Agustín Basave
11-May-2009
Reynoso vengó agravios soplando y gesticulando en el rostro del agresor el lanzamiento de su fluido nasal. Que la prensa de Chile haya estado cerca de equipararlo a la niña de El Exorcista no me sorprendió. Lo que me molestó fue que la mayoría de los comentaristas de nuestro país ayudaron a convertir a nuestro discriminado en malhechor.
La discriminación es hija de la ignorancia y el prejuicio. Cuando se carece de información sobre la otredad, a la que por temor se le distingue y separa, se le suele endilgar el baldón excluyente. No es fortuito: se le excluye porque se le considera contaminante. Pueden ser creencias que se asumen incompatibles con las propias, modos de vida que se juzgan moralmente reprobables o, llanamente, enfermedades. Y cuando los discriminadores pueden identificar a los discriminados por su pasaporte, la xenofobia entra en escena.
La epidemia de influenza que golpea a México gesta ejemplos típicos de discriminación xenófoba. No es otra cosa la sobrerreacción de varios países —gobiernos y sociedades— ante la presencia de mexicanos. China prácticamente encarceló a docenas de paisanos, aunque lo hizo en aras de usos y costumbres que también aplica a sus connacionales. Singapur impuso visa y cuarentena a los nuestros. Argentina y Cuba cancelaron los vuelos con origen o destino en nuestro país, pese a que la Organización Mundial de la Salud no lo pedía ni lo recomendaba. Francia presionó a la Unión Europea para que hiciera lo mismo. Perú y Ecuador tuvieron que cantar mal las rancheras, porque no dejaron aterrizar al avión de Vicente Fernández para reabastecerse de combustible. Haití de plano rechazó una donación de comida de nuestra parte. El gobierno de Estados Unidos se portó bien, pero un funcionario maltrató a Carlos Cuarón, Gael García y Diego Luna en el aeropuerto de Los Ángeles. Y hay más.
La vejación que sufrió en Chile el equipo de futbol Guadalajara me parece la más significativa. La semana pasada, las Chivas fueron a jugar contra el Everton, buscando su pase a los octavos de final de la Copa Libertadores. Durante un paseo de los jugadores en un centro comercial, algunos chilenos les gritaron “leprosos”, entre otras lindezas que aludían a su supuesta condición de infectados. Otorguémosles el beneficio de la duda y supongamos que se trató de una simple cuchufleta, una de esas burlas que brotan de la creatividad humorística de las barras. El problema es que el escarnio subió de tono en el estadio y de ahí pasó a la cancha. Casi al final del segundo tiempo el mapochino Sebastián Penco embistió al portero del chiverío, y en su defensa su compañero Héctor Reynoso vengó todos los agravios soplando y gesticulando en el rostro del agresor el lanzamiento de su fluido nasal.
Si Reynoso hubiera recibido una tarjeta amarilla el asunto hubiera quedado saldado. Pero no fue el árbitro sino las cámaras de televisión quienes vieron el incidente, y al día siguiente el presunto escupidor recibió escupitajos mediáticos mucho más salivosos que sus soplidos. Que la prensa de Chile haya estado cerca de equipararlo a la niña de El Exorcista y la Conmebol lo haya expulsado por el resto del torneo no me sorprendió: el ardor de una es natural porque el Guadalajara eliminó al Everton, y la inquina de la otra contra los equipos mexicanos ha sido tan injusta como marrullera. Lo que me molestó fue que la mayoría de los comentaristas de nuestro país hayan hablado de este magnífico futbolista como si fuera un truhán y como si las dos veces que fue vilipendiado por los chilenos no fueran suficiente denigración, y que el nuevo presidente deportivo de su propio club, un tal Pedro Sáez, haya dicho que merecía una sanción (a ver ahora con qué cara firma la carta de apelación contra el castigo donde debe defender su inocencia). Fantástico: ayudaron a convertir a nuestro discriminado en malhechor. Se les olvidó que hay una cosa que se llama proporcionalidad, y que el “delito” fue una burla a los burlones, lo cual en todo caso amerita un castigo mucho menor al que recibió. Como dice mi hijo Alejandro, es como si hubieran penalizado a Eto’o, el delantero africano del Barcelona, porque tras de anotar en un partido en que unos aficionados racistas lo habían ofendido con los gemidos de un simio, se mofó de ellos haciendo movimientos simiescos.
