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domingo, 15 de febrero de 2009

Elena Poniatowska (I y II): Homenaje a Leonora Carrington

Elena Poniatowska (I)
Homenaje a Leonora Carrington

Ampliar la imagen Leonora Carrington, en una imagen de 2006 Foto: María Luisa Severiano

Donde está Leonora Carrington está el surrealismo. Aunque André Breton consagró a México como país surrealista por excelencia y definió a la pintura de Frida Kahlo como un listón en torno a una bomba, en México el surrealismo llegó a raíz de la guerra, llegó –en el caso de los españoles– después de haber conocido la persecución, el hambre, el éxodo, el desprecio de los franceses, los largos meses de espera en las playas francesas convertidas en campos de concentración, como lo fue Argelés sur Mer, la arena en todas partes, la arena en los zapatos, la arena en los calzones, la arena en los cabellos, en los ojos, una arena húmeda y negra, la arena de la derrota esa que se metió hasta el final de los días, hasta el último suspiro de los españoles que perdieron la guerra.

Leonora salió de España y vino en barco desde Lisboa en 1941.

Desde 1939 había que escapar de Europa. Quedarse significaba persecución, desesperanza, fracaso, muerte. Antes, Leonora había sido una niña habitada por las leyendas celtas de su abuela irlandesa, transformada más tarde en una joven inglesa que su madre presentaría a la Corte de Jorge V en Londres, en 1934, y luego a Ascot y a Buckingham Palace. Si Leonora había nacido en 1917 tendría entonces 17 años. A ella, sus tres hermanos, Pat, Gerard y Arthur nunca le interesarían tanto como su madre, Maurie Moorehead, quien le ayudó a hacerse pintora y a irse a Florencia, a la Piazza Donatello a la escuela de pintura de Miss Penrose y más tarde en Francia a la Academia Ozenfant.

St Martin d’Ardèche es un pueblito precioso cerca de los Alpes por donde pasa el Rhone en el que vivió tres años al lado de Max Ernst. Ambos pintaban, pero ella, “la inglesa” –como la llamaban en el pueblo–, hacía algo más, cocinaba. Muy pronto la cocina se volvió el laboratorio de sus sueños en el que preparaba manjares como sacramentos, y los platos y las cucharas levitaban mientras ella oficiaba el santo rito. Bastaba cerrar los ojos para entrar por el espejo y pasar del otro lado como Alicia en el país de las maravillas, pero Leonora tenía los ojos bien abiertos, no fuera a equivocarse en las proporciones. No pulía su inconsciente, no lo esperaba todo de ella misma, quería aprender. Mezclaba con acierto todas las sustancias del imaginario. Todo lo que saben hacer los campesinos franceses, ella lo aprendió. Salía temprano con un ancho sombrero de paja a escoger las uvas antes de que las calentara el sol, e iba recorriendo los viñedos clavados en la tierra para cortar los racimos y llevarlos en una canasta a que los jóvenes –muchachos y muchachas- les bailaran encima una danza amorosa. Leonora, que ahora sólo bebe té, hacía té. Al igual que los campesinos franceses sabía que hay que guardar todo, porque algún día puede servir, y era capaz de algo que pocas mujeres hacen ahora: coser con aguja, hilo y dedal, coser con hilo cósmico, remendar, unir lo que tenemos detrás de la frente y confeccionar muñequitas de trapo, como las que fabrican con su ingenio y sus dedos de hada las madres pobres para sus hijas: dos botones en vez de ojos, una sonrisa pintada, unos cabellos de estambre amarillos o cafés, según el gusto, un vestido con delantal o con un bolerito y, antes que todo, unos calzones, porque lo primero que miran las niñas es si su muñeca trae calzones. Hasta hace algunos años, a Leonora le entretenía hacer esas muñequitas, que bien vistas tienen mucho de autorretrato.

Años más tarde, al lado de Remedios Varo, Leonora habría de bordar el manto terrestre.

