La ruptura en el Partido del Trabajo
Finalmente se consumó la ruptura del Partido del Trabajo (PT). Una parte muy importante de su militancia y de sus dirigentes históricos en Durango abandonaron ese instituto político para incorporarse al Partido de la Revolución Democrática (PRD).
No se fueron solos. El pasado domingo los siguieron destacamentos del estado de México, Zacatecas y Veracruz, así como pequeños núcleos de militantes de entidades como Aguascalientes, Oaxaca, San Luis Potosí y Coahuila.
No es una escisión pequeña. Quienes se van dicen representar 40 por ciento de la membresía. Quienes se quedan aseguran que esa cifra está inflada y que apenas suman 3 por ciento. Pero, más allá de la disputa por el número de disidentes, se trata de una ruptura dolorosa. Sucede a escasos meses de los comicios federales, en el marco de una alianza electoral con Convergencia en la Coalición Salvemos México y de la disolución, para todo fin práctico, del Frente Amplio Progesista (FAP).
El principal vocero de quienes abandonan las filas del PT en Durango es Marcos Cruz. Aunque menos conocido públicamente que José Narro, ha sido, en términos prácticos, el segundo hombre en importancia en el partido. Nacido en Coahuila, estudiante de ingeniería del Politécnico durante el movimiento estudiantil-popular de 1968, integrante de la organización Política Popular desde su fundación, Marcos abandonó la ciudad de México en 1969 para organizar lo que después sería el Comité de Defensa Popular Francisco Villa (CDP) en Durango. Dirigente de la Organización Revolucionaria-Línea De Masas promovió la formación de un instituto político con registro estatal en 1989 y, un año después, del PT.
Para el PT, el estado de Durango es emblemático. Durante años fue su principal bastión electoral de masas. Allí ganó sus dos primeras presidencias municipales (Súchil y Nombre de Dios) y la alcaldía de una capital del estado. En 1992 Gonzalo Yáñez fue edil en Durango; tres años después lo siguió Marcos Cruz, quien además fue diputado y senador.
La ruptura no la provocaron diferencias programáticas, sino pugnas por el poder. Oficialmente los disidentes dicen que se van porque rechazan la alianza chiquita del PT con Convergencia y ven como inminente la pérdida del registro legal. Los argumentos son falaces. Primero, porque quien reventó la posibilidad de una coalición política con el PRD fue Nueva Izquierda. Segundo, porque nunca habían tenido tantas posibilidades como ahora de obtener una votación nacional relativamente copiosa, pues la pugna entre Andrés Manuel López Obrador y los chuchos puede acercarle buen caudal de sufragios.
Quienes se quedan dentro del rojinegro acusan a los que se van de estar contra López Obrador y de tener una alianza con Nueva Izquierda. Por lo pronto, esas afirmaciones no han mostrado ser verdad. Aunque objetivamente su incorporación al sol azteca fortalece a Jesús Ortega, los rupturistas han expresado explícitamente su apoyo a AMLO y su intención parece ser conformarse como una corriente interna más dentro del PRD. Lo cierto es que su salida es producto de su derrota dentro del partido. Están hartos. Algunos han esperado este momento durante años. Sin contrapeso alguno, Alberto Anaya se ha convertido en el principal dirigente de ese organismo y centraliza las relaciones con el gobierno federal, los recursos económicos y el aparato partidario. Su poder les resulta asfixiante e imposible de remontar.
En los últimos tiempos Alberto Anaya designó a Gustavo Pedro Cortés comisionado en Durango para definir la estrategia electoral, al margen de la dirección estatal real. Él es uno de los líderes históricos del CDP y actualmente está “prestado” al Partido Socialdemócrata en la Cámara de Diputados. Anaya promovió que Joaquín Vela, dirigente del partido en el estado de México y cuatro veces diputado, no ocupara más la coordinación estatal de ese organismo político, y desplazó al hermano de éste de la conducción del rojinegro en Aguascalientes. Simultáneamente no apoyó las aspiraciones de José Narro para senador, e impulsó su remoción de la dirección petista en la ciudad de México. Narro fue comisionado político en el Distrito Federal por once años y asambleísta. Su papel al frente del partido fue muy pobre. En suma, el líder del Frente Popular Tierra y Libertad de Monterrey arrinconó y asfixió a esta corriente, forzándola a rendirse o marcharse.
