La fama miente
La biografía de Artur Domoslawski sobre Ryszard Kapuscinski ha reabierto el debate sobre los límites del periodismo (y sobre las intromisiones de un testigo en la vida de un autor). Entre los cuestionamientos que Domoslawski hace a su antiguo maestro el más relevante es el de su falta de compromiso con los hechos.
¿Qué tan veraz debe ser un periodista? Quien escribe testimonios sella un pacto con la verdad. Sin embargo, los sucesos son escurridizos, las informaciones se contradicen y la subjetividad existe. En un mundo de certezas provisionales sólo podemos llamar "objetividad" a no tener pruebas en contra.
A esto se añade una paradoja esencial del periodismo: para ser verosímiles, los datos deben ser seleccionados, estructurados, adjetivados, intervenidos.
Giorgio Agamben ha señalado que no puede haber testigos integrales del holocausto. Sólo quien padeció el drama hasta sus últimas consecuencias podría narrarlo con fidelidad. De esta imposibilidad ("la aporía de Auschwitz") deriva la ética del testimonio. Justo porque no tenemos acceso a la verdad absoluta debemos acercarnos a ella tanto como nos sea posible.
Todos los cronistas cometemos errores; el problema está en mentir en forma propositiva. La obra de Kapuscinski no desmerece ante inexactitudes fácticas circunstanciales. Su método de trabajo era claro: escribía libros a partir de recuerdos lejanos. Las notas enviadas a la prensa polaca durante varias décadas le sirvieron de cantera para lo que en verdad le interesaba: reportear su memoria. ¿Era "el mejor periodista del siglo XX", como tantas veces se le llamó, o "el enviado especial de Dios", como lo bautizó John Le-Carré? Por supuesto que no. Al margen de que resulta ridículo imaginar un periodista del siglo, Kapuscinski no conseguía exclusivas ni daba noticias en sus libros. Su técnica era proustiana en un doble sentido: reconstruía el tiempo y se concentraba en complejas formas de comportamiento. La nitidez con que retrata los usos del poder en Imperio o El emperador no se ve empañada por la previsible inseguridad de su memoria.
La fama es siempre un malentendido. El problema de Kapuscinski está en su contexto, en el mito de que fue el hombre mejor informado antes de internet. La editorial inglesa Granta, adalid de la no ficción, fue su gran mixtificadora. En sus contraportadas, presentaba a Kapuscinski como amigo del Che, Allende y Lumumba, sentenciado a muerte en Burundi, testigo de 27 revoluciones y golpes de Estado en los 50 países que tuvo a su cargo.
Esta estadística de atribulado superhéroe recuerda a otro polaco. En su novela El pájaro pintado, Jerzy Kosinski cuenta las atrocidades que supuestamente vivió de niño como prófugo del nazismo. Fue comparado con Ana Frank y visto como víctima ejemplar. De acuerdo con Time, "sobrevivió a la experiencia directa más atroz que este siglo puede ofrecer".
Kosinski no sólo exageró su calvario; plagió a escritores polacos desconocidos en Estados Unidos y se sospecha que contrató a autores fantasma para mejorar su rudimentario inglés. La falsificación fue exitosa por una razón clave: aunque se trataba de ficciones, la crítica celebró que provinieran de una "experiencia directa". La cultura norteamericana admira al testigo solitario de atrocidades verdaderas.
En cambio, Hispanoamérica privilegia la representación imaginativa de los hechos. En Acto de presencia, Sylvia Molloy analiza nuestra dificultad para lidiar con la autobiografía. No sólo hay pocos testimonios del yo en el idioma: cuando aparecen, suelen ser leídos como discursos hegemónicos o ficciones. Es el caso de Ulises criollo, de Vasconcelos, o Recuerdos de provincia, de Sarmiento.
El público anglosajón tiene el apetito opuesto. Kapuscinski escribió crónicas recordadas; no inventó su imagen de apóstol de la verdad, pero tampoco hizo nada por corregirla. Cuando Jon Lee Anderson le preguntó acerca de su amistad con el Che, se limitó a contestar: "es un error de los editores".
La voluntaria impostura de Kosinski iba bien con un amante de la autoficción, los disfraces y los seudónimos. La involuntaria impostura de Kapuscinski contradice al predicador de la honestidad periodística.
Todo autor se sirve de una estrategia pública (incluidos el silencio o el ocultamiento). Kapuscinski se ufanaba de no haber hecho una sola entrevista y haber concedido más de mil. Es obvio que sus libros hubieran circulado menos sin el mito que los amparaba y que él cortejó. Cuando le preguntaban qué porcentaje de información dejaba fuera de sus crónicas, decía: "el 99%", como si sólo se sirviera de un selecto remanente de una exhaustiva investigación. En realidad, ese 99% era lo que su memoria descartaba o no registraba.
