JESúS CANTú
La nueva composición que la Cámara de Diputados tendrá a partir del próximo 1 de septiembre, producto del resultado electoral del domingo 5, convirtió al presidente Felipe Calderón en un “pato lisiado” (equivalente de la expresión lame duck, tan común en idioma inglés cuando se quiere significar que un gobernante quedó atrapado por las fuerzas opositoras): sin capacidad de veto en relación con el presupuesto federal y frente a una mayoría opositora consolidada, que ya empieza a hacer sentir su fuerza al establecer que no avalará ningún aumento de impuestos y amenaza con fijarle reglas, claras y concretas, para atender la emergencia económica, estrechando así el margen de maniobra del Ejecutivo e introduciendo elementos que, eventualmente, ensancharán las diferencias entre los actores.
Sin embargo, éste no es el único ámbito en el que la debilidad del Ejecutivo federal se manifestará, pues al menos son tres los más vulnerables: éste, es decir, el de las relaciones entre los tres poderes de la Unión, donde se mantienen básicamente las mismas reglas del régimen autoritario; el de las relaciones con los gobiernos de las entidades federativas, donde el sui generis federalismo mexicano produce resultados ambivalentes, y el de los poderes fácticos, que han aprovechado el desmoronamiento del presidencialismo metaconstitucional para ampliar sus privilegios y multiplicar su presencia en la vida nacional.
Estas expresiones tienen consecuencias e impactos sobre el grueso de la población (que permanece al margen de la oligarquía gobernante) y, particularmente, sobre los grupos más vulnerables, con los consiguientes riesgos para la estabilidad nacional, ante las eventuales reacciones desesperadas de quien nada tiene que perder.
La semilla de la ingobernabilidad se sembró desde 1997, precisamente cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, y algunas de sus expresiones ya están presentes, pero el riesgo de que exploten se acrecienta ahora que el anterior controlador se encuentra en su momento de máxima debilidad. La situación expresa plásticamente las catastróficas consecuencias que puede provocar el haber demorado la reforma del Estado, pues hoy se carece de instancias que puedan propiciar la interlocución y el diálogo que permita construir la nueva institucionalidad.
En las tres últimas elecciones intermedias el partido en el gobierno se debilitó y esa debilidad se fue agravando sucesivamente, hasta llegar a la situación actual. Sin embargo, los actores –particularmente los que están en el poder o tienen posibilidades de conquistarlo– se niegan a revisar las bases y las reglas, porque todos sueñan con recuperar algún día la hegemonía del presidencialismo metaconstitucional y usufructuarla.
Las elecciones intermedias, en todo régimen presidencial, se convierten, casi inevitablemente, en un plebiscito sobre la gestión del Ejecutivo federal, lo cual en sí mismo no es malo, salvo cuando el período restante es muy largo y la renovación de una de las cámaras o del Congreso es total y el resultado es desfavorable para el partido gobernante.
Y eso es precisamente lo que sucede en México: un período presidencial de seis años y la renovación total de la Cámara de Diputados justo a la mitad del período, lo cual –cuando los resultados son desfavorables– deja, como en este caso, larguísimos tres años de “pato lisiado”. Este riesgo no existía durante el régimen de partido hegemónico, pues a la mitad del sexenio era precisamente cuando el presidente se encontraba en su momento de máximo poder. Basta recordar cómo, en las elecciones de 1991, Carlos Salinas de Gortari logró consolidar su fuerza en dicha Cámara a partir de los resultados electorales de la elección intermedia.
Aunque las diferencias entre el Ejecutivo y el Legislativo empezaron desde el gobierno de Zedillo, particularmente en torno a la información del Fobaproa, éstas se resolvieron por las vías institucionales y no tuvieron mayor impacto sobre las responsabilidades de cada uno. Pero se agudizaron en el gobierno de Fox, cuando le negaron dos veces el permiso para viajar al extranjero, o en el presupuesto de 2005, que finalmente se resolvió por la vía de una controversia constitucional.
