Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Hoy pido imploro busco ruego demando exijo solicito invoco exhorto pordioseo requiero propongo gestiono postulo suplico conmino y necesito silencio. Paz. Quietud. Desacompañamiento. Que por ególatra, sí. Que porque uno es un tipo raro, ándele pues. Que por amargado, también. Por lo que les dé la gana a los fronterizos amantes del ruido. Pero eso, el silencio, la calma, la solitud que habría de venir aparejada como cualquier derecho humano adquirido por puro nacimiento, parecería hoy ser lujo reservado para ricachos que se puedan comprar la isla donde volverse una ídem. Para el de a pie como yo, el silencio y la quietud son cosa imposible y en cambio señal de insania, de diferencia y otredad insoportable; de, qué paradoja estúpida, alienación. ¿De dónde viene la fascinación hipnótica que parece sentir la mayoría de los mexicanos –y buena parte de los latinoamericanos– por el ruido?, ¿puede ser a partir de nuestros exacerbados hábitos de consumismo televisivo?
El ruido lo vemos en la tele: la estridencia como marca de agua, el ruido como la pauta sonora del sinsentido que la televisión propala las veinticuatro horas de cada día en el amarillismo ruidoso de sus noticieros, en sus ruidosos programas de entretenimiento cutre, de concursos vulgares, de culebrones escandalosos y soflameros: la música popular la transformó la televisión en esa mierda machacona de cumbias, tamboras y reguetón, y las inefables mezclas que con todo ello se hacen: ¿cómo la cumbia, ritmo por antonomasia caribeño, terminó en sinónimo de una tipa que berrea estupideces vestida con pantaloncitos cortos, sombrerito achicharrado y botas vaqueras?, pues por el milagrero artificio de la televisión. Sospecho, sin tener realmente las herramientas cuantitativas en que sustente yo mis sospechas, que la televisión se ha encargado de expedir una lamentable especie de visado o certificación: la patraña de que un pueblo contento, alegre, debe forzosamente ser un pueblo ruidoso sin parar en aberrantes mientes.
Un pueblo feliz, según podría postularse una definición mexicana, es aquel que no tiene reparos en matar el entorno a decibelios. Una mujer que detesto me espetó hace poco que, por ejemplo, tronar cuetones y petardos es una muy mexicana tradición, una cuestión de “esencia del mexicano”. Yo contesté que emborracharse, golpear a la mujer, tener hijos a lo bestia y tirar balazos también, y que las tradiciones son, las más de las veces y por entrañables o pintorescas que nos parezcan, también taras que hay que superar. Perder algunas “tradiciones” no nos va a hacer menos mexicanos y sí más civilizados.
Pero la civilización a los fronterizos a los que subyuga el ruido les importa un jodido bledo. Lo vemos a diario en este país cruzado de contaminaciones auditivas que son francas agresiones. Siempre hay un infeliz con motosierra, un orate con estéreo nuevo, o los políticos y el ruidajo infernal de sus campañas de histeria pura, de discurso imbécil y repetitivo vomitado por bocinas inmensas. Están allí también empresarios voraces coludidos con la vasta calaña que enquista en el servicio público, desde inspectores de ruido hasta alcaldes y gobernadores que promueven “ferias”, esas demenciales concentraciones de ruidos insoportables, desde el merolico pendejo que anuncia todo el día la exhibición del cerdito de cinco patas o la falsa mujer lagarto –para timar pobres incautos que ganan el pobre mínimo y apenas sobreviven la pobre quincena, pero se contentan con esa pobre clase de espectáculo– hasta el concierto del monigote que berrea el reguetón, la baladita o el narcocorrido de moda. “Ferias” que finalmente no dejan nada positivo, ningún legado apreciable en las comunidades que las tienen que sufrir, nada más que aturdimiento, diversas clases de sordera donde la de peores consecuencias es la sordera ética. Es cosa común que por una pinche feria de pueblo a donde asisten decenas de miles, otro tanto de habitantes de la zona donde se instala, o más, se ven privados del sueño, trastocadas sus vidas, obligados a vivir con ruido. ¿Por qué le temen al silencio? ¿Es porque el ámbito de las reflexiones espontáneas que a veces surgen en la soledad y la quietud resultan confrontacionales con nosotros mismos, porque esas reflexiones nos hacen ver quiénes somos, qué clase de ciudadanos, qué clase de personas? Quizá esa sea, sin ruido, la clase de reflexión que buena falta nos hace. Así que yo hoy por eso lo único que quiero es silencio. Quietud. Desacompañamiento.
kikka-roja.blogspot.com/
El ruido lo vemos en la tele: la estridencia como marca de agua, el ruido como la pauta sonora del sinsentido que la televisión propala las veinticuatro horas de cada día en el amarillismo ruidoso de sus noticieros, en sus ruidosos programas de entretenimiento cutre, de concursos vulgares, de culebrones escandalosos y soflameros: la música popular la transformó la televisión en esa mierda machacona de cumbias, tamboras y reguetón, y las inefables mezclas que con todo ello se hacen: ¿cómo la cumbia, ritmo por antonomasia caribeño, terminó en sinónimo de una tipa que berrea estupideces vestida con pantaloncitos cortos, sombrerito achicharrado y botas vaqueras?, pues por el milagrero artificio de la televisión. Sospecho, sin tener realmente las herramientas cuantitativas en que sustente yo mis sospechas, que la televisión se ha encargado de expedir una lamentable especie de visado o certificación: la patraña de que un pueblo contento, alegre, debe forzosamente ser un pueblo ruidoso sin parar en aberrantes mientes.
Un pueblo feliz, según podría postularse una definición mexicana, es aquel que no tiene reparos en matar el entorno a decibelios. Una mujer que detesto me espetó hace poco que, por ejemplo, tronar cuetones y petardos es una muy mexicana tradición, una cuestión de “esencia del mexicano”. Yo contesté que emborracharse, golpear a la mujer, tener hijos a lo bestia y tirar balazos también, y que las tradiciones son, las más de las veces y por entrañables o pintorescas que nos parezcan, también taras que hay que superar. Perder algunas “tradiciones” no nos va a hacer menos mexicanos y sí más civilizados.
Pero la civilización a los fronterizos a los que subyuga el ruido les importa un jodido bledo. Lo vemos a diario en este país cruzado de contaminaciones auditivas que son francas agresiones. Siempre hay un infeliz con motosierra, un orate con estéreo nuevo, o los políticos y el ruidajo infernal de sus campañas de histeria pura, de discurso imbécil y repetitivo vomitado por bocinas inmensas. Están allí también empresarios voraces coludidos con la vasta calaña que enquista en el servicio público, desde inspectores de ruido hasta alcaldes y gobernadores que promueven “ferias”, esas demenciales concentraciones de ruidos insoportables, desde el merolico pendejo que anuncia todo el día la exhibición del cerdito de cinco patas o la falsa mujer lagarto –para timar pobres incautos que ganan el pobre mínimo y apenas sobreviven la pobre quincena, pero se contentan con esa pobre clase de espectáculo– hasta el concierto del monigote que berrea el reguetón, la baladita o el narcocorrido de moda. “Ferias” que finalmente no dejan nada positivo, ningún legado apreciable en las comunidades que las tienen que sufrir, nada más que aturdimiento, diversas clases de sordera donde la de peores consecuencias es la sordera ética. Es cosa común que por una pinche feria de pueblo a donde asisten decenas de miles, otro tanto de habitantes de la zona donde se instala, o más, se ven privados del sueño, trastocadas sus vidas, obligados a vivir con ruido. ¿Por qué le temen al silencio? ¿Es porque el ámbito de las reflexiones espontáneas que a veces surgen en la soledad y la quietud resultan confrontacionales con nosotros mismos, porque esas reflexiones nos hacen ver quiénes somos, qué clase de ciudadanos, qué clase de personas? Quizá esa sea, sin ruido, la clase de reflexión que buena falta nos hace. Así que yo hoy por eso lo único que quiero es silencio. Quietud. Desacompañamiento.
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