¿Qué le pasa a un ser humano cuando de pronto los gendarmes se presentan y se llevan a su amor alegando razones de religión o de raza o de ideología? En 1939, después del arresto de Max Ernst, Leonora sobrevivió a una Europa cruel y enloquecida, en una época incomprensible de vejaciones y campos de concentración que la llevó a escribir En bas, Down below, (Abajo), la memoria del encierro y el odio, la memoria de lo que significa ensañarse contra el amor. Si a Leonora la encerraron en una institución, no hubo peor institución ni clima más desvirtuado para ella que España con sus criterios franquistas, que intentaron destruirle no sólo su mundo imaginario, sino el afectivo. Sin embargo, a esa estancia en Santander, a esa época atroz le debemos nosotros los mexicanos a Leonora la dádiva inesperada y gratuita de su presencia en México.

Leonora habría de salir de Europa gracias a un hombre que decía cosas que no se dicen y hacía cosas que no se hacen, como darle un mordisco a la copa de cristal ofrecida por la embajadora de Estados Unidos y comérsela ante el asombro de los invitados. Al lado del extraordinario embajador mexicano Luis I. Rodríguez, Renato logró –como cónsul de México– que muchos de los cien mil refugiados republicanos españoles aceptaran la invitación del general Lázaro Cárdenas y vinieran a México en el Sinaia, el Méxique, el Ipanema, el Capitán Paul Lemerle.

Aquí, en México, Leonora y Renato Leduc vivieron juntos un año, pero –tras la separación– nunca dejaron de ser amigos. A Leonora le gustaba sembrar, fertilizar, ver crecer y cosechar; siempre le atrajo la sabiduría de la tierra (a mí me enseñó a hacer una composta o un compost con peladuras de papa y zanahoria para que germinen flores bonitas), y Renato declaró que se dedicaba por inveterada propensión agrícola, a sembrar el bien y el mal. Ha de ser muy fácil prenderse de un hombre que dice: “No haremos obra perdurable. No tenemos de la mosca la voluntad tenaz”. Renato coincidía con Leonora al creer que los temas trascendentes, como Dios, han quedado fuera de servicio, y se dedicó a enseñarle a su hermosa mujer la poesía popular que hay en las malas palabras. Leonora posee un tesoro de mentadas de madre que a veces dice al amanecer con la voz más dulce y melodiosa: “A éste pendejo, hay que mandarlo a la chingada”. A Renato le hacía reír que Leonora hiciera como que se equivocaba y llamara a Paco Zendejas, Paco Pendejas. “No lo hago a propósito, no puedo pronunciar su nombre”. Ambos reían porque eran ellos mismos y no podían ser más que ellos mismos. Leonora además cantaba, y le tomó a Renato la mejor fotografía que le han sacado jamás, alto y guapo y de perfil. Ilustró su libro Los banquetes, la historia de un solo personaje para un solo lector. Los dibujos los hacían reír al unísono. Alguna vez le pregunté a Renato por qué se habían separado y me contestó que Leonora hablaba más con el perro que con él, y cuando le pregunté a Leonora por este marriage arrangé, este matrimonio forzado sólo para salir de España, una chispa lúdica atravesó sus ojos negros: “Bueno…tampoco”.

Elena Poniatowska (II)

Alejados de quienes pontifican Renato y Leonora volvieron a verse más tarde, Leonora ya casada con Chiki, Emérico Weisz. María Felix, su belleza y su ingenio fue el punto de encuentro. Renato alegaba que había sido padrino de todos los matrimonios de María y testigo de cómo Diego Rivera le repetía hasta el cansancio: Cásate con tu sapito, cásate con tu sapito, y Leonora con su tropel de caballos nocturnos cabalgándole en el espíritu rivalizaba con La Doña, quien por cierto la quiso mucho, como la quiso otra mujer que en esa época atraía las miradas: Bridget Tichenor, amiga de De Chirico, que para comprobarlo, tenía en su casa de la Zona Rosa un espléndido De Chirico.

A Emérico Weisz, Chiki el fotógrafo, lo vi en varias ocasiones. Alto y larguirucho, se hacía a un lado cuando los demás se aventaban. La incredulidad y la expresión triste de sus ojos hundidos conmovía. No quería ser parte del espectáculo. Cuando todos los fotógrafos se le iban encima al personaje en turno o al evento social para retratarlo, él se retraía, y en su retraimiento había un rechazo que lo hacía muy atractivo. Seguramente a él le parecía surrealista ese ajetreo de moscas en torno a la vedet o a la anfitriona de la sección de Sociales. Para él, que a los 27 años había fotografiado la guerra de España al lado de Robert Capa, estas demostraciones apenas eran un preludio al teatro del absurdo.