En este sexenio, las relaciones eran menos tensas e, incluso, se lograron sacar reformas controvertidas, como la petrolera, casi por consenso; pero en la víspera de las campañas electorales el ambiente se enrareció, particularmente en torno a las reformas en materia de seguridad. Sin embargo, la gran diferencia era que ninguna de las fuerzas políticas contaba con una mayoría consolidada y el grupo parlamentario panista era la primera minoría en ambas cámaras.
Pero a partir del 1 de septiembre la correlación cambiará diametralmente y, en ese sentido, el PRI y el PVEM, pero particularmente el primero, buscarán imponer condiciones, y en lo referente al gasto y al presupuesto de egresos cuentan con los elementos para sacar adelante sus propuestas, como la descentralización del ejercicio del gasto social o la definición de la distribución territorial de la inversión pública federal.
Sin embargo, esta nueva mayoría debe recordar que el partido del presidente todavía es primera minoría en el Senado y, por esa vía, puede sostener los vetos presidenciales en asuntos que tienen que pasar por las dos cámaras. En este sentido propuestas como la de eliminar el Impuesto Empresarial de Tasa Única (IETU) son inviables, aunque pueden ser políticamente muy rentables pues, en el caso de que lo intentaran, seguramente obligarán a que el presidente vete la reforma y que sea el grupo de 52 senadores panistas los que sostengan dicho veto, impidiendo la configuración de las dos terceras partes necesarias para rechazar las observaciones presidenciales, es decir, todo el peso político sobre las espaldas de Calderón y el PAN. Y ésta puede ser una historia recurrente, con temas políticamente muy populares (como el de la pena de muerte propuesta por el PVEM, aunque ésta seguramente contaría con la oposición del PRD, PT y Convergencia, o sus vales para medicinas y becas para educación).
Así, básicamente las opciones son tres: una, se logra lo que hasta hoy no ha sido posible, es decir, un diálogo productivo y cooperativo entre las distintas fuerzas políticas para lograr, en los hechos, que los pesos y contrapesos se traduzcan en un mejor gobierno; dos, las diferencias, particularmente entre Ejecutivo y Legislativo, agudizan la parálisis gubernamental; y, tres, el Legislativo captura al Ejecutivo y éste acepta las condiciones que imponga la nueva mayoría legislativa.
En el segundo ámbito los riesgos ya han dejado sentir dos de sus posibles manifestaciones y ambas son negativas: una, los enfrentamientos que pueden surgir entre autoridades federales y estatales o municipales, particularmente a partir de las acciones de combate al crimen organizado (pero también al enfrentar algunas crisis, como en la lamentable tragedia de la guardería en Hermosillo), que llevó al gobernador de Michoacán a protestar por la intromisión federal en el mismo palacio de gobierno o que, en Nuevo León, provocó que policías municipales se confrontaran con los federales, cada grupo blandiendo sus armas; y dos, la existencia de entidades donde prevalecen las expresiones más primitivas del autoritarismo con absoluta impunidad para sus gobernadores, como el caso de Ulises Ruiz, en Oaxaca; Mario Marín, en Puebla; o, incluso, Enrique Peña Nieto, en el Estado de México, o la red clientelar que construyó el gobernador de Coahuila, Humberto Moreira.
En todos los casos se trata de entidades con ejecutivos emanados de partidos distintos al del presidente, y eso precisamente lo torna más preocupante, pues en unos meses el PAN se quedará únicamente con siete gobernadores y todo el resto (25 entidades) estará en manos de la oposición (19 para el PRI y 6 para el PRD), con los cuales –como es evidente– las relaciones, en términos generales, son de intromisión o de permisividad, tan nocivas una como otra, y ambas implican la vulneración del estado de derecho.
