AGENDA CIUDADANA
La coyuntura y la relación con Estados Unidos
Lorenzo Meyer
8 Ene. 09
México podría, si hubiera voluntad e inteligencia, redefinir su relación con Estados Unidos y el mundo.
Un punto de inflexión
En su número especial de fin de año, la revista británica The Economist publicó varios ensayos en torno al futuro inmediato. Entre los escritos aparece uno de Henry Kissinger, antiguo secretario de Estado norteamericano. Se trata de un ejercicio de humildad, aunque relativa, pues en él Estados Unidos sigue siendo "la nación esencial" para cualquier reconstrucción del orden internacional. Lo interesante del artículo no es sólo la idea de que ha fallado un orden impuesto por Estados Unidos sino que, de cara al futuro, ese país deberá "reducir sus horizontes", dejar de actuar como tutor del mundo y negociar con otros las características del porvenir, pues cualquier nuevo sistema internacional sólo será viable si todos sus miembros se consideran participantes en el proceso de su construcción y preservación.
Un cambio de enfoque sobre el papel de la mayor potencia mundial abre posibilidades al resto de los países, incluido México, pues en principio se trata de un juego suma cero, es decir, que los espacios de poder que pierda Estados Unidos los pueden y deben ganar otros, y entre ellos el nuestro. Ahora bien, en la política del poder cada actor debe de poner en juego su voluntad, inteligencia y recursos para aprovechar sus oportunidades. Y en el caso mexicano está por verse si hay voluntad e inteligencia y qué tantos recursos propios quedan.
El punto de partida
Para comprender el alcance de la recién adquirida modestia norteamericana hay que tomar en cuenta el punto de partida.
En la práctica, toda política tiene contradicciones y éstas son particularmente evidentes en las acciones de las grandes potencias, especialmente cuando pretenden que sus acciones se entiendan como inspiradas en elementos éticos y no en el egoísmo nacional. Sin embargo, y como la de cualquier potencia imperial, la acción norteamericana en el exterior se ha guiado por el realismo político, es decir, ha sido una política del poder aunque no haya sido proclamada así por sus autores. Washington siempre ha justificado su actuar en el mundo no como una búsqueda exclusiva de su interés nacional sino como la promoción de los valores de su ideología: libertad, individualismo, democracia y capitalismo.
Hace más de medio siglo Louis Hartz, un gran explorador de la ideología liberal norteamericana, señaló en The Liberal Tradition in America (1955, pp. 58, 286-290) que una de las características de la ideología dominante en la relación de Estados Unidos con el resto del mundo -él la llamó "americanismo"- es su polaridad: el aislacionismo por un lado y el mesianismo en el otro. El primero busca alejarse de todo lo que le es extraño y el otro busca transformar lo extraño en algo familiar, pues simplemente no puede convivir con lo que le es extraño. Y esa tendencia mesiánica ha sido interpretada como una misión histórica -como una cruzada o un imperialismo mesiánico, otro término de Hartz- para hacer acceder al resto de la humanidad a un orden moral "superior" basado en el "absolutismo americano", es decir, uno basado en normas morales que se consideran evidentes y que han hecho que Estados Unidos se considere a sí mismo como la "Ciudad en la montaña" (City Upon a Hill) de la que habló en 1630 el predicador puritano John Winthrop: un ejemplo de caridad cristiana para el mundo.
La contradicción entre la política del poder -propia de toda gran potencia- y los principios ideológicos del "americanismo" se empezó a desplegar justamente en América Latina, particularmente a los países geográficamente más cercanos: México, Centroamérica y El Caribe, aunque también se debe añadir a otra vieja colonia española: Filipinas. Con el sorprendente crecimiento del poder norteamericano en el siglo XX -el "American Century"-, la contradicción se extendió al resto del mundo -sólo así se explica la posición de Woodrow Wilson al final de la Primera Guerra Mundial. Cuando al final de la Segunda Guerra se inició la "Guerra Fría", se multiplicaron las dificultades norteamericanas por conciliar una política global de poder con sus principios ideológicos.