Cuando afirmó que el periodismo no es oficio para cínicos, brindó una clave tardía para su personaje. Sería exagerado decir que el notario de lo real usaba tinta invisible. Ryszard Kapuscinski aceptó que la época mintiera acerca de él y escribió con maestría las verdades inverificables que concede la memoria.
kikka-roja.blogspot.com/
¿Qué tan veraz debe ser un periodista? Quien escribe testimonios sella un pacto con la verdad. Sin embargo, los sucesos son escurridizos, las informaciones se contradicen y la subjetividad existe. En un mundo de certezas provisionales sólo podemos llamar "objetividad" a no tener pruebas en contra.
A esto se añade una paradoja esencial del periodismo: para ser verosímiles, los datos deben ser seleccionados, estructurados, adjetivados, intervenidos.
Giorgio Agamben ha señalado que no puede haber testigos integrales del holocausto. Sólo quien padeció el drama hasta sus últimas consecuencias podría narrarlo con fidelidad. De esta imposibilidad ("la aporía de Auschwitz") deriva la ética del testimonio. Justo porque no tenemos acceso a la verdad absoluta debemos acercarnos a ella tanto como nos sea posible.
Todos los cronistas cometemos errores; el problema está en mentir en forma propositiva. La obra de Kapuscinski no desmerece ante inexactitudes fácticas circunstanciales. Su método de trabajo era claro: escribía libros a partir de recuerdos lejanos. Las notas enviadas a la prensa polaca durante varias décadas le sirvieron de cantera para lo que en verdad le interesaba: reportear su memoria. ¿Era "el mejor periodista del siglo XX", como tantas veces se le llamó, o "el enviado especial de Dios", como lo bautizó John Le-Carré? Por supuesto que no. Al margen de que resulta ridículo imaginar un periodista del siglo, Kapuscinski no conseguía exclusivas ni daba noticias en sus libros. Su técnica era proustiana en un doble sentido: reconstruía el tiempo y se concentraba en complejas formas de comportamiento. La nitidez con que retrata los usos del poder en Imperio o El emperador no se ve empañada por la previsible inseguridad de su memoria.
La fama es siempre un malentendido. El problema de Kapuscinski está en su contexto, en el mito de que fue el hombre mejor informado antes de internet. La editorial inglesa Granta, adalid de la no ficción, fue su gran mixtificadora. En sus contraportadas, presentaba a Kapuscinski como amigo del Che, Allende y Lumumba, sentenciado a muerte en Burundi, testigo de 27 revoluciones y golpes de Estado en los 50 países que tuvo a su cargo.
Esta estadística de atribulado superhéroe recuerda a otro polaco. En su novela El pájaro pintado, Jerzy Kosinski cuenta las atrocidades que supuestamente vivió de niño como prófugo del nazismo. Fue comparado con Ana Frank y visto como víctima ejemplar. De acuerdo con Time, "sobrevivió a la experiencia directa más atroz que este siglo puede ofrecer".
Kosinski no sólo exageró su calvario; plagió a escritores polacos desconocidos en Estados Unidos y se sospecha que contrató a autores fantasma para mejorar su rudimentario inglés. La falsificación fue exitosa por una razón clave: aunque se trataba de ficciones, la crítica celebró que provinieran de una "experiencia directa". La cultura norteamericana admira al testigo solitario de atrocidades verdaderas.
En cambio, Hispanoamérica privilegia la representación imaginativa de los hechos. En Acto de presencia, Sylvia Molloy analiza nuestra dificultad para lidiar con la autobiografía. No sólo hay pocos testimonios del yo en el idioma: cuando aparecen, suelen ser leídos como discursos hegemónicos o ficciones. Es el caso de Ulises criollo, de Vasconcelos, o Recuerdos de provincia, de Sarmiento.
El público anglosajón tiene el apetito opuesto. Kapuscinski escribió crónicas recordadas; no inventó su imagen de apóstol de la verdad, pero tampoco hizo nada por corregirla. Cuando Jon Lee Anderson le preguntó acerca de su amistad con el Che, se limitó a contestar: "es un error de los editores".
La voluntaria impostura de Kosinski iba bien con un amante de la autoficción, los disfraces y los seudónimos. La involuntaria impostura de Kapuscinski contradice al predicador de la honestidad periodística.
Todo autor se sirve de una estrategia pública (incluidos el silencio o el ocultamiento). Kapuscinski se ufanaba de no haber hecho una sola entrevista y haber concedido más de mil. Es obvio que sus libros hubieran circulado menos sin el mito que los amparaba y que él cortejó. Cuando le preguntaban qué porcentaje de información dejaba fuera de sus crónicas, decía: "el 99%", como si sólo se sirviera de un selecto remanente de una exhaustiva investigación. En realidad, ese 99% era lo que su memoria descartaba o no registraba.
Cuando afirmó que el periodismo no es oficio para cínicos, brindó una clave tardía para su personaje. Sería exagerado decir que el notario de lo real usaba tinta invisible. Ryszard Kapuscinski aceptó que la época mintiera acerca de él y escribió con maestría las verdades inverificables que concede la memoria.