Juan Villoro
14 Ago. 09
Del 15 al 18 de agosto de 1969 la sociedad industrial vivió su mayor momento en el fango. En una granja de Bethel, Nueva York, muy cerca de Woodstock, 400 mil personas soportaron la lluvia para escuchar a los nuevos profetas de la tribu. Los organizadores esperaban unos 50 mil asistentes al concierto gratuito que se celebraría bajo el lema de "Tres días de paz y música" (el cartel publicitario mostraba una paloma blanca sobre el brazo de una guitarra). De manera espontánea, el sitio se llenó de feligreses.
¿Cómo denominar a esa desmedida multitud? El militante Abbie Hoffman sintió que se encontraba ante un nuevo país y se refirió a la "nación de Woodstock". Excitado ante la posibilidad de proclamar la primera Constitución psicodélica, tomó el micrófono mientras tocaba The Who, pero Pete Townshend lo sacó del escenario con un golpe de guitarra. Los ciudadanos de Woodstock no necesitaban líderes.
Nunca tanta gente estuvo tan incómoda de modo tan satisfactorio. Los cachorros de la sociedad de la abundancia se descalzaron para bailar en el barro como la horda del origen. Woodstock pertenecía a la cultura eléctrica, pero establecía un contacto con la prehistoria. Los oídos estaban en la era espacial y los pies en Mesopotamia.
Quien mejor resumió el espíritu del momento fue Hugh Romney, activista que después sería conocido por el mote hiperpop de Wavy Gravy. En 1969 este hombre con aspecto de Harpo Marx poseía suficientes credenciales para resumir las ilusiones de la contracultura. Había organizado recitales de poesía beat en Greenwich Village y ninguna reivindicación minoritaria le era ajena. Culto, politizado, siempre irónico, Gravy le prestó su máquina de escribir a Bob Dylan para que escribiera "A Hard Rain is Gonna Fall" y tenía un libro de Rilke regalado por Marlene Dietrich. Este currículum lo facultó para encarar a la multitud y explicar una variante del comportamiento colectivo que Canetti no incluyó en Masa y poder: "Lo que tenemos en mente es un desayuno en la cama para 400 mil personas".
Woodstock fue, entre otras cosas, un récord estadístico. Su impacto tiene que ver con la desmesura de llevar tantas botellas de agua y tantas luminarias del rock a un sitio apartado. Otro de sus rasgos esenciales se refiere a lo que no ocurrió. La policía local esperaba actos vandálicos, misas negras, vudú suicida, abducciones alienígenas, orgías en el lodo y misteriosos casos de autocombustión. Nada de eso sucedió. Si se toma en cuenta que muchos de los participantes habían empacado más ácidos lisérgicos que galletas, el suave desenlace resulta asombroso.
Después de superar el miedo escénico en su segundo concierto en compañía de Stills y Nash, David Crosby hizo este balance: "Nadie mató a nadie, nadie violó a nadie, nadie le disparó a nadie". La visión de Grace Slick, de Jefferson Airplane, es casi idéntica: "Woodstock fue único en la medida en que reunió a medio millón de personas para un concierto sin que se apuñalaran hasta la muerte". No es que estos cantantes tuvieran una mala idea de sus seguidores. Las posibilidades de desastre eran tan grandes que la noticia esencial de Woodstock fue su carácter inofensivo. Sobró mariguana y faltaron baños, pero no hubo heridos.
La condición indeleble del festival también se debió a la calidad de los músicos. Jimi Hendrix convirtió el himno de Estados Unidos en un prodigio de la reverberación; Joe Cocker se movió como quien interioriza el ritmo a un nivel neurológico; la actuación de Janis Joplin tuvo un carácter testamentario; Santana mezcló el soul con percusiones coleccionadas en los cocoteros de Las Antillas, y Sly and the Family Stone aportaron todos los colores y los adjetivos que caben en la palabra funk.
Conocemos esto por la espléndida película de Michael Wadleigh, que obtuvo un Oscar y en la que Martin Scorsese fungió como editor. Wadleigh resumió tres días en 225 minutos. Para quienes estuvieron ahí, hubo largos episodios de tedio. John Sebastian, del grupo The Lovin' Spoonful, cantó sin preparación alguna después de tomar un ácido, Country Joe fue llamado como relleno sin más compañía que su guitarra y Richie Havens actuó durante hora y media, desviando la mirada al cielo para ver si un helicóptero traía a un sustituto. No todo lo que ocurrió en el escenario fue excelso, pero la memoria es selectiva y los asistentes borraron las esperas en favor de las intensidades.
En su canción "Woodstock", Joni Mitchell dice: "somos polvo de estrellas". Los 400 mil peregrinos establecieron un extraño vínculo entre el futuro y el origen. El hombre acababa de llegar a la luna, pero las comunidades se fundan en el lodo.
