Javier Sicilia
Al acercarse la celebración del bicentenario, el país, como lo muestran muchos analistas y como lo dije en mi artículo La lejanía (Proceso 1724), se encuentra paradójicamente en estado de revolución. Las razones están a la vista, no así su posibilidad ni su viabilidad. ¿Es posible otra revolución? Y si lo es ¿cómo debería ser?
Es innegable que la revolución es una construcción histórica. Nació, dice Albert Camus, cuando la rebelión, que es un levantamiento ante el espectáculo de “una condición injusta e incomprensible”, adquirió una razón ideológica. Si las rebeliones matan hombres, las revoluciones matan hombres y principios. Podría decirse entonces que la revolución nació con la crítica del pensamiento ilustrado. Sin embargo, como lo ha mostrado Roberto Ochoa siguiendo a Harold Berman, sus orígenes se remontan a “la querella de las investiduras” (siglos XI y XII), en particular a las reformas de Gregorio VII. Al declarar la supremacía del Papa sobre los cristianos, la supremacía jurídica del clero, bajo las órdenes del Papa, sobre las autoridades seculares, y definir la conquista espiritual del mundo que inauguró con la primera cruzada, Gregorio VII no sólo produjo “el primer gran cuerpo administrativo” de la historia del Occidente cristiano, sino, junto con su confrontación con los poderes seculares, “la lucha apocalíptica, por un nuevo orden de cosas [...] Si en el año 1000 la Iglesia no se concebía aún como una estructura visible, corporativa y jurídica, durante el siglo XII el clero pasó a ser la primera clase translocal, transtribal, transfeudal y transnacional que alcanzó la unidad política y legal” y buscó reformar el mundo para ordenar, como lo quería San Pablo, “todas las cosas en Cristo”. Desde entonces, las revoluciones que nacieron del pensamiento ilustrado beberían de esa pretensión: todas las revoluciones no han buscado otra cosa que la reforma total del mundo o al menos del mundo en donde triunfan. De allí el carácter dictatorial que adquirió en México.
Es fácil ver que esta noción que acompañó a la Iglesia a partir del siglo XII y que heredaría, de manera secularizada, a las revoluciones históricas de los siglos XVIII al XX, no tiene ya sentido en las actuales circunstancias. Con la caída del Muro de Berlín, la crisis cubana y la relativización posmoderna, la idea de tomar el poder para instaurar un nuevo orden es una noción cerrada en la que ya muy pocos creen. 1810 y 1910 o, para hablar de las revoluciones que pretendían la totalidad, 1789 y 1917, son sólo fechas, pero ya no ejemplos a seguir.
Es innegable, sin embargo, que las circunstancias a las que nos ha conducido el dominio neoliberal han colocado a México y a buena parte del mundo en condiciones de revolución. ¿Qué forma debería adquirir ésta para no caer en un modelo que, como el Estado, los partidos y el mismo Mercado, ha perdido cualquier viabilidad y cualquier sentido?
El problema fundamental de nuestro tiempo ya no está, como lo vio Gregorio VII, en la corrupción del mundo feudal; tampoco, como lo vio la Ilustración, en la corrupción de la Iglesia y de las monarquías; ni siquiera, como lo vio el marxismo, en la apropiación de los medios de producción por parte de los capitalistas, sino en una doble noción en la que todos estamos inmersos y que aparentemente carece de ideología: la técnica puesta al servicio del Mercado y la idea de que es posible –como lo pretendían las ideas revolucionarias desde Gregorio VII hasta la revolución cubana– una reforma total del mundo para que mediante la producción y el consumo que produce la técnica –es la idea moderna– todos nos salvemos. Marcuse lo dijo muy bien: “[...] cuando la técnica se vuelve la forma universal de la producción material, define toda una cultura, proyecta una totalidad histórica [...]” que termina por devorarnos y encadenarnos a una ilusión, a un deseo absurdo. Las evidencias están a la vista: el calentamiento global, la miserabilización, el despojo, el hambre. La revolución ya no puede dirigirse a la toma del poder y a una reforma total que –es el rostro que adquirió con el hundimiento de las ideologías históricas– garantice la uniformización del mundo en función del trabajo productivo y del Mercado ordenados hacia el consumo ilimitado. Su pretensión no sólo debe ser modesta, sino relativa, dirigida a un desenchufamiento del sistema y a una reconstrucción de una vida limitada y buena donde el trabajo y el consumo estén regulados por mediaciones comunitarias (identidades, historias y tradiciones morales e intelectuales). La revolución que necesitamos es una revolución sin poder, no-violenta, a escala humana, es decir, a escala de una “economía moral de susbsistencia” hecha de herramientas autónomas y limitadas en su producción y apoyada en profundas mediaciones culturales. Creer, como lo han pretendido las revoluciones modernas, que podemos escapar a la necesidad mediante un poder que administre la técnica y regule el Mercado es una ilusión cuyos costos son cada vez más terribles. Pensar en la modestia revolucionaria es renovar su contenido y encausarla en el orden de lo real. Una tarea tan difícil como necesaria en estos tiempos en que la revolución se ha vuelto de nuevo inminente.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