A partir de que Leonora tuvo a sus hijos, Gaby y Pablo, no los soltó ni un momento. Formaban un núcleo muy unido y muy cerrado. Leonora; Emérico, Chiki, Gabriel, y Pablo se protegían, parapetados tras los muros de su casa de la calle de Chihuahua, en la colonia Roma. Se protegían por una razón muy concreta. Los niños se apellidaban Weisz, y Weisz es judío, y si Leonora no era judía y Chiki sí, aunque ninguno practicara, apenas fueron a la escuela les hicieron saber que ellos habían matado a Cristo y otras cosas más sorprendentes que las que podría contarles la hija del minotauro que su madre les hizo conocer en pintura. A Gaby y a Pablo les era más fácil comprender el mundo místico y alquimista de su madre que el de afuera. En su casa, los cuatro devoraban libros, dibujaban, guisaban, y ese refugio aislado los protegió contra la hostilidad del ambiente. Habría que recordar que Gaby nació en 1946. Si se enfermaban, se curaban solos, y una vez, cuando Leonora se enfermó, Gaby recuerda que los dos se improvisaron médicos y se turnaban para cuidarla. No tenían más parientes que ellos mismos. México era antisemita y anti extranjero. Los Weisz se constituyeron en una especie de célula viva unitaria en la que cualquier problema se resolvía entre cuatro. A imitación de Leonora, inventaban trompetillas acústicas, damas ovales, animales fabulosos, pantalones de franela, puertas de hiedra, y participaban en la escenografía y el vestuario del teatro de Alejandro Jodorowsky y el de Poesía en Voz Alta. También hacían aportaciones a la receta de cómo cocinar al arzobispo de Canterbury en una gran olla de barro, para comerlo en mole verde.
Foto
Leonora Carrington en una imagen de 2005Foto Marco Peláez

Una vez en que Pablo le avisó a su madre desde el camp de sus vacaciones que se sentía levemente mal de la panza, Leonora, sin pensarlo dos veces, tomó un taxi que hizo cuatro horas de ida y cuatro de vuelta para ir a recogerlo.

Si en el colegio el rechazo era evidente, los niños muy pronto tuvieron la certeza de que era imposible olvidar las atrocidades de los nazis en Europa, y nunca negaron su identidad judía. Por otro lado, también pesaba la identidad inglesa, la de la nursery de Crookhey Hall y la de esa madre que producía, como por encantamiento, cuadros con títulos en inglés, salvo el de ese naufragio en Manzanillo, en el que unas monjitas intentan salvar su vida en una nave que hace agua y tiene una vela roja a punto de desgarrarse.

Leonora era una madre completamente entregada (devoted es la palabra que usa Gaby), de una devoción total. Llevaba a sus hijos a ver películas de vaqueros y se estremecía con los disparos que volaban desde el techo del tren y las diligencias que convertían grandes llanuras en sets cinematográficos. Ella debía aburrirse enormemente, pero como era muy buena madre allí se quedaba sentada junto a nosotros, recuerda Gaby. Más bien creo que Leonora recordaba el cuadro de Max Ernst que le causó una enorme impresión y la hizo buscarlo: “Deux enfants menacés para un rossignol” (Dos niños amenazados por un ruiseñor).

A partir del momento en que los niños regresaban de la Westminster School, Leonora dejaba sus pinceles, salvo en una ocasión en la que Gaby entró en un momento crucial y Leonora le señaló que guardara silencio y tomara una silla, porque con un pequeño y delicado pincel encimaba un color rojo en delgadas capas, una figura mágica que requería toda su atención.

Más rebelde que su hermano Pablo, a Gaby lo expulsaron de la Westminster en 20 ocasiones. Leonora, siempre apoyadora, aplacaba a la directora para que volvieran a admitirlo. Seguramente revivía con su hijo su propia rebeldía: a ella también la habían expulsado de la sociedad que en 2009 sigue siendo injusta y conformista. Chiki, el padre, era mucho más severo y menos conciliador que Leonora, quien compartía los actos libertarios de su hijo mayor. Lo curioso es que a ambos hijos les dio por la medicina. Pablo es médico y pintor. El sortilegio de la pintura de Leonora fue su pócima. Gaby es poeta. También a él le fascinó la medicina, pero se lanzó a la antropología, al teatro, a la literatura comparada, a la filosofía y sobre todo a la poesía.


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