No más propaganda, por favor
Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Uno no prende la tele para ver anuncios. Si ya de suyo la publicidad satura la programación de los canales en México, nos atiborra de estribillos idiotas y de productos innecesarios, la aplicación de esas técnicas de penetración mediática al ejercicio de la política convierten a los medios en cómplices fársicos, en esperpento.
¿A quién dirigir este exhorto que es lamento que es diatriba que es reclamo, exigencia, súplica y petición?, ¿a Emilio Azcárraga, el dueño de Televisa, y a Ricardo Salinas, el de TV Azteca?, ¿a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, la que presuntamente administra contenidos en los medios masivos de comunicación?, ¿a alguna subsecretaría reguladora del ramo en Gobernación?, ¿a la Profeco?, ¿a la compañía operadora de cable con la que tengo contrato?, o ahora que empieza un año difícil de coyuntura electoral, ¿deberemos alzar este pliego petitorio a los candidatos a la Presidencia y a los que vayan a por una curul?, ¿o a las presidencias de sus respectivos partidos políticos, a sus comités directivos nacionales?, ¿o deberemos hacerlo ante los acomodaticios empresarios productores, como Sariñana, o ante los protervos estrategas como Solá? ¿A quién pedirle que ya no nos sometan al bombardeo de la propaganda, si ese río revuelto y turbio es, precisamente, la ganancia de todos esos oportunistas pescadores de fortuna?
Las propagandas, las muchas propagandas que ya derraman el gobierno del oprobioso Calderón y la fauna partidista que apresta las armas a la guerra sucia electoral lo inundan todo, y van desde la tesitura de la oferta de proyectos y las consabidas promesas de campaña –“ahora sí”, “por ti”, “por México”, “por el futuro”, “por tu familia”, “por tu empleo”, “por tu seguridad”, “por una mejor educación”, “por todos nosotros” y un vasto etcétera de fórmulas y muletillas derivadas de combinar las frases anteriores con mayor o menor ingenio– hasta una previsible y muy vergonzante campaña de guerra sucia de todos contra todos, con el gobierno federal oficiando de patrocinador de sus grises candidatos en una rebatinga de paletadas de mierda y acusaciones de toda laya.
Y al final lo que vamos a tener es lodo. Lodo y política a la mexicana, los medios saturados, la televisión repartida entre los promocionales que cantan loas al gobierno del peor presidente de la República del que tengo memoria a lo largo de los seis, casi siete sexenios que me ha tocado atestiguar, y las promesas falaces de la mayoría de los candidatos a lo que sea que, al final, se traduce en camionetas y viajes, lujos y canonjías, vicios y excesos, pero no en servicio por la gente, no en entrega a la comunidad, ni en defensa de los derechos y las necesidades de un país de pobres y desamparados, arramblado por la ignorancia y el fanatismo y destino fatal de millones de miserables.
Trinos y cantos de sirenas, el mejor ángulo de cada una de esas jetas a las que las cámaras tratarán de sacar partido, aquí la dama con su mejor semblante de hermana mayor, allá el licenciado cuentachiles en su disfraz de generoso samaritano, acullá el mafioso zafio escondiendo su larga carrera de complicidades detrás de un lema huero y una sonrisa falsa, de anuncio de pasta de dientes. Así, licenciada, viendo a la cámara; ándele licenciado, así se la creen. Cabrones.
La histórica existencia de la televisión en México como vehículo de la propaganda oficial y oficiosa de los gobiernos y de sus instrumentos de coerción, los partidos, pervirtió de origen la relación de los medios masivos con la sociedad, convirtiendo al poder político en patrocinador y contlapache, en tácito acuerdo para mutuo beneficio entre politicastros indefectiblemente corruptos y empresarios indefectiblemente voraces, dejando a la sociedad en el desamparo informativo o, peor todavía, creyendo ésta que los medios están al margen de la actividad política o del proselitismo cuando en realidad forman parte de un mismo sistema de control. El bombardeo propagandístico –ya en términos de competencia partidista o en esa aberración que socorre un gobierno que pondera sus “logros” como si no fueran su simple obligación, sino generosa dádiva que nos otorgan, magnánimos e incólumes, los sátrapas que mantenemos– compone una flagrante falta de respeto, una intrusión odiosa que invariablemente es el puro celofán que envuelve y disimula, mal, una mentira, una agenda confidencial, una enorme cantidad de acuerdos secretos, cocinados de espaldas a la gente y muchas veces contrarios al interés público.
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