Juan Villoro
18 Dic. 09
Nuestro futuro será subterráneo o no será. De acuerdo con la leyenda, la Ciudad de México fue fundada por una tribu proveniente de Chicomostoc, Lugar de las Siete Cuevas. Desde entonces, hemos tenido un compromiso muy especial con las excavaciones.
La ciudadela flotante de Tenochtitlan fue enterrada para sobreponerle calles coloniales. Luego, los edificios de tezontle fueron derruidos y sus piedras se usaron en toda clase de fantasías arquitectónicas. Hoy en día, la capital es un palimpsesto que siempre tiene algo abajo. Si escarbamos lo suficiente, aparece la única señal confiable para el tráfico: una flecha de obsidiana.
No es casual que la más reciente aparición de la Virgen de Guadalupe haya ocurrido bajo tierra, en la estación Hidalgo del Metro (una vez más, la Patrona se asoció con el prócer que enarboló su efigie en 1810). Con asombrosa nitidez, una filtración de agua dibujó el contorno de la guadalupana en la confluencia de las líneas 2 y 3. De inmediato fue venerada por los cinco millones de metronautas que a diario recorren el subsuelo.
En su desaforado crecimiento, la Ciudad de México eliminó el lago, entubó los ríos y nubló el cielo. La mayoría de las ciudades son definidas por la naturaleza; se alzan junto a una colina, el mar, la desembocadura de un río. Nosotros carecemos de un contorno visible. El agua y aun el cielo han sido sepultados. Tal vez por eso, la sede del poder alude a un intangible oasis: Los Pinos. En cambio, nuestro bosque más próximo lleva un nombre que lo niega: Desierto de los Leones.
Territorio de mixtificaciones, la Ciudad de México confunde sus tiempos y se apropia del espacio hasta convertirlo en una abstracción. Pero nada frena su dinámica. Chilangópolis existe para cumplir una lógica: el crecimiento. Mientras exista, será cada vez más grande.
Un rumor de fondo acompaña estas páginas. Mientras escribo, se abre la tierra. Aunque la película Avatar propone otros inventos de temporada, desde hace días sólo pienso en el monstruo mecánico que definirá nuestra vida durante los próximos 16 meses: la tuneladora.
El nombre del aparato me parece fabuloso. Tiene algo casero, de electrodoméstico que sirve para una trituración precisa: "Me da una tuneladora para abrirme paso". Al mismo tiempo, su empleo es tan restringido como el de un reactor nuclear. Tal vez en el futuro sea posible tener tuneladoras personales; por ahora, ese artilugio se hunde como un secreto de Estado.
Ninguna obra pública parece más necesaria que una línea del Metro de 20 kilómetros. Se trata de algo formidable que sin embargo requiere de una paciencia no muy abundante en una ciudad donde no sólo se desplazan franciscanos.
Hace poco una amiga me leyó el I Ching y pude entrar en contacto con la significativa vaguedad de Oriente: el futuro iba a ser alegre en la superficie, pero algo giraría con intensidad en las profundidades. Yo debía asociar esto con mis lunas, mis brújulas y mis garzas de chino profundo. Sólo pude pensar en la tuneladora. El Libro de las Adivinaciones me pareció una profética Guía Roji. Acepté la superficialidad alegre, a costa de resistir el estertor profundo.
Nací en Mixcoac, Lugar de las Serpientes. La primera avenida que conocí fue Félix Cuevas. Por ahí se llegaba al mundo, pero sobre todo a la peluquería. En ese local estrecho descubrí el agua de colonia y escuché simposios sobre la supremacía de la tijera. El dueño odiaba el corte a navaja, que entonces se imponía como una dudosa novedad. Era incapaz de hablar sin triscar el aire con sus tijeras, con ritmo nervioso y elocuente. Fue el sabio de mi infancia; tenía razón en todo, y ahí estaban sus trofeos para demostrarlo. El único adorno del negocio era una vitrina con copas doradas. El peluquero había sido campeón de ciclismo, actividad que obliga a guardar silencio durante horas mientras se pedalea con frenesí. Por eso, al bajar de la bicicleta, los grandes ciclistas hablan con el impulso de quien va en picada.
Los peluqueros dominan la conversación sedentaria. El que se hacía cargo de mi nuca, tenía además el prestigio del nómada veloz. Tal vez sus argumentos hubieran sido menos convincentes en caso de no agitar sus tijeras, pero nunca lo oímos hablar sin ellas.
Hace mucho que la peluquería desa- pareció de Félix Cuevas, rebautizada como el cabalístico Eje 7, la calle donde se hunde la tuneladora, revolviendo la tierra y el recuerdo.
Habitar la Ciudad de México significa adiestrar memorias, impedir que se extingan, dotar de sentido a lo que cambia y se aniquila y encuentra el modo de reconstruirse sin ser reconocible.
Me parece un hallazgo que la nueva línea del Metro lleve el color dorado, no porque las excavaciones busquen un metal precioso, sino porque en esa calle trabajaba un hombre que tuvo que subir montañas para recibir trofeos dorados.
Las cosmogonías prehispánicas comienzan con una cueva del origen. Nuestra incierta modernidad les rinde tributo agitando el tiempo bajo tierra.