En fin. Son ya varios los países que han adoptado medidas o actitudes discriminatorias contra nosotros. Huelga decir que no cuestiono las revisiones médicas a quienes llegan de México a otro país; lo justifica una epidemia que aquí se ha manifestado con mayor intensidad que en el resto del mundo. Lo que condeno es que se insulte a deportistas o se incomunique a otros viajeros por el solo hecho de tener nacionalidad mexicana, aun cuando ninguno muestre síntomas y algunos de ellos ni siquiera hayan estado recientemente en México. Y repruebo que se llame a esta afección influenza mexicana, con el consecuente efecto devastador en nuestro turismo. Ya sé que no es nada personal: si hubiera sido otro el grupo de extranjeros, de preferencia tercermundista, que en esta coyuntura ayudara a concentrar frustraciones y temores, a ése se dirigiría la discriminación. En 1918 le tocó a España, ahora nos toca a nosotros y después le tocará a otro país, aunque ni los españoles ni los mexicanos ni los que sigan seamos los únicos responsables porque los virus nunca han tenido pasaportes, y menos en esta era de globalización. Es vil xenofobia, pues, que sirve para culpar a los otros de cualquier problema. El hecho es que hoy los mexicanos somos los metecos favoritos. Y sólo tenemos dos opciones: conservar prejuicios y acumular resentimiento o racionalizar la sinrazón y denunciarla con el ánimo de conjurarla para bien de todos. ¿Qué es mejor, el Talión o Gandhi, dejar a la humanidad ciega o abrirle los ojos?
En 1918 le tocó a España, ahora nos toca a nosotros y después le tocará a otro país. Es vil xenofobia, pues, que sirve para culpar a los otros de cualquier problema. El hecho es que hoy los mexicanos somos los metecos favoritos.
La discriminación es hija de la ignorancia y el prejuicio. Cuando se carece de información sobre la otredad, a la que por temor se le distingue y separa, se le suele endilgar el baldón excluyente. No es fortuito: se le excluye porque se le considera contaminante. Pueden ser creencias que se asumen incompatibles con las propias, modos de vida que se juzgan moralmente reprobables o, llanamente, enfermedades. Y cuando los discriminadores pueden identificar a los discriminados por su pasaporte, la xenofobia entra en escena.
La epidemia de influenza que golpea a México gesta ejemplos típicos de discriminación xenófoba. No es otra cosa la sobrerreacción de varios países —gobiernos y sociedades— ante la presencia de mexicanos. China prácticamente encarceló a docenas de paisanos, aunque lo hizo en aras de usos y costumbres que también aplica a sus connacionales. Singapur impuso visa y cuarentena a los nuestros. Argentina y Cuba cancelaron los vuelos con origen o destino en nuestro país, pese a que la Organización Mundial de la Salud no lo pedía ni lo recomendaba. Francia presionó a la Unión Europea para que hiciera lo mismo. Perú y Ecuador tuvieron que cantar mal las rancheras, porque no dejaron aterrizar al avión de Vicente Fernández para reabastecerse de combustible. Haití de plano rechazó una donación de comida de nuestra parte. El gobierno de Estados Unidos se portó bien, pero un funcionario maltrató a Carlos Cuarón, Gael García y Diego Luna en el aeropuerto de Los Ángeles. Y hay más.