kikka-roja.blogspot.com/
Es innegable que la revolución es una construcción histórica. Nació, dice Albert Camus, cuando la rebelión, que es un levantamiento ante el espectáculo de “una condición injusta e incomprensible”, adquirió una razón ideológica. Si las rebeliones matan hombres, las revoluciones matan hombres y principios. Podría decirse entonces que la revolución nació con la crítica del pensamiento ilustrado. Sin embargo, como lo ha mostrado Roberto Ochoa siguiendo a Harold Berman, sus orígenes se remontan a “la querella de las investiduras” (siglos XI y XII), en particular a las reformas de Gregorio VII. Al declarar la supremacía del Papa sobre los cristianos, la supremacía jurídica del clero, bajo las órdenes del Papa, sobre las autoridades seculares, y definir la conquista espiritual del mundo que inauguró con la primera cruzada, Gregorio VII no sólo produjo “el primer gran cuerpo administrativo” de la historia del Occidente cristiano, sino, junto con su confrontación con los poderes seculares, “la lucha apocalíptica, por un nuevo orden de cosas [...] Si en el año 1000 la Iglesia no se concebía aún como una estructura visible, corporativa y jurídica, durante el siglo XII el clero pasó a ser la primera clase translocal, transtribal, transfeudal y transnacional que alcanzó la unidad política y legal” y buscó reformar el mundo para ordenar, como lo quería San Pablo, “todas las cosas en Cristo”. Desde entonces, las revoluciones que nacieron del pensamiento ilustrado beberían de esa pretensión: todas las revoluciones no han buscado otra cosa que la reforma total del mundo o al menos del mundo en donde triunfan. De allí el carácter dictatorial que adquirió en México.
Es fácil ver que esta noción que acompañó a la Iglesia a partir del siglo XII y que heredaría, de manera secularizada, a las revoluciones históricas de los siglos XVIII al XX, no tiene ya sentido en las actuales circunstancias. Con la caída del Muro de Berlín, la crisis cubana y la relativización posmoderna, la idea de tomar el poder para instaurar un nuevo orden es una noción cerrada en la que ya muy pocos creen. 1810 y 1910 o, para hablar de las revoluciones que pretendían la totalidad, 1789 y 1917, son sólo fechas, pero ya no ejemplos a seguir.
Es innegable, sin embargo, que las circunstancias a las que nos ha conducido el dominio neoliberal han colocado a México y a buena parte del mundo en condiciones de revolución. ¿Qué forma debería adquirir ésta para no caer en un modelo que, como el Estado, los partidos y el mismo Mercado, ha perdido cualquier viabilidad y cualquier sentido?
El problema fundamental de nuestro tiempo ya no está, como lo vio Gregorio VII, en la corrupción del mundo feudal; tampoco, como lo vio la Ilustración, en la corrupción de la Iglesia y de las monarquías; ni siquiera, como lo vio el marxismo, en la apropiación de los medios de producción por parte de los capitalistas, sino en una doble noción en la que todos estamos inmersos y que aparentemente carece de ideología: la técnica puesta al servicio del Mercado y la idea de que es posible –como lo pretendían las ideas revolucionarias desde Gregorio VII hasta la revolución cubana– una reforma total del mundo para que mediante la producción y el consumo que produce la técnica –es la idea moderna– todos nos salvemos. Marcuse lo dijo muy bien: “[...] cuando la técnica se vuelve la forma universal de la producción material, define toda una cultura, proyecta una totalidad histórica [...]” que termina por devorarnos y encadenarnos a una ilusión, a un deseo absurdo. Las evidencias están a la vista: el calentamiento global, la miserabilización, el despojo, el hambre. La revolución ya no puede dirigirse a la toma del poder y a una reforma total que –es el rostro que adquirió con el hundimiento de las ideologías históricas– garantice la uniformización del mundo en función del trabajo productivo y del Mercado ordenados hacia el consumo ilimitado. Su pretensión no sólo debe ser modesta, sino relativa, dirigida a un desenchufamiento del sistema y a una reconstrucción de una vida limitada y buena donde el trabajo y el consumo estén regulados por mediaciones comunitarias (identidades, historias y tradiciones morales e intelectuales). La revolución que necesitamos es una revolución sin poder, no-violenta, a escala humana, es decir, a escala de una “economía moral de susbsistencia” hecha de herramientas autónomas y limitadas en su producción y apoyada en profundas mediaciones culturales. Creer, como lo han pretendido las revoluciones modernas, que podemos escapar a la necesidad mediante un poder que administre la técnica y regule el Mercado es una ilusión cuyos costos son cada vez más terribles. Pensar en la modestia revolucionaria es renovar su contenido y encausarla en el orden de lo real. Una tarea tan difícil como necesaria en estos tiempos en que la revolución se ha vuelto de nuevo inminente.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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