“Las cifras indican que en el México de hoy la distancia entre los más ricos y los más pobres supera y con mucho, la que existía en la época colonial”.
Un Parteaguas que no fue Tal. Los acontecimientos políticos en México hace siete años parecieron configurar un portento democrático, pero finalmente han quedado en eso, en mucha apariencia y poco contenido. Con el paso del tiempo –de muy poco tiempo, por cierto- lo que en su momento se consideró maravilla hoy es un espejismo, pues en la base del sistema político todo sigue sorprendentemente similar a lo que era: la inaceptable desigualdad de la estructura social, la insuficiencia del crecimiento económico, la mediocridad del sistema educativo, la justicia denegada o corrupta, la imposibilidad de llamar a cuentas a quienes abusaron del poder, las elecciones en un ambiente de dados cargados y terreno desnivelado y en fin, que se mantiene casi intacta la lista de problemas que se vienen arrastrando de mucho tiempo atrás. En el año 2000, la elección competida y democrática del primer presidente mexicano proveniente de la Oposición pareció abrir la oportunidad de por fin experimentar un cambio político sustantivo, pacífico y ordenado (Es verdad que en 1911 Francisco I. Madero fue electo al cargo más alto de la República, pero para entonces él ya no estaba en la oposición sino que era el líder de un poder revolucionario triunfante y no tenía oposición sustantiva). En consecuencia, también pareció dable esperar transformaciones en todos aquellos campos donde la política podía actuar como la gran variable independiente –en ciertos aspectos de la estructura social, de la economía, de la impartición de justicia, de la cultura. Al final de cuentas, la gran promesa del cambio no logró siquiera sobrevivir el tránsito del discurso a la realidad.
Hace un año, en 2006, pero en una atmósfera ya muy diferente, cargada de animadversión, desconfianza y encono, se volvió a entreabrir la posibilidad de una transformación profunda por la vía de la alternancia entre derecha e izquierda, la alternancia frustrada desde 1988 por el fraude. Sin embargo, esa vez la posibilidad duró menos que en 2000 y el cambio se convirtió en continuidad, pero no como resultado de una contienda leal sino como producto de una serie de manipulaciones donde intervino la Presidencia, los medios de comunicación, la vieja estructura corporativa del PRI –el SNTE- y las organizaciones empresariales. México, como cualquier otra sociedad u organismo vivo, siempre está cambiando. Sin embargo, desde hace más de medio siglo su transformación ha sido más el resultado de la acción del tiempo, de la inercia, de procesos tecnológicos, económicos, sociales o demográficos, básicamente impersonales y bastante ajenos de la voluntad y de la acción deliberada y positiva de los agentes políticos.
En el año 2000, un partido autoritario –el PRI- tuvo que dejar el control del Poder Ejecutivo a otro de carácter conservador pero supuestamente democrático –el PAN. Siete años más tarde la euforia inicial, la ilusión de una nueva dinámica en la vida pública se ha disipado. Es más, la atmósfera política no ha vuelto a ser la anterior de 2000 sino que se ha enrarecido. La derecha se ha ensoberbecido, el dinosaurio priista ha vuelto por sus fueros sin haber cambiado y la izquierda está convencida que el proyecto de quienes hoy controlan el poder no es otro que impedir que alguna vez la izquierda llegue a asumir la responsabilidad de conducir la nave de la política mexicana. Un Indicador tan Terrible como Revelador. Ante la ausencia de voluntad política de quienes hoy controlan el poder en México para interferir con la inercia, las fuerzas que de manera incesante empujan al mantenimiento y a la profundización de la desigualdad social mexicana siguen su incesante labor de mantener al país con un perfil no muy diferente del que tenía en la época colonial. Y esta afirmación no es una exageración sino que tiene una base empírica espectacular: la acumulación de riqueza en manos de una sola familia.