La tuneladora inmoviliza el presente, abre el futuro, avanza hacia el pasado.
kikka-roja.blogspot.com/
La ciudadela flotante de Tenochtitlan fue enterrada para sobreponerle calles coloniales. Luego, los edificios de tezontle fueron derruidos y sus piedras se usaron en toda clase de fantasías arquitectónicas. Hoy en día, la capital es un palimpsesto que siempre tiene algo abajo. Si escarbamos lo suficiente, aparece la única señal confiable para el tráfico: una flecha de obsidiana.
No es casual que la más reciente aparición de la Virgen de Guadalupe haya ocurrido bajo tierra, en la estación Hidalgo del Metro (una vez más, la Patrona se asoció con el prócer que enarboló su efigie en 1810). Con asombrosa nitidez, una filtración de agua dibujó el contorno de la guadalupana en la confluencia de las líneas 2 y 3. De inmediato fue venerada por los cinco millones de metronautas que a diario recorren el subsuelo.
En su desaforado crecimiento, la Ciudad de México eliminó el lago, entubó los ríos y nubló el cielo. La mayoría de las ciudades son definidas por la naturaleza; se alzan junto a una colina, el mar, la desembocadura de un río. Nosotros carecemos de un contorno visible. El agua y aun el cielo han sido sepultados. Tal vez por eso, la sede del poder alude a un intangible oasis: Los Pinos. En cambio, nuestro bosque más próximo lleva un nombre que lo niega: Desierto de los Leones.
Territorio de mixtificaciones, la Ciudad de México confunde sus tiempos y se apropia del espacio hasta convertirlo en una abstracción. Pero nada frena su dinámica. Chilangópolis existe para cumplir una lógica: el crecimiento. Mientras exista, será cada vez más grande.
Un rumor de fondo acompaña estas páginas. Mientras escribo, se abre la tierra. Aunque la película Avatar propone otros inventos de temporada, desde hace días sólo pienso en el monstruo mecánico que definirá nuestra vida durante los próximos 16 meses: la tuneladora.
El nombre del aparato me parece fabuloso. Tiene algo casero, de electrodoméstico que sirve para una trituración precisa: "Me da una tuneladora para abrirme paso". Al mismo tiempo, su empleo es tan restringido como el de un reactor nuclear. Tal vez en el futuro sea posible tener tuneladoras personales; por ahora, ese artilugio se hunde como un secreto de Estado.
Ninguna obra pública parece más necesaria que una línea del Metro de 20 kilómetros. Se trata de algo formidable que sin embargo requiere de una paciencia no muy abundante en una ciudad donde no sólo se desplazan franciscanos.
Hace poco una amiga me leyó el I Ching y pude entrar en contacto con la significativa vaguedad de Oriente: el futuro iba a ser alegre en la superficie, pero algo giraría con intensidad en las profundidades. Yo debía asociar esto con mis lunas, mis brújulas y mis garzas de chino profundo. Sólo pude pensar en la tuneladora. El Libro de las Adivinaciones me pareció una profética Guía Roji. Acepté la superficialidad alegre, a costa de resistir el estertor profundo.
Nací en Mixcoac, Lugar de las Serpientes. La primera avenida que conocí fue Félix Cuevas. Por ahí se llegaba al mundo, pero sobre todo a la peluquería. En ese local estrecho descubrí el agua de colonia y escuché simposios sobre la supremacía de la tijera. El dueño odiaba el corte a navaja, que entonces se imponía como una dudosa novedad. Era incapaz de hablar sin triscar el aire con sus tijeras, con ritmo nervioso y elocuente. Fue el sabio de mi infancia; tenía razón en todo, y ahí estaban sus trofeos para demostrarlo. El único adorno del negocio era una vitrina con copas doradas. El peluquero había sido campeón de ciclismo, actividad que obliga a guardar silencio durante horas mientras se pedalea con frenesí. Por eso, al bajar de la bicicleta, los grandes ciclistas hablan con el impulso de quien va en picada.
Los peluqueros dominan la conversación sedentaria. El que se hacía cargo de mi nuca, tenía además el prestigio del nómada veloz. Tal vez sus argumentos hubieran sido menos convincentes en caso de no agitar sus tijeras, pero nunca lo oímos hablar sin ellas.
Hace mucho que la peluquería desa- pareció de Félix Cuevas, rebautizada como el cabalístico Eje 7, la calle donde se hunde la tuneladora, revolviendo la tierra y el recuerdo.
Habitar la Ciudad de México significa adiestrar memorias, impedir que se extingan, dotar de sentido a lo que cambia y se aniquila y encuentra el modo de reconstruirse sin ser reconocible.
Me parece un hallazgo que la nueva línea del Metro lleve el color dorado, no porque las excavaciones busquen un metal precioso, sino porque en esa calle trabajaba un hombre que tuvo que subir montañas para recibir trofeos dorados.
Las cosmogonías prehispánicas comienzan con una cueva del origen. Nuestra incierta modernidad les rinde tributo agitando el tiempo bajo tierra.
La tuneladora inmoviliza el presente, abre el futuro, avanza hacia el pasado.