvo a los incondicionales de Felipe Calderón, a todos les convendrá presentarse ante el electorado como oposición y contribuir al fracaso del gobierno. Con esa correlación de fuerzas políticas, ¿cómo se va a hacer frente al peligro del desbordamiento social? Cuidado con la tentación autoritaria y militarista, que es la peor de las salidas, como el conflicto hondureño nos lo está recordando. La solución es un nuevo acuerdo en lo fundamental cabalmente incluyente, que incentive el aggiornamento de la derecha y de la izquierda. Si no empezamos a forjarlo, el fantasma de la ingobernabilidad puede adueñarse de México.

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