En el tercer ámbito, los dos ejemplos más significativos de la irrupción de los poderes fácticos son: el duopolio televisivo, entre los legales; y el crimen organizado, particularmente el narcotráfico, entre los ilegales. Particularmente los legales aprovecharán que ahora tendrán dos interlocutores con poder muy similar para mantener y ensanchar sus privilegios; la posibilidad de que se concrete la tan anhelada reforma en la Ley Federal de Radio y Televisión o se integre una legislación moderna en materia de telecomunicaciones, cada día luce más lejana e irreal, pues atenta contra los privilegios del duopolio.
Pero también será muy difícil que se rompa el monopolio del registro de candidaturas a puestos de elección popular, pues no parece fácil que se modifique sustancialmente el nuevo Cofipe (a pesar de todas las limitaciones manifiestas en el actual proceso electoral), ya que la nueva mayoría se dio cuenta de que las reglas actuales le benefician y todavía le beneficiarán más cuando (en octubre del año entrante) sustituyan a los tres consejeros que concluyen su encargo en el Consejo General del IFE, con lo cual consolidarán –todavía más– su control sobre ese órgano. En este caso la mayoría PRI-PVEM disfrutará los beneficios que se construyó el cártel de partidos (PAN, PRI y PRD), dos de cuyos integrantes hoy deben lamentar su miopía.
En este terreno los poderes fácticos seguramente lograrán sostener sus privilegios y consolidar sus conquistas, salvo que Calderón decida apostar su resto y coloque por encima del interés electoral de su partido –que de cualquier forma no le resultó muy favorable– el bienestar nacional y ponga un alto a los monopolios. La lucha contra la delincuencia organizada es un tema que merece análisis aparte.
Más allá de los avances en materia electoral (ya con algunos retrocesos) y el fin del presidencialismo metaconstitucional, con el consiguiente ensanchamiento de los espacios de libertad, la ausencia de una reforma del Estado provocó enormes vacíos que, en lo general, han sido aprovechados por los poderes fácticos y los caciques estatales y regionales.
Los impactos de tres años de “presidencia lisiada” pueden resultar desastrosos para el país y abrir de par en par las puertas para el regreso del régimen autoritario, a no ser que, ante la presencia de esta situación extrema, los actores políticos finalmente se decidan a reconstruir al Estado mexicano y reconfigurar diametralmente el sistema político.
kikka-roja.blogspot.com/
Sin embargo, éste no es el único ámbito en el que la debilidad del Ejecutivo federal se manifestará, pues al menos son tres los más vulnerables: éste, es decir, el de las relaciones entre los tres poderes de la Unión, donde se mantienen básicamente las mismas reglas del régimen autoritario; el de las relaciones con los gobiernos de las entidades federativas, donde el sui generis federalismo mexicano produce resultados ambivalentes, y el de los poderes fácticos, que han aprovechado el desmoronamiento del presidencialismo metaconstitucional para ampliar sus privilegios y multiplicar su presencia en la vida nacional.
Estas expresiones tienen consecuencias e impactos sobre el grueso de la población (que permanece al margen de la oligarquía gobernante) y, particularmente, sobre los grupos más vulnerables, con los consiguientes riesgos para la estabilidad nacional, ante las eventuales reacciones desesperadas de quien nada tiene que perder.
La semilla de la ingobernabilidad se sembró desde 1997, precisamente cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, y algunas de sus expresiones ya están presentes, pero el riesgo de que exploten se acrecienta ahora que el anterior controlador se encuentra en su momento de máxima debilidad. La situación expresa plásticamente las catastróficas consecuencias que puede provocar el haber demorado la reforma del Estado, pues hoy se carece de instancias que puedan propiciar la interlocución y el diálogo que permita construir la nueva institucionalidad.