Para documentar el calificativo de colonial de la estructura de la distribución del ingreso en el México actual, he echado mano de los datos contenidos en una ponencia que acaban de elaborar dos colegas de El Colegio de México: el doctor Gustavo Garza y la maestra María Eugenia Terrones, titulada “Condiciones generales de la producción en la Ciudad de México a fines del siglo XVIII”. Y es que al final de en ese tercer siglo de la vida colonial mexicana, el hombre con la mayor riqueza en Nueva España era un minero, el Conde de Valenciana, cuya fortuna en 1791 se calculó en cuatro millones de pesos oro. Ese capital y según las cifras de la época, representó el equivalente al 2% del Producto Interno Bruto (PIB) de la entonces muy próspera Nueva España, calculado en 197 millones de pesos. Pues bien, el equivalente al Conde de Valenciana en el México actual es el ingeniero Carlos Slim Helú. El valor total de su fortuna se calculó en 2006 en 49 mil millones de dólares, es decir, el equivalente al 5.8% del PIB de un México que, en términos relativos, ya no es tan próspero como en el final de la época colonial. En realidad, el cálculo de Garza y Terrones ya es obsoleto, la velocidad de acumulación de Slim es sorprendente y hace unos días The New York Times (28 de junio) sugiere que posiblemente en este momento el multimillonario mexicano ya fuese el hombre más rico del mundo. Si el nuevo cálculo de 67.8 mil millones de dólares es correcto, entonces su fortuna ronda el 9% del PIB de México: ¡una concentración más cuatro veces superior a la superior de la época colonial!
Francamente dice mucho –volúmenes- sobre la naturaleza de la estructura económica, social y sobre todo política de México, el que teniendo nuestro país una economía que es apenas una quinceava parte de la norteamericana, haya en una concentración superior a cualquiera de las que hoy existen en Estados Unidos, un país donde las políticas neoliberales han superado el desequilibrio social que las políticas del New Deal de Franklin D. Roosevelt y sus sucesores habían logrado revertir. Según cifras de 2003 el 20% más afortunado de los norteamericanos recibió el 49.8% del ingreso disponible en tanto que el 20% más pobre se las tuvo que arreglar con apenas el 3.4%. Acudiendo a la misma fuente -Británica Book of the Year, 2005-, en nuestro país esa distribución es notablemente más inequitativa que la de Norteamérica: aquí el 20% superior dispone del 62.3% del ingreso en tanto que el 20% inferior recibe apenas el 1.9%. Y para añadir un elemento más al asombro, resulta que la acumulación de capital lograda por el ingeniero Slim tuvo lugar en un periodo en que el Producto Interno per cápita mexicano creció, en el mejor de los casos, a un raquítico 1% anual en promedio en tanto que, de ser ciertas las cifras publicadas, la del hombre más rico de México aumentó 38% en el último año.
Causas y Soluciones. El Gobierno de Felipe Calderón está haciendo todos los amarres posibles con la dirigencia priista para lograr su apoyo a lo que se llama “reforma fiscal”, pero que, por sus alcances, realmente es algo más modesto: busca apenas que la muy pobre recaudación fiscal mexicana pase del actual 9% o 11% del PIB (los cálculos de los expertos varían, pero en todo caso el porcentaje es de los más bajos entre países como el nuestro) suba apenas un 3%. A esa velocidad, tomará a México varios sexenios el contar con los recursos públicos para hacer frente a los efectos de la desigualdad. Para numerosos observadores y académicos una de las medidas que debe tomarse en México y con urgencia para dinamizar su economía y contar con mayores recursos para atacar pobreza y las causas de la desigualdad, es poner fin a los grandes monopolios que hoy dominan la actividad productiva. Pero resulta que es precisamente en la estructura monopólica de la economía mexicana donde están las raíces de algunas de las grandes fortunas mexicanas registradas por la revista especializada Forbes.
Para enderezar nuestra muy torcida estructura social, fuente de una buena cantidad de problemas de justicia sustantiva en México, se necesita, en primer lugar voluntad política. En segundo lugar, esa voluntad, de existir, debería estar apoyada e impulsada por una democracia real y vigorosa, lejana de compromisos con los poderes fácticos y eso es justamente lo que hoy no existe.
Nota. Es una pérdida para la vida cívica mexicana la desaparición de “Radio Monitor”, una muy buena opción informativa y de análisis de nuestra realidad. Sin embargo, mucho más grave es el que, como aseguró José Gutiérrez Vivo -creador y alma de esa empresa- haya desaparecido como resultado de presiones políticas sobre los anunciantes.
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