El resto de quienes se suman al barco de la escisión tienen historias distintas. El PT ha funcionado como una filial a la que se han unido grupos políticos estatales que no encuentran acomodo en otras expresiones políticas, sin importarles demasiado la propuesta programática. Entre las filas de los que rompen se encuentra Ezequiel Flores, de Veracuz, quien fue expulsado del partido, acusado de corrupción por sus acuerdos con el gobernador Fidel Herrera.
Quienes hoy abandonan el PT se van en el peor momento. Marchan derecho al pantano. Los usos y costumbres de las diversas corrientes que integran el sol azteca son una garantía de que serán tratados igual o peor que en su antiguo partido. Probablemente podrán conseguir algunas candidaturas a diputado, pero no mucho más. Marcos Cruz asegura que “ésa es la izquierda que hay” y que con ella deben arar. Está convencido, además, de que es inminente la pérdida del registro del rojinegro, pues López Obrador no va a hacer campaña para ellos.
La ruptura del Partido del Trabajo hará aún más complicado armar el rompecabezas de la izquierda institucional de cara a las próximas elecciones. El desprendimiento debilitará al partido, a pesar de que sus dirigentes lo nieguen. Para Alberto Anaya es un golpe duro, por más que trate de minimizarlo. Hará más complicada la posibilidad de que AMLO juegue a “dos manos”, con candidaturas viables simultáneas dentro del PRD y de la Coalición por el Bien de Todos, que le permitan formar una bancada con peso político en la legislatura que viene. Sumará una nueva tribu al balcanizado reino del sol azteca.
La escisión muestra el nivel de descomposición de la izquierda partidaria en nuestro país y el absurdo de un sistema de partidos que monopoliza la representación política ciudadana.
No se fueron solos. El pasado domingo los siguieron destacamentos del estado de México, Zacatecas y Veracruz, así como pequeños núcleos de militantes de entidades como Aguascalientes, Oaxaca, San Luis Potosí y Coahuila.
No es una escisión pequeña. Quienes se van dicen representar 40 por ciento de la membresía. Quienes se quedan aseguran que esa cifra está inflada y que apenas suman 3 por ciento. Pero, más allá de la disputa por el número de disidentes, se trata de una ruptura dolorosa. Sucede a escasos meses de los comicios federales, en el marco de una alianza electoral con Convergencia en la Coalición Salvemos México y de la disolución, para todo fin práctico, del Frente Amplio Progesista (FAP).
El principal vocero de quienes abandonan las filas del PT en Durango es Marcos Cruz. Aunque menos conocido públicamente que José Narro, ha sido, en términos prácticos, el segundo hombre en importancia en el partido. Nacido en Coahuila, estudiante de ingeniería del Politécnico durante el movimiento estudiantil-popular de 1968, integrante de la organización Política Popular desde su fundación, Marcos abandonó la ciudad de México en 1969 para organizar lo que después sería el Comité de Defensa Popular Francisco Villa (CDP) en Durango. Dirigente de la Organización Revolucionaria-Línea De Masas promovió la formación de un instituto político con registro estatal en 1989 y, un año después, del PT.
Para el PT, el estado de Durango es emblemático. Durante años fue su principal bastión electoral de masas. Allí ganó sus dos primeras presidencias municipales (Súchil y Nombre de Dios) y la alcaldía de una capital del estado. En 1992 Gonzalo Yáñez fue edil en Durango; tres años después lo siguió Marcos Cruz, quien además fue diputado y senador.
