Compactado por dos tenazas que actúan de manera simultánea, el desarrollo de México ha caído en un prolongado bache del cual no se atisba salida alguna por el momento. La primera tenaza la han pulido las acciones poco solidarias y hasta depredadoras de las elites locales, en especial las de naturaleza económica, en su lucha por preservar y aumentar sus masivos privilegios. La otra, muy bien afilada, tiene su referente en las fuerzas de la globalidad que, diseñadas para favorecer a las empresas trasnacionales y a sus gobiernos de soporte, se han convertido en un horizonte infranqueable para aquellos que tratan de introducir los necesarios cuan solicitados balances en la justicia distributiva. Vicente Fox, esa calamidad disfrazada de ranchero bonachón que mal gobernó esta República, expresó con toda precisión la real y cruda intención de la derecha al decir que encabezaba un gobierno de empresarios y para empresarios. Ahora se ven con claridad los saldos de ese despropósito y se muestra el aterrador rostro en la forma de los recuentos públicos que relatan, (ver reporte de la Auditoría Superior de la Federación 2005), a pie juntillas, el naufragio de su paso por el Ejecutivo federal.
Sin ningún temor a la exageración se puede afirmar que Fox encabezó el más populista de los gobiernos latinoamericanos del pasado reciente. Ningún país pudo, en sólo un sexenio, malgastar las enormes cifras que se le extrajeron a la renta petrolera mexicana. Eso sin incluir en tan monumental cantidad de recursos (alrededor de 300 mil millones de dólares) lo que las remesas aportaron. El incremento desmesurado de los créditos fiscales, los privilegios impositivos a granel, (Banamex, Bancomer), las obras públicas adjudicadas y los perdones condicionados a las ayudas electorales forman el rosario complementario de mal obras y complicidades del foxismo. Pero no terminó ahí la brutal labor depredadora de Fox. Este personaje para el olvido incluyó en su errante y torpe tambaleo por la administración pública (consentida y hasta auspiciada por parte sustantiva de la población y la totalidad de los poderes fácticos) todos los sectores que integran la vida organizada de la nación. Fue, sin embargo, la vertiente social la que mayores estragos resintió de su embotada figura. La imparable y creciente desigualdad, el incremento de pobres y marginados dan la medida de su cruento paso por esta parte de la historia patria.
Muy a pesar de sus esfuerzos publicitarios, sin parangón en la memoria del país, las cifras verdaderas van emergiendo sin tapujos que las oculten. Y si hubiera, aunque sea un leve rastro de duda, ahí está la emigración de millones de mexicanos que abandonaron su tierra, sus precarios empleos, familias, identidades y arraigos para buscar en el norte de sus posibilidades el horizonte que aquí se les escatima o de plano se les niega. Pero Calderón quiere y se ve forzado a continuar por la misma senda de su antecesor. Esa que abrió la derechización de los priístas de postreras generaciones. La que dictaron sus tecnócratas incrustados en las oficinas decisorias del sector público y de las cuales no han salido a pesar de los destrozos por ellos ocasionados. La que empujaron con las corruptas privatizaciones de los bienes y empresas nacionales y formaron los monopolios que ahora ahorcan a los consumidores. A esa caterva de escaladores y ese pensamiento derechizado al extremo lo heredan y hacen suyo los panistas y demás acólitos cómplices. Tal vez algunos críticos todavía crean, de verdad, que son de buena madera humana, que llegaron al poder por el camino de la legalidad, pero la triste historia empieza a resurgir con noticias más que desagradables: la extrema violencia desatada en los últimos seis o siete años, por ejemplo.
La derecha mexicana no marca un rumbo constructivo para la fábrica nacional. Va dando golpes de ocurrencias y sacando raja inmediata de los haberes públicos y desviando las políticas públicas en canonjías individuales o de grupo. No tiene, tampoco, marcos ideológicos de referencia que la orienten. Trata, en la voz misma de Calderón, de poner como adalid al finado yucateco beisbolero y cantador (Castillo Peraza) que fracasó como hombre de acción. Sus escritos, algunos con ideas acertadas, se oscurecen ante su activa participación en las concertacesiones salinistas, y la adopción, como propios de la tradición panista, los programas y recomendaciones neoliberales impulsadas por el Consenso de Washington. Hasta ahí llegan los arrestos y la imaginación de la derecha local, envalentonada por triunfos pírricos como la Ley del ISSSTE o la avanzada militar sobre las regiones controladas por el narco. De poco servirá a Calderón la búsqueda desesperada para insertarse de nueva cuenta en un contexto latinoamericano que México extravió, no sólo en su cancillería, sino en la diaria saga imposible de una integración forzada con Estados Unidos. La derecha se olvidó de Sudamérica y ahora empieza a pagar los costos. México pierde posiciones, queda fuera de los acuerdos energéticos, camina con rumbo opuesto a los vientos políticos que soplan en el sur, trata de usar a Cuba (en especial a Fidel) como ariete de legitimación y no podrá insertarse en los mecanismos integradores de mercados: el Banco del Sur auspiciado por Venezuela, Argentina y Ecuador que gana su lugar a costa del Banco Mundial es un ejemplo señero. Pero, en su loco transitar, en vez de reflexionar y hacer la crítica de sí misma, la derecha grita a voz en cuello, ¡al ladrón!, apuntando su índice acusador hacia una izquierda que se le adelanta en todo y por todas partes, aunque las encuestas de hoy digan lo contrario.