Fue con la "Guerra Fría" cuando el papel del "factor norteamericano" en el proceso político latinoamericano implicó alentar o tolerar dictaduras, violencia extrema y una oposición cerrada a cualquier cambio que abriera posibilidades a quien no fuera anticomunista declarado, como fueron los casos de Arbenz en Guatemala, de Castro en la Cuba anterior a su viraje al socialismo, de Juan Bosch en Dominicana, de Allende en Chile, de los sandinistas en Nicaragua. También implicó para la región una pérdida del tiempo histórico del cambio.
Al concluir el choque URSS-USA sin una hecatombe nuclear y con el indiscutible triunfo norteamericano, Estados Unidos quedó como la única superpotencia. Su ala neoconservadora consideró que finalmente había llegado, con un "nuevo siglo americano", el momento de remodelar el mundo a su imagen y semejanza. Nadie expresó este sentimiento de triunfo mejor que Francis Fukuyama: la historia como lucha entre ideologías había terminado y la humanidad entraba a una nueva etapa dominada enteramente por los valores norteamericanos convertidos en universales (El fin de la historia y el último hombre, 1992). Era una visión no muy diferente del optimismo marxista, sólo que en esta versión el triunfo final correspondía al capitalismo y no al comunismo.
El aparente triunfo global del americanismo implicó, entre otras cosas, un desinterés de Washington por tutelar en los procesos políticos internos de América Latina. Se mantuvo el bloqueo a Cuba pero no hubo ya un intento serio por derrocar a Chávez en Venezuela o impedir el ascenso al poder de Morales en Bolivia, de Correa en Ecuador o el retorno al poder del sandinismo en Nicaragua. Para Estados Unidos lo importante era entenderse con China, mantener rodeada a Rusia y, sobre todo, remodelar una de las áreas más problemáticas del globo: el Medio Oriente y, en el proceso, responder al desafío del Islam milenarista (Al Qaeda) dentro del marco del "choque de civilizaciones". De ahí las invasiones a Iraq y Afganistán y el campo de concentración en Guantánamo.
La crisis y sus efectos
Pero como ahora reconoce Kissinger, el gran plan tenía pies de barro: la economía norteamericana y la global no soportaron el peso del supuesto "nuevo siglo norteamericano". Los indicadores así lo demuestran: la crisis hipotecaria norteamericana inició una crisis financiera global y Estados Unidos entró en recesión (crecimiento negativo de 0.2 por ciento), su déficit fiscal es ya equivalente al 7 por ciento de su PIB y pronto llegará al millón de millones de dólares mientras la deuda de sus hogares equivale al ¡123 por ciento del PIB! El nuevo gobierno norteamericano está obligado a centrar su esfuerzo en la reactivación económica y por tanto tendría que salir lo más pronto de Iraq y reconsiderar su presencia en Afganistán, esa vieja tumba de sueños imperiales.
La oportunidad
Cada vez que en el pasado Estados Unidos entró en problemas, los márgenes de independencia de México crecieron. Así, la elaboración y puesta en marcha de la Constitución de 1917 no se explica del todo si no se toma en cuenta la Primera Guerra Mundial; el éxito de la expropiación petrolera en 1938 no se comprende sin la aceptación de Washington del principio de no intervención en América Latina como resultado de su necesidad de contar con el apoyo de la región ante la guerra que se avecinaba. El arreglo de la deuda, de las reclamaciones y del pago por la expropiación petrolera en términos muy razonables sólo se entiende por la necesidad norteamericana de sostener la alianza con México durante la Segunda Guerra.
Sin embargo, en la coyuntura actual todo indica que será Brasil el país latinoamericano que más aproveche las posibilidades del nuevo esquema internacional para ampliar sus márgenes de soberanía y desarrollarse con una gran independencia política y económica de Estados Unidos. México podría aprovechar la oportunidad para seguir un camino similar, pero es poco probable que lo haga. A diferencia de Brasil, en México falta el liderazgo presidencial, la clase política está profundamente dividida, las instituciones son incapaces de sobreponerse a retos como el del crimen organizado, la economía está más ligada que nunca a la norteamericana que la contagia con sus problemas y, sobre todo, no hay un proyecto nacional creíble.
En suma, la oportunidad existe pero hasta el momento no hay indicios de que México vuelva a ser puntero en el aprovechamiento que el momento internacional brinda a América Latina para expandir su soberanía y abrir un capítulo nuevo y positivo de su política internacional.
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