Horizonte político José A. Crespo El papel político de los medios Se ha reabierto el debate sobre a la libertad de expresión, a partir de al menos tres eventos: los amparos interpuestos contra la reforma electoral por varios grupos que la consideran atentatoria contra la libertad de expresión, la salida del aire de la conductora Carmen Aristegui, y las expectativas generadas en torno a la nueva ley de medios de comunicación. Un debate que obliga a replantearnos, o a recordar, al menos, cuál se supone que es la función de los medios de comunicación en una democracia más o menos eficaz (a la que aspiramos). Se parte de dos premisas generalmente aceptadas: el gran poder de los medios de comunicación para formar opinión pública (con efectos políticos palpables) y la inquietud que a los poderosos provoca la divulgación de información que preferirían mantener en secreto. Esquematizando las cosas, los medios pueden cumplir dos funciones políticas antagónicas. A) legitimar al gobierno (y a otros actores políticos), magnificando sus logros y disimulando o callando sus fallas y actos ilícitos. B) Denunciando, y a veces incluso investigando, los posibles abusos de poder —de cualquier tipo y origen— por parte de quien lo detenta. El primero es funcional al autoritarismo, el segundo, a la democracia. Estos modelos casi nunca se dan de manera pura, pero en cada país y momento histórico cabe la pregunta sobre cuál de los dos modelos predomina en la estructura mediática y comunicativa. En relación con el modelo autoritario, el cardenal Wolsey, brazo derecho de Enrique VIII durante varios años, le recomendaba: “Debemos destruir a la prensa o la prensa nos destruirá a nosotros”. Y Napoleón consideraba que “la prensa debe estar en manos del gobierno (pues) abandonarla a sí misma, es dormir junto a un gran peligro, porque ‘tres diarios adversos son más temibles que mil bayonetas’”. Con respecto al modelo democrático, lord Northcliffe, propietario del Times de Londres, definía una noticia como “aquello que alguien, en alguna parte, quiere ocultar”. Y John Delane, uno de los promotores modernos de la libertad de expresión, resumía de la siguiente manera la relación democrática entre medios y gobierno: “El deber del periodista es presentar a los lectores, no lo que los estadistas desearan que se conociese, sino la verdad hasta donde sea posible alcanzarla”. La pregunta clave es y ha sido desde hace mucho: ¿bajo qué condiciones es más probable que prevalezca un modelo sobre otro? El ejercicio democrático de los medios y los comunicadores no depende exclusiva y ni siquiera primordialmente de su compromiso con la democracia, la libertad de expresión, el derecho a la información, como suele creerse. Y es que, en circunstancias desfavorables, la práctica de dichos valores desde los medios puede implicar un elevado costo profesional y hasta personal, pues suele generar la animadversión de los poderosos y atraer eventuales venganzas, censuras y hasta riesgos físicos. En esas mismas condiciones, es más fácil y rentable ponerse al servicio de los poderosos, lo que además de suponer pocos riesgos, suele ser recompensado con buenos ingresos, seguridad profesional e incluso un monto no pequeño de poder derivado de la alianza con quienes lo detentan. El costo de esto es la pérdida de credibilidad, pero es poca cosa frente a todo lo que se puede obtener. Por eso, cuando prevalecen condiciones más bien autoritarias, quienes optan por lo primero suelen ser la excepción, más que la norma. Así pues, la funcionalidad democrática de los medios depende de condiciones políticas e institucionales que generen incentivos para desplegar la crítica, la denuncia y la vigilancia sobre los poderosos, de modo que la mayoría de periodistas y comunicadores tengan más propensión a comportarse de esa manera (así sea más por conveniencia personal que debido a un compromiso personal con la democracia y la libertad de expresión). En tales condiciones, la crítica no sólo no resulta peligrosa, sino puede ser recompensada con prestigio y credibilidad, los cuales a su vez ayudan a obtener mejores posiciones e ingresos dentro del ramo. En cambio, la simulación, la adulación a los poderosos y su encubrimiento suelen ser castigados justo con el desprestigio público y la pérdida de credibilidad (que se traducen en poca demanda en ese mercado). En otras palabras, salvo excepciones, el comportamiento del aparato mediático depende más de las condiciones institucionales y políticas vigentes que del talante moral y el compromiso personal de los comunicadores (lo cual no significa que eso no importe en absoluto). Desde luego, generar las condiciones donde la denuncia (fundada, documentada, racional) no sea castigada, sino recompensada, resulta sumamente difícil, pues implica que los poderosos tendrán que aceptar, así sea a regañadientes, dichas prácticas y mejor cuidarse de no incurrir en abusos (o al menos no al grado en que sean fácilmente descubiertos). Y eso porque, como escribía Alexis de Tocqueville, “En un país donde rige ostensiblemente el dogma de la soberanía del pueblo, la censura no es solamente un peligro (para el censor), sino un absurdo inmenso”. Su rango de discrecionalidad para afectar a sus críticos se reduce e incluso implica costos políticos no menores. Pero dichas condiciones no se dan por sí mismas. Su construcción y consolidación exigen un gran esfuerzo (por eso, históricamente ha prevalecido durante mucho más tiempo el modelo autoritario que el democrático). Desde luego, en las últimas dos décadas, muchos hemos caminado del primer modelo hacia el segundo, pero falta mucho por andar. El problema es que, cuando la mayoría de los medios (o los más influyentes) están instalados básicamente en el primer modelo, se convierten ellos mismos en un formidable obstáculo para avanzar hacia el segundo. |
Kikka Roja