La vejación que sufrió en Chile el equipo de futbol Guadalajara me parece la más significativa. La semana pasada, las Chivas fueron a jugar contra el Everton, buscando su pase a los octavos de final de la Copa Libertadores. Durante un paseo de los jugadores en un centro comercial, algunos chilenos les gritaron “leprosos”, entre otras lindezas que aludían a su supuesta condición de infectados. Otorguémosles el beneficio de la duda y supongamos que se trató de una simple cuchufleta, una de esas burlas que brotan de la creatividad humorística de las barras. El problema es que el escarnio subió de tono en el estadio y de ahí pasó a la cancha. Casi al final del segundo tiempo el mapochino Sebastián Penco embistió al portero del chiverío, y en su defensa su compañero Héctor Reynoso vengó todos los agravios soplando y gesticulando en el rostro del agresor el lanzamiento de su fluido nasal.
Si Reynoso hubiera recibido una tarjeta amarilla el asunto hubiera quedado saldado. Pero no fue el árbitro sino las cámaras de televisión quienes vieron el incidente, y al día siguiente el presunto escupidor recibió escupitajos mediáticos mucho más salivosos que sus soplidos. Que la prensa de Chile haya estado cerca de equipararlo a la niña de El Exorcista y la Conmebol lo haya expulsado por el resto del torneo no me sorprendió: el ardor de una es natural porque el Guadalajara eliminó al Everton, y la inquina de la otra contra los equipos mexicanos ha sido tan injusta como marrullera. Lo que me molestó fue que la mayoría de los comentaristas de nuestro país hayan hablado de este magnífico futbolista como si fuera un truhán y como si las dos veces que fue vilipendiado por los chilenos no fueran suficiente denigración, y que el nuevo presidente deportivo de su propio club, un tal Pedro Sáez, haya dicho que merecía una sanción (a ver ahora con qué cara firma la carta de apelación contra el castigo donde debe defender su inocencia). Fantástico: ayudaron a convertir a nuestro discriminado en malhechor. Se les olvidó que hay una cosa que se llama proporcionalidad, y que el “delito” fue una burla a los burlones, lo cual en todo caso amerita un castigo mucho menor al que recibió. Como dice mi hijo Alejandro, es como si hubieran penalizado a Eto’o, el delantero africano del Barcelona, porque tras de anotar en un partido en que unos aficionados racistas lo habían ofendido con los gemidos de un simio, se mofó de ellos haciendo movimientos simiescos.
En fin. Son ya varios los países que han adoptado medidas o actitudes discriminatorias contra nosotros. Huelga decir que no cuestiono las revisiones médicas a quienes llegan de México a otro país; lo justifica una epidemia que aquí se ha manifestado con mayor intensidad que en el resto del mundo. Lo que condeno es que se insulte a deportistas o se incomunique a otros viajeros por el solo hecho de tener nacionalidad mexicana, aun cuando ninguno muestre síntomas y algunos de ellos ni siquiera hayan estado recientemente en México. Y repruebo que se llame a esta afección influenza mexicana, con el consecuente efecto devastador en nuestro turismo. Ya sé que no es nada personal: si hubiera sido otro el grupo de extranjeros, de preferencia tercermundista, que en esta coyuntura ayudara a concentrar frustraciones y temores, a ése se dirigiría la discriminación. En 1918 le tocó a España, ahora nos toca a nosotros y después le tocará a otro país, aunque ni los españoles ni los mexicanos ni los que sigan seamos los únicos responsables porque los virus nunca han tenido pasaportes, y menos en esta era de globalización. Es vil xenofobia, pues, que sirve para culpar a los otros de cualquier problema. El hecho es que hoy los mexicanos somos los metecos favoritos. Y sólo tenemos dos opciones: conservar prejuicios y acumular resentimiento o racionalizar la sinrazón y denunciarla con el ánimo de conjurarla para bien de todos. ¿Qué es mejor, el Talión o Gandhi, dejar a la humanidad ciega o abrirle los ojos?
En 1918 le tocó a España, ahora nos toca a nosotros y después le tocará a otro país. Es vil xenofobia, pues, que sirve para culpar a los otros de cualquier problema. El hecho es que hoy los mexicanos somos los metecos favoritos.
abasave@prodigy.net.mx
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