Guerrilla
Lorenzo MeyerAGENDA CIUDADANA
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Punto de Partida. La política es comúnmente conflicto de intereses, pugna por acceso a bienes escasos. Lo deseable, por tanto, es que esa lucha tenga límites, pues de lo contrario se transforma en lo que Laura Castellanos recrea en México Armado, 1943-1981, (México: Era, 2007): en confrontación desnuda, sin límites.
Aquí y ahora vale la pena reflexionar sobre el tema. Hoy la violencia que ocupa las ocho columnas es básicamente resultado del choque entre las fuerzas del Estado y el crimen organizado, pero no hace mucho el centro de atención fue la violencia de origen político y ésa no puede darse por superada. En efecto, lo ocurrido en Oaxaca en 2006 es un capítulo aún no cerrado. Además, entre julio y septiembre del año pasado, el Ejército Popular Revolucionario (EPR) -heredero del PROCUP-PDLP-, voló varios gasoductos de Pemex y anunció que seguiría con sus operaciones en tanto el Gobierno no presentara con vida a dos de sus dirigentes –Edmundo Reyes y Gabriel Alberto Cruz Sánchez- supuestamente capturados por las autoridades. Finalmente, en Chiapas, sigue movilizado el Ejército Zapatista de Liberación Nacional –surgido del FLN, creado hace ya casi cuarenta años.
Indicador. Mucha violencia ha pasado bajo el puente de la historia mexicana desde aquella época inicial en que la ausencia de instituciones propició que las armas tuvieran la última palabra en lo relativo al poder. Sin embargo, y desafortunadamente, esa política de las armas no es historia superada. La persistencia de una oposición política armada en México se ha calificado de anacrónica, contraproducente, ineficaz o simplemente criminal. Sin embargo, y en todo caso, el fenómeno es un indicador de fallas reales en nuestro régimen político.
Historia Viva. Tras la conclusión de “la segunda Cristiada” a mediados de los 1930, el grueso de la oposición política desechó la posibilidad de volver a enfrentar de manera directa y violenta a un régimen que cada vez se mostraba más sólido. El almazanismo en 1940 y el henriquismo en 1952, casi echaron manos de las armas en respuesta al fraude electoral, pero finalmente sus dirigentes desistieron del empeño. Sin embargo, y aunque marginal, la opción armada no desapareció.
En México Armado, Castellanos nos ofrece una historia y una explicación de los movimientos y de los personajes que optaron por enfrentar violentamente al autoritarismo posrevolucionario mexicano. En un epílogo, Alejandro Jiménez Martín del Campo examina el fenómeno hasta 2006, pero esa historia aún no acaba, desafortunadamente.
No es difícil entender la presencia de guerrillas en épocas en que la institucionalidad era débil o inexistente, como fue el caso durante una buena parte del siglo XIX o en el México posterior al estallido revolucionario de 1910. Lo que ya resulta más complicado de explicar, es la persistencia de la guerrilla a partir de los años 40 del siglo pasado, justamente la que aborda la obra en cuestión. En efecto, para esa época los dirigentes del país y el mundo externo, consideraban al sistema político mexicano como un modelo de estabilidad e institucionalidad, con amplias bases sociales y un proceso de desarrollo económico relativamente exitoso, por lo menos hasta 1982.
La Ausencia de Democracia. La explicación de la oposición armada que nos presenta México armado, 1943-1981, se vuelve comprensible cuando se admite que el supuesto carácter democrático del régimen no fue tal. El México posrevolucionario fue, en realidad, uno de los autoritarismos más prolongados del siglo XX. Es verdad que el PRI, un gran partido de Estado, generalmente prefirió la cooptación a la represión, pues tenía múltiples canales para recoger las demandas de todos los sectores sociales y también una Presidencia sin contrapesos, que podía actuar y movilizar recursos materiales y políticos a voluntad.
Sin embargo, esa capacidad nunca suplió la ausencia de un Estado de Derecho, la imposibilidad, salvo para el presidente, de llamar a cuentas a los responsables políticos o limitar a los poderes fácticos. El México autoritario combinó una relativa estabilidad y amplia base social con una gran arbitrariedad y corrupción. Es ahí donde se encuentran las raíces y las razones de la guerrilla mexicana moderna, de sus fracasos, éxitos indirectos y también de su persistencia.