Sin ningún temor a la exageración se puede afirmar que Fox encabezó el más populista de los gobiernos latinoamericanos del pasado reciente. Ningún país pudo, en sólo un sexenio, malgastar las enormes cifras que se le extrajeron a la renta petrolera mexicana. Eso sin incluir en tan monumental cantidad de recursos (alrededor de 300 mil millones de dólares) lo que las remesas aportaron. El incremento desmesurado de los créditos fiscales, los privilegios impositivos a granel, (Banamex, Bancomer), las obras públicas adjudicadas y los perdones condicionados a las ayudas electorales forman el rosario complementario de mal obras y complicidades del foxismo. Pero no terminó ahí la brutal labor depredadora de Fox. Este personaje para el olvido incluyó en su errante y torpe tambaleo por la administración pública (consentida y hasta auspiciada por parte sustantiva de la población y la totalidad de los poderes fácticos) todos los sectores que integran la vida organizada de la nación. Fue, sin embargo, la vertiente social la que mayores estragos resintió de su embotada figura. La imparable y creciente desigualdad, el incremento de pobres y marginados dan la medida de su cruento paso por esta parte de la historia patria.
Muy a pesar de sus esfuerzos publicitarios, sin parangón en la memoria del país, las cifras verdaderas van emergiendo sin tapujos que las oculten. Y si hubiera, aunque sea un leve rastro de duda, ahí está la emigración de millones de mexicanos que abandonaron su tierra, sus precarios empleos, familias, identidades y arraigos para buscar en el norte de sus posibilidades el horizonte que aquí se les escatima o de plano se les niega. Pero Calderón quiere y se ve forzado a continuar por la misma senda de su antecesor. Esa que abrió la derechización de los priístas de postreras generaciones. La que dictaron sus tecnócratas incrustados en las oficinas decisorias del sector público y de las cuales no han salido a pesar de los destrozos por ellos ocasionados. La que empujaron con las corruptas privatizaciones de los bienes y empresas nacionales y formaron los monopolios que ahora ahorcan a los consumidores. A esa caterva de escaladores y ese pensamiento derechizado al extremo lo heredan y hacen suyo los panistas y demás acólitos cómplices. Tal vez algunos críticos todavía crean, de verdad, que son de buena madera humana, que llegaron al poder por el camino de la legalidad, pero la triste historia empieza a resurgir con noticias más que desagradables: la extrema violencia desatada en los últimos seis o siete años, por ejemplo.
La derecha mexicana no marca un rumbo constructivo para la fábrica nacional. Va dando golpes de ocurrencias y sacando raja inmediata de los haberes públicos y desviando las políticas públicas en canonjías individuales o de grupo. No tiene, tampoco, marcos ideológicos de referencia que la orienten. Trata, en la voz misma de Calderón, de poner como adalid al finado yucateco beisbolero y cantador (Castillo Peraza) que fracasó como hombre de acción. Sus escritos, algunos con ideas acertadas, se oscurecen ante su activa participación en las concertacesiones salinistas, y la adopción, como propios de la tradición panista, los programas y recomendaciones neoliberales impulsadas por el Consenso de Washington. Hasta ahí llegan los arrestos y la imaginación de la derecha local, envalentonada por triunfos pírricos como la Ley del ISSSTE o la avanzada militar sobre las regiones controladas por el narco. De poco servirá a Calderón la búsqueda desesperada para insertarse de nueva cuenta en un contexto latinoamericano que México extravió, no sólo en su cancillería, sino en la diaria saga imposible de una integración forzada con Estados Unidos. La derecha se olvidó de Sudamérica y ahora empieza a pagar los costos. México pierde posiciones, queda fuera de los acuerdos energéticos, camina con rumbo opuesto a los vientos políticos que soplan en el sur, trata de usar a Cuba (en especial a Fidel) como ariete de legitimación y no podrá insertarse en los mecanismos integradores de mercados: el Banco del Sur auspiciado por Venezuela, Argentina y Ecuador que gana su lugar a costa del Banco Mundial es un ejemplo señero. Pero, en su loco transitar, en vez de reflexionar y hacer la crítica de sí misma, la derecha grita a voz en cuello, ¡al ladrón!, apuntando su índice acusador hacia una izquierda que se le adelanta en todo y por todas partes, aunque las encuestas de hoy digan lo contrario.
Kikka Roja