En las tres últimas elecciones intermedias el partido en el gobierno se debilitó y esa debilidad se fue agravando sucesivamente, hasta llegar a la situación actual. Sin embargo, los actores –particularmente los que están en el poder o tienen posibilidades de conquistarlo– se niegan a revisar las bases y las reglas, porque todos sueñan con recuperar algún día la hegemonía del presidencialismo metaconstitucional y usufructuarla.
Las elecciones intermedias, en todo régimen presidencial, se convierten, casi inevitablemente, en un plebiscito sobre la gestión del Ejecutivo federal, lo cual en sí mismo no es malo, salvo cuando el período restante es muy largo y la renovación de una de las cámaras o del Congreso es total y el resultado es desfavorable para el partido gobernante.
Y eso es precisamente lo que sucede en México: un período presidencial de seis años y la renovación total de la Cámara de Diputados justo a la mitad del período, lo cual –cuando los resultados son desfavorables– deja, como en este caso, larguísimos tres años de “pato lisiado”. Este riesgo no existía durante el régimen de partido hegemónico, pues a la mitad del sexenio era precisamente cuando el presidente se encontraba en su momento de máximo poder. Basta recordar cómo, en las elecciones de 1991, Carlos Salinas de Gortari logró consolidar su fuerza en dicha Cámara a partir de los resultados electorales de la elección intermedia.
Aunque las diferencias entre el Ejecutivo y el Legislativo empezaron desde el gobierno de Zedillo, particularmente en torno a la información del Fobaproa, éstas se resolvieron por las vías institucionales y no tuvieron mayor impacto sobre las responsabilidades de cada uno. Pero se agudizaron en el gobierno de Fox, cuando le negaron dos veces el permiso para viajar al extranjero, o en el presupuesto de 2005, que finalmente se resolvió por la vía de una controversia constitucional.
En este sexenio, las relaciones eran menos tensas e, incluso, se lograron sacar reformas controvertidas, como la petrolera, casi por consenso; pero en la víspera de las campañas electorales el ambiente se enrareció, particularmente en torno a las reformas en materia de seguridad. Sin embargo, la gran diferencia era que ninguna de las fuerzas políticas contaba con una mayoría consolidada y el grupo parlamentario panista era la primera minoría en ambas cámaras.
Pero a partir del 1 de septiembre la correlación cambiará diametralmente y, en ese sentido, el PRI y el PVEM, pero particularmente el primero, buscarán imponer condiciones, y en lo referente al gasto y al presupuesto de egresos cuentan con los elementos para sacar adelante sus propuestas, como la descentralización del ejercicio del gasto social o la definición de la distribución territorial de la inversión pública federal.
Sin embargo, esta nueva mayoría debe recordar que el partido del presidente todavía es primera minoría en el Senado y, por esa vía, puede sostener los vetos presidenciales en asuntos que tienen que pasar por las dos cámaras. En este sentido propuestas como la de eliminar el Impuesto Empresarial de Tasa Única (IETU) son inviables, aunque pueden ser políticamente muy rentables pues, en el caso de que lo intentaran, seguramente obligarán a que el presidente vete la reforma y que sea el grupo de 52 senadores panistas los que sostengan dicho veto, impidiendo la configuración de las dos terceras partes necesarias para rechazar las observaciones presidenciales, es decir, todo el peso político sobre las espaldas de Calderón y el PAN. Y ésta puede ser una historia recurrente, con temas políticamente muy populares (como el de la pena de muerte propuesta por el PVEM, aunque ésta seguramente contaría con la oposición del PRD, PT y Convergencia, o sus vales para medicinas y becas para educación).
Así, básicamente las opciones son tres: una, se logra lo que hasta hoy no ha sido posible, es decir, un diálogo productivo y cooperativo entre las distintas fuerzas políticas para lograr, en los hechos, que los pesos y contrapesos se traduzcan en un mejor gobierno; dos, las diferencias, particularmente entre Ejecutivo y Legislativo, agudizan la parálisis gubernamental; y, tres, el Legislativo captura al Ejecutivo y éste acepta las condiciones que imponga la nueva mayoría legislativa.