Castellanos hizo un notable trabajo de periodismo histórico: se sumergió en las fuentes publicadas disponibles, se puso en contacto con sobrevivientes o personas cercanas a los actores y tomó partido por esa minoría de activistas que en nombre de sus valores políticos, de una ética, se jugaron el todo por el todo frente a una estructura de poder que les rebasaba y con mucho en su capacidad de violencia. La violencia oficial no tuvo más límites que los que el propio Estado se impuso, pues la constitución, los tribunales, el Legislativo o los medios de información, sirvieron de poco. De todas formas, la autora registra el valor del esfuerzo de una minoría de la sociedad civil por exigir respeto a los derechos humanos. Es ahí donde la figura de la hoy senadora, Rosario Ibarra, adquiere su grandeza: cuando a una madre se le ve de cara a su contraparte: el complejo
político-mediático-represivo del Estado mexicano.
Lo Rural y lo Urbano. En el origen histórico de esta violencia contemporánea está la guerrilla rural y el sector social más desprotegido: el campesino. En realidad, la acción armada encabezada por Rubén Jaramillo ya había dejado de operar cuando agentes federales y locales de Morelos lo asesinaron a él y a toda su familia en mayo de 1962. Lo que sigue son las guerrillas de Chihuahua en 1965 y luego las de Guerrero, encabezadas por Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, que para mediados de los setenta estaban acabadas, o casi, a un enorme costo para quienes les apoyaron o simplemente se encontraron en las regiones que fueron el teatro de operaciones.
Del México campesino, el relato pasa al escenario urbano –Ciudad de México, Monterrey, Guadalajara, Chihuahua, Culiacán-, teniendo como trasfondo el impacto ideológico de la Revolución Cubana combinado con el clímax del autoritarismo: la represión del movimiento estudiantil de 1968. Aparecen entonces decenas de grupos, desde el Movimiento de Acción Revolucionaria, o “Los Enfermos” de Sinaloa, hasta la Liga Comunista 23 de Septiembre y otras más. Si en el origen están líderes campesinos y profesores rurales, en la lucha urbana sobresalen los jóvenes de clase media y universitarios, aunque no exclusivamente.
Del examen de las guerrillas -sus raíces y razones, sus componentes y sus acciones-, Castellanos pone el acento en la represión: en los métodos de la “guerra sucia” –la tortura, las cárceles clandestinas, las desapariciones-, donde la llamada “Brigada Blanca” es el símbolo de un Estado que no da cuenta a nadie de sus actos cuando de exterminar al enemigo se trata. Si alguien quiere una prueba de la ausencia del Estado de Derecho en el México contemporáneo, aquí tiene la más contundente. También está en el relato el otro lado de la moneda: los secuestros y, sobre todo, los “ajusticiamientos” llevados a cabo por la guerrilla, que difícilmente pueden justificarse en nombre de los fines que decía perseguir.
Para finales de los 1980 el régimen casi acabó con quienes le presentaron resistencia armada. Sin embargo, hay que subrayar el casi pues, en 1994, reapareció la guerrilla campesina de manera espectacular en Chiapas –el EZLN- y dos años y medio más tarde el EPR. Y aquí surge una pregunta obligada: ¿la guerrilla actual es una reminiscencia sin sentido o sigue siendo un indicador de la persistencia de fallas profundas a pesar del supuesto cambio de régimen?
A Tomar en Cuenta. Una de las conclusiones a las que se llega al cerrar el libro de Laura Castellanos es que no hay guerrilla sin un agravio previo. Y que ese agravio tiene que ser de gran magnitud y persistencia, pues sólo así se genera y se explica la enorme apuesta que implica el optar por la política de las armas, pues de entrada se sabe que, dada la naturaleza del adversario, el precio a pagar tiene que ser alto en extremo.
Hace tiempo que las dirigencias política, económica y religiosa del país debieron asumir como propia la historia de la oposición violenta y tomar las medidas para solucionar a fondo sus causas: dar forma a un régimen de legitimidad incuestionable, a un Estado de Derecho real y a un compromiso efectivo con la justicia sustantiva y con la solidaridad colectiva. Desafortunadamente, aún estamos lejos de ese punto; es más, ni siquiera pareciera haberse diseñado la ruta para llegar a él.