La ruptura no la provocaron diferencias programáticas, sino pugnas por el poder. Oficialmente los disidentes dicen que se van porque rechazan la alianza chiquita del PT con Convergencia y ven como inminente la pérdida del registro legal. Los argumentos son falaces. Primero, porque quien reventó la posibilidad de una coalición política con el PRD fue Nueva Izquierda. Segundo, porque nunca habían tenido tantas posibilidades como ahora de obtener una votación nacional relativamente copiosa, pues la pugna entre Andrés Manuel López Obrador y los chuchos puede acercarle buen caudal de sufragios.
Quienes se quedan dentro del rojinegro acusan a los que se van de estar contra López Obrador y de tener una alianza con Nueva Izquierda. Por lo pronto, esas afirmaciones no han mostrado ser verdad. Aunque objetivamente su incorporación al sol azteca fortalece a Jesús Ortega, los rupturistas han expresado explícitamente su apoyo a AMLO y su intención parece ser conformarse como una corriente interna más dentro del PRD. Lo cierto es que su salida es producto de su derrota dentro del partido. Están hartos. Algunos han esperado este momento durante años. Sin contrapeso alguno, Alberto Anaya se ha convertido en el principal dirigente de ese organismo y centraliza las relaciones con el gobierno federal, los recursos económicos y el aparato partidario. Su poder les resulta asfixiante e imposible de remontar.
En los últimos tiempos Alberto Anaya designó a Gustavo Pedro Cortés comisionado en Durango para definir la estrategia electoral, al margen de la dirección estatal real. Él es uno de los líderes históricos del CDP y actualmente está “prestado” al Partido Socialdemócrata en la Cámara de Diputados. Anaya promovió que Joaquín Vela, dirigente del partido en el estado de México y cuatro veces diputado, no ocupara más la coordinación estatal de ese organismo político, y desplazó al hermano de éste de la conducción del rojinegro en Aguascalientes. Simultáneamente no apoyó las aspiraciones de José Narro para senador, e impulsó su remoción de la dirección petista en la ciudad de México. Narro fue comisionado político en el Distrito Federal por once años y asambleísta. Su papel al frente del partido fue muy pobre. En suma, el líder del Frente Popular Tierra y Libertad de Monterrey arrinconó y asfixió a esta corriente, forzándola a rendirse o marcharse.
El resto de quienes se suman al barco de la escisión tienen historias distintas. El PT ha funcionado como una filial a la que se han unido grupos políticos estatales que no encuentran acomodo en otras expresiones políticas, sin importarles demasiado la propuesta programática. Entre las filas de los que rompen se encuentra Ezequiel Flores, de Veracuz, quien fue expulsado del partido, acusado de corrupción por sus acuerdos con el gobernador Fidel Herrera.
Quienes hoy abandonan el PT se van en el peor momento. Marchan derecho al pantano. Los usos y costumbres de las diversas corrientes que integran el sol azteca son una garantía de que serán tratados igual o peor que en su antiguo partido. Probablemente podrán conseguir algunas candidaturas a diputado, pero no mucho más. Marcos Cruz asegura que “ésa es la izquierda que hay” y que con ella deben arar. Está convencido, además, de que es inminente la pérdida del registro del rojinegro, pues López Obrador no va a hacer campaña para ellos.
La ruptura del Partido del Trabajo hará aún más complicado armar el rompecabezas de la izquierda institucional de cara a las próximas elecciones. El desprendimiento debilitará al partido, a pesar de que sus dirigentes lo nieguen. Para Alberto Anaya es un golpe duro, por más que trate de minimizarlo. Hará más complicada la posibilidad de que AMLO juegue a “dos manos”, con candidaturas viables simultáneas dentro del PRD y de la Coalición por el Bien de Todos, que le permitan formar una bancada con peso político en la legislatura que viene. Sumará una nueva tribu al balcanizado reino del sol azteca.
La escisión muestra el nivel de descomposición de la izquierda partidaria en nuestro país y el absurdo de un sistema de partidos que monopoliza la representación política ciudadana.
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