En el segundo ámbito los riesgos ya han dejado sentir dos de sus posibles manifestaciones y ambas son negativas: una, los enfrentamientos que pueden surgir entre autoridades federales y estatales o municipales, particularmente a partir de las acciones de combate al crimen organizado (pero también al enfrentar algunas crisis, como en la lamentable tragedia de la guardería en Hermosillo), que llevó al gobernador de Michoacán a protestar por la intromisión federal en el mismo palacio de gobierno o que, en Nuevo León, provocó que policías municipales se confrontaran con los federales, cada grupo blandiendo sus armas; y dos, la existencia de entidades donde prevalecen las expresiones más primitivas del autoritarismo con absoluta impunidad para sus gobernadores, como el caso de Ulises Ruiz, en Oaxaca; Mario Marín, en Puebla; o, incluso, Enrique Peña Nieto, en el Estado de México, o la red clientelar que construyó el gobernador de Coahuila, Humberto Moreira.
En todos los casos se trata de entidades con ejecutivos emanados de partidos distintos al del presidente, y eso precisamente lo torna más preocupante, pues en unos meses el PAN se quedará únicamente con siete gobernadores y todo el resto (25 entidades) estará en manos de la oposición (19 para el PRI y 6 para el PRD), con los cuales –como es evidente– las relaciones, en términos generales, son de intromisión o de permisividad, tan nocivas una como otra, y ambas implican la vulneración del estado de derecho.
En el tercer ámbito, los dos ejemplos más significativos de la irrupción de los poderes fácticos son: el duopolio televisivo, entre los legales; y el crimen organizado, particularmente el narcotráfico, entre los ilegales. Particularmente los legales aprovecharán que ahora tendrán dos interlocutores con poder muy similar para mantener y ensanchar sus privilegios; la posibilidad de que se concrete la tan anhelada reforma en la Ley Federal de Radio y Televisión o se integre una legislación moderna en materia de telecomunicaciones, cada día luce más lejana e irreal, pues atenta contra los privilegios del duopolio.
Pero también será muy difícil que se rompa el monopolio del registro de candidaturas a puestos de elección popular, pues no parece fácil que se modifique sustancialmente el nuevo Cofipe (a pesar de todas las limitaciones manifiestas en el actual proceso electoral), ya que la nueva mayoría se dio cuenta de que las reglas actuales le benefician y todavía le beneficiarán más cuando (en octubre del año entrante) sustituyan a los tres consejeros que concluyen su encargo en el Consejo General del IFE, con lo cual consolidarán –todavía más– su control sobre ese órgano. En este caso la mayoría PRI-PVEM disfrutará los beneficios que se construyó el cártel de partidos (PAN, PRI y PRD), dos de cuyos integrantes hoy deben lamentar su miopía.
En este terreno los poderes fácticos seguramente lograrán sostener sus privilegios y consolidar sus conquistas, salvo que Calderón decida apostar su resto y coloque por encima del interés electoral de su partido –que de cualquier forma no le resultó muy favorable– el bienestar nacional y ponga un alto a los monopolios. La lucha contra la delincuencia organizada es un tema que merece análisis aparte.
Más allá de los avances en materia electoral (ya con algunos retrocesos) y el fin del presidencialismo metaconstitucional, con el consiguiente ensanchamiento de los espacios de libertad, la ausencia de una reforma del Estado provocó enormes vacíos que, en lo general, han sido aprovechados por los poderes fácticos y los caciques estatales y regionales.
Los impactos de tres años de “presidencia lisiada” pueden resultar desastrosos para el país y abrir de par en par las puertas para el regreso del régimen autoritario, a no ser que, ante la presencia de esta situación extrema, los actores políticos finalmente se decidan a reconstruir al Estado mexicano y reconfigurar diametralmente el sistema político.