Aquí y ahora vale la pena reflexionar sobre el tema. Hoy la violencia que ocupa las ocho columnas es básicamente resultado del choque entre las fuerzas del Estado y el crimen organizado, pero no hace mucho el centro de atención fue la violencia de origen político y ésa no puede darse por superada. En efecto, lo ocurrido en Oaxaca en 2006 es un capítulo aún no cerrado. Además, entre julio y septiembre del año pasado, el Ejército Popular Revolucionario (EPR) -heredero del PROCUP-PDLP-, voló varios gasoductos de Pemex y anunció que seguiría con sus operaciones en tanto el Gobierno no presentara con vida a dos de sus dirigentes –Edmundo Reyes y Gabriel Alberto Cruz Sánchez- supuestamente capturados por las autoridades. Finalmente, en Chiapas, sigue movilizado el Ejército Zapatista de Liberación Nacional –surgido del FLN, creado hace ya casi cuarenta años.
Indicador. Mucha violencia ha pasado bajo el puente de la historia mexicana desde aquella época inicial en que la ausencia de instituciones propició que las armas tuvieran la última palabra en lo relativo al poder. Sin embargo, y desafortunadamente, esa política de las armas no es historia superada. La persistencia de una oposición política armada en México se ha calificado de anacrónica, contraproducente, ineficaz o simplemente criminal. Sin embargo, y en todo caso, el fenómeno es un indicador de fallas reales en nuestro régimen político.
Historia Viva. Tras la conclusión de “la segunda Cristiada” a mediados de los 1930, el grueso de la oposición política desechó la posibilidad de volver a enfrentar de manera directa y violenta a un régimen que cada vez se mostraba más sólido. El almazanismo en 1940 y el henriquismo en 1952, casi echaron manos de las armas en respuesta al fraude electoral, pero finalmente sus dirigentes desistieron del empeño. Sin embargo, y aunque marginal, la opción armada no desapareció.
En México Armado, Castellanos nos ofrece una historia y una explicación de los movimientos y de los personajes que optaron por enfrentar violentamente al autoritarismo posrevolucionario mexicano. En un epílogo, Alejandro Jiménez Martín del Campo examina el fenómeno hasta 2006, pero esa historia aún no acaba, desafortunadamente.
No es difícil entender la presencia de guerrillas en épocas en que la institucionalidad era débil o inexistente, como fue el caso durante una buena parte del siglo XIX o en el México posterior al estallido revolucionario de 1910. Lo que ya resulta más complicado de explicar, es la persistencia de la guerrilla a partir de los años 40 del siglo pasado, justamente la que aborda la obra en cuestión. En efecto, para esa época los dirigentes del país y el mundo externo, consideraban al sistema político mexicano como un modelo de estabilidad e institucionalidad, con amplias bases sociales y un proceso de desarrollo económico relativamente exitoso, por lo menos hasta 1982.
La Ausencia de Democracia. La explicación de la oposición armada que nos presenta México armado, 1943-1981, se vuelve comprensible cuando se admite que el supuesto carácter democrático del régimen no fue tal. El México posrevolucionario fue, en realidad, uno de los autoritarismos más prolongados del siglo XX. Es verdad que el PRI, un gran partido de Estado, generalmente prefirió la cooptación a la represión, pues tenía múltiples canales para recoger las demandas de todos los sectores sociales y también una Presidencia sin contrapesos, que podía actuar y movilizar recursos materiales y políticos a voluntad.
Sin embargo, esa capacidad nunca suplió la ausencia de un Estado de Derecho, la imposibilidad, salvo para el presidente, de llamar a cuentas a los responsables políticos o limitar a los poderes fácticos. El México autoritario combinó una relativa estabilidad y amplia base social con una gran arbitrariedad y corrupción. Es ahí donde se encuentran las raíces y las razones de la guerrilla mexicana moderna, de sus fracasos, éxitos indirectos y también de su persistencia.
Castellanos hizo un notable trabajo de periodismo histórico: se sumergió en las fuentes publicadas disponibles, se puso en contacto con sobrevivientes o personas cercanas a los actores y tomó partido por esa minoría de activistas que en nombre de sus valores políticos, de una ética, se jugaron el todo por el todo frente a una estructura de poder que les rebasaba y con mucho en su capacidad de violencia. La violencia oficial no tuvo más límites que los que el propio Estado se impuso, pues la constitución, los tribunales, el Legislativo o los medios de información, sirvieron de poco. De todas formas, la autora registra el valor del esfuerzo de una minoría de la sociedad civil por exigir respeto a los derechos humanos. Es ahí donde la figura de la hoy senadora, Rosario Ibarra, adquiere su grandeza: cuando a una madre se le ve de cara a su contraparte: el complejo
político-mediático-represivo del Estado mexicano.
Lo Rural y lo Urbano. En el origen histórico de esta violencia contemporánea está la guerrilla rural y el sector social más desprotegido: el campesino. En realidad, la acción armada encabezada por Rubén Jaramillo ya había dejado de operar cuando agentes federales y locales de Morelos lo asesinaron a él y a toda su familia en mayo de 1962. Lo que sigue son las guerrillas de Chihuahua en 1965 y luego las de Guerrero, encabezadas por Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, que para mediados de los setenta estaban acabadas, o casi, a un enorme costo para quienes les apoyaron o simplemente se encontraron en las regiones que fueron el teatro de operaciones.
Del México campesino, el relato pasa al escenario urbano –Ciudad de México, Monterrey, Guadalajara, Chihuahua, Culiacán-, teniendo como trasfondo el impacto ideológico de la Revolución Cubana combinado con el clímax del autoritarismo: la represión del movimiento estudiantil de 1968. Aparecen entonces decenas de grupos, desde el Movimiento de Acción Revolucionaria, o “Los Enfermos” de Sinaloa, hasta la Liga Comunista 23 de Septiembre y otras más. Si en el origen están líderes campesinos y profesores rurales, en la lucha urbana sobresalen los jóvenes de clase media y universitarios, aunque no exclusivamente.
Del examen de las guerrillas -sus raíces y razones, sus componentes y sus acciones-, Castellanos pone el acento en la represión: en los métodos de la “guerra sucia” –la tortura, las cárceles clandestinas, las desapariciones-, donde la llamada “Brigada Blanca” es el símbolo de un Estado que no da cuenta a nadie de sus actos cuando de exterminar al enemigo se trata. Si alguien quiere una prueba de la ausencia del Estado de Derecho en el México contemporáneo, aquí tiene la más contundente. También está en el relato el otro lado de la moneda: los secuestros y, sobre todo, los “ajusticiamientos” llevados a cabo por la guerrilla, que difícilmente pueden justificarse en nombre de los fines que decía perseguir.
Para finales de los 1980 el régimen casi acabó con quienes le presentaron resistencia armada. Sin embargo, hay que subrayar el casi pues, en 1994, reapareció la guerrilla campesina de manera espectacular en Chiapas –el EZLN- y dos años y medio más tarde el EPR. Y aquí surge una pregunta obligada: ¿la guerrilla actual es una reminiscencia sin sentido o sigue siendo un indicador de la persistencia de fallas profundas a pesar del supuesto cambio de régimen?
A Tomar en Cuenta. Una de las conclusiones a las que se llega al cerrar el libro de Laura Castellanos es que no hay guerrilla sin un agravio previo. Y que ese agravio tiene que ser de gran magnitud y persistencia, pues sólo así se genera y se explica la enorme apuesta que implica el optar por la política de las armas, pues de entrada se sabe que, dada la naturaleza del adversario, el precio a pagar tiene que ser alto en extremo.
Hace tiempo que las dirigencias política, económica y religiosa del país debieron asumir como propia la historia de la oposición violenta y tomar las medidas para solucionar a fondo sus causas: dar forma a un régimen de legitimidad incuestionable, a un Estado de Derecho real y a un compromiso efectivo con la justicia sustantiva y con la solidaridad colectiva. Desafortunadamente, aún estamos lejos de ese punto; es más, ni siquiera pareciera haberse diseñado la ruta para llegar a él.
Kikka Roja
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