En cuanto a Wavy Gravy, a los 73 años sigue metido en tareas culturales y de comercio justo. Dio nombre a un helado de Ben & Jerry's y destinó sus regalías a apoyar a niños sin hogar. De manera congruente, el hombre que anunció un desayuno para 400 mil personas inventó un helado con compromiso social.
kikka-roja.blogspot.com/
¿Cómo denominar a esa desmedida multitud? El militante Abbie Hoffman sintió que se encontraba ante un nuevo país y se refirió a la "nación de Woodstock". Excitado ante la posibilidad de proclamar la primera Constitución psicodélica, tomó el micrófono mientras tocaba The Who, pero Pete Townshend lo sacó del escenario con un golpe de guitarra. Los ciudadanos de Woodstock no necesitaban líderes.
Nunca tanta gente estuvo tan incómoda de modo tan satisfactorio. Los cachorros de la sociedad de la abundancia se descalzaron para bailar en el barro como la horda del origen. Woodstock pertenecía a la cultura eléctrica, pero establecía un contacto con la prehistoria. Los oídos estaban en la era espacial y los pies en Mesopotamia.
Quien mejor resumió el espíritu del momento fue Hugh Romney, activista que después sería conocido por el mote hiperpop de Wavy Gravy. En 1969 este hombre con aspecto de Harpo Marx poseía suficientes credenciales para resumir las ilusiones de la contracultura. Había organizado recitales de poesía beat en Greenwich Village y ninguna reivindicación minoritaria le era ajena. Culto, politizado, siempre irónico, Gravy le prestó su máquina de escribir a Bob Dylan para que escribiera "A Hard Rain is Gonna Fall" y tenía un libro de Rilke regalado por Marlene Dietrich. Este currículum lo facultó para encarar a la multitud y explicar una variante del comportamiento colectivo que Canetti no incluyó en Masa y poder: "Lo que tenemos en mente es un desayuno en la cama para 400 mil personas".
Woodstock fue, entre otras cosas, un récord estadístico. Su impacto tiene que ver con la desmesura de llevar tantas botellas de agua y tantas luminarias del rock a un sitio apartado. Otro de sus rasgos esenciales se refiere a lo que no ocurrió. La policía local esperaba actos vandálicos, misas negras, vudú suicida, abducciones alienígenas, orgías en el lodo y misteriosos casos de autocombustión. Nada de eso sucedió. Si se toma en cuenta que muchos de los participantes habían empacado más ácidos lisérgicos que galletas, el suave desenlace resulta asombroso.
Después de superar el miedo escénico en su segundo concierto en compañía de Stills y Nash, David Crosby hizo este balance: "Nadie mató a nadie, nadie violó a nadie, nadie le disparó a nadie". La visión de Grace Slick, de Jefferson Airplane, es casi idéntica: "Woodstock fue único en la medida en que reunió a medio millón de personas para un concierto sin que se apuñalaran hasta la muerte". No es que estos cantantes tuvieran una mala idea de sus seguidores. Las posibilidades de desastre eran tan grandes que la noticia esencial de Woodstock fue su carácter inofensivo. Sobró mariguana y faltaron baños, pero no hubo heridos.
La condición indeleble del festival también se debió a la calidad de los músicos. Jimi Hendrix convirtió el himno de Estados Unidos en un prodigio de la reverberación; Joe Cocker se movió como quien interioriza el ritmo a un nivel neurológico; la actuación de Janis Joplin tuvo un carácter testamentario; Santana mezcló el soul con percusiones coleccionadas en los cocoteros de Las Antillas, y Sly and the Family Stone aportaron todos los colores y los adjetivos que caben en la palabra funk.
Conocemos esto por la espléndida película de Michael Wadleigh, que obtuvo un Oscar y en la que Martin Scorsese fungió como editor. Wadleigh resumió tres días en 225 minutos. Para quienes estuvieron ahí, hubo largos episodios de tedio. John Sebastian, del grupo The Lovin' Spoonful, cantó sin preparación alguna después de tomar un ácido, Country Joe fue llamado como relleno sin más compañía que su guitarra y Richie Havens actuó durante hora y media, desviando la mirada al cielo para ver si un helicóptero traía a un sustituto. No todo lo que ocurrió en el escenario fue excelso, pero la memoria es selectiva y los asistentes borraron las esperas en favor de las intensidades.
En su canción "Woodstock", Joni Mitchell dice: "somos polvo de estrellas". Los 400 mil peregrinos establecieron un extraño vínculo entre el futuro y el origen. El hombre acababa de llegar a la luna, pero las comunidades se fundan en el lodo.
En cuanto a Wavy Gravy, a los 73 años sigue metido en tareas culturales y de comercio justo. Dio nombre a un helado de Ben & Jerry's y destinó sus regalías a apoyar a niños sin hogar. De manera congruente, el hombre que anunció un desayuno para 400 mil personas inventó un helado con